No es cierto que todo pasado fue mejor. Si no, fíjense lo que sucede en casa de los Castelli. El padre Carlos es lo que ahora se llama un "trabajador serial". No termina el secundario y trabaja a los 12 poniendo sellos en una fábrica de quesos. Dos años tarde, se emplea en una fábrica de fundición y hace carrera. Llega un momento donde tiene contacto con el sector de enchapados y por contagio termina conectado con el mundo de los accesorios. Para sumar casualidades al destino, su suegra vuelve de Europa y le habla maravillas de un negocio prometedor: la bijouterie de plata. "Todo el mundo tiene cadenitas y aritos en plata", los entusiasma.
Carlos apuesta en grande. Invierte hasta lo que no tiene y se hace de un stock de productos en plata. Y busca, con los contactos de su trabajo de enchapado en la fundición, colocar los productos en los negocios. Tiene, al comienzo, los infortunios de todo adelantado: le dan poca bola. Hasta que un comerciante rápido de reflejos acepta sus productos y los pone en vidriera. Esto es por la mañana. Por la tarde, lo llama por teléfono: "Vendí todo, Carlos. Traeme todo lo que tengas".
Castelli gana terreno y vuelve a stockearse. Con el tiempo, pone su propia fábrica de bijou en Barracas y en los años 80 es representante de marcas rutilantes del exterior como Pierre Cardin y Jean Cartier.
Suma reputación y contactos, hasta que la hiperinflación le cae encima cual bolsa de papa y se achica a la mínima expresión, despide gente, recorta negocios y debe renacer de las cenizas.
En 1995, en tren de renovación, Castelli padre tiene la idea de transformar su propuesta mayorista en un local hecho y derecho en Once. Es decir, un negocio con fachada minorista y precio de tienda al por mayor. Lo pone más precisamente el misma estación de Once, a pasos de los andenes. Un local que, con ganas, mide 4x4. Lo llama, para la posteridad, Todo Moda. En ese local pionero todo es bien distinto a cómo resultará en el futuro: el logo tiene una barral vertical donde dice moda. Y más que local con identidad, es comercio tutti-fruti, para la dama y el damo. Para niños y grandes. Apto para todo público. Allí Castelli exhibe artículos clásicos y artículos de última moda, desde productos que se consiguen en farmacia hasta artículos de regalería. Castelli tiene 48 años. Y sus hijos ya están grandecitos. El día de la inauguración, Martín, que estudia sistemas en CAECE –llega a tercer año y desiste– cumple 18. Su hermana mayor Mariana –que estudia administración de empresas en la UCA y hace posgrado en marketing–tiene 21. Los dos deciden involucrarse y pelearla hombro con hombro a la par de papá. Martín ya viene de hace tiempo: cuando salía de la escuela le daba una mano con el negocio. Aprendió que no hay idea mágica que haga llover el billete. Solo se trata de laburar. Trabaja part time de repositor. Cobro a clientes. Pago a proveedores. A veces, no ve un peso de sueldo. Y a veces, papá le suelta algo de dinero. "para que juntes para tus vacaciones", le dice. Martín había escuchado una y otra vez las historias de papá de cómo la Argentina lo había golpeado cual esposa despechada –él de hecho, se había separado cuando Martín tenía 6–. No daba para pedirle salario mínimo.
Pero aún así, en 1995 los hermanos se la juegan por el proyecto familiar.
Durante los siguientes dos años, no tienen ni un día de vacaciones. El momento de gloria de Martín, por ejemplo, es una pequeña grieta, un segundo de brisa de domingo, jugando fulbito con amigos. El trío Castelli trabaja el día a día. Son jefes y empleados. Operan la compañía y además, crean, visionarios y estratégicos, planes a largo plazo. Se tienen fe: piensan, desde el arranque, que lo suyo va a ser global.
Papá se ocupa de la matriz y el trato con los proveedores. Mariana del marketing. Y Martín con un proyecto de software de punta para Argentina: un programa que alerta los productos más vendidos, arroja tendencias para replantear productos y, en fin, hace magia tecnológica. Un programa que con el tiempo se transforma en el alma de la empresa. Capaz de administrar 100 millones de datos por semana. Lo llaman internamente y con espíritu sci-fi: la matrix. Mariana, mientras tanto, viaja a Estados Unidos y se inspira en las cadenas que compiten en segmento como Claires. O dispara a Londres y toma nota de tendencias, estudia cómo las tiendas manejan el surtido de productos, el branding, los precios. Y vuelve cargada de manuales de management para inspirarse.
El trío se vuelve imparable. Convocan profesionales y los suman al equipo. "Es la primera vez", dice papá, "que tengo un profesional en mi negocio".
Mariana le da una lavada de cara a la marca, al logo. Define línea de productos. Establece un segmento de clientes. Hace, en definitiva, un trabajo de jardinería de marketing: quita la maleza de productos innecesarios, deja a la vista objetos estrella de alta demanda. De tanto en tanto –en verdad, varias veces a la semana– Mariana y papá Carlos entran en cortocircuito. Ella representa al futuro. El otro es un comerciante de la vieja guardia.
Mariana suma diseño a los productos. Aporta identidad. Y reafirma la marca en la tienda. Quita de la oferta peluches, encendedores y el surtido de argollas, que en tiempos de papá ocupaba una pared entera, Mariana decide achicarlo a 60 centímetros.
Para preservar la familia, y que la empresa no termine devorándolo todo, deciden poner, por escrito, un puñado de principios de común acuerdo. Cada cual, padre hijo e hija, aportan lo suyo. "Lo que no figura en este papel", establecen, "no lo tenemos en cuenta". Es decir, en el papel no entran encendedores, ni peluches y sobre todo, no abundan las argollas.
El negocio progresa y se replica por doquier. Pronto, cubren un nicho en el mercado.
En 2001, mientras Argentina colapsa, hacen Todo Moda for export y ponen un pie en México DF–con el tiempo llegaría a 315 tiendas en todo México–. De allí saltaron a Chile y a Perú.
Una de las grandes virtudes empresariales, más allá de la famosa "matrix" es la rapidez de reflejos. Con dos fábricas instaladas en el país, en lugar de esperar productos Made in China, pueden reponer productos en un abrir y cerrar de ojos. Por ejemplo, si hay faltante de pinzas para el pelo. Ellos guardan en depósito miles y miles de pinzas en blanco. Solo les falta pasarlas por la máquina que las pinta. Y en una semana, los negocios de la cadena se renuevan de stock.
Los shoppings los aman. A tal punto que le piden si tienen más ideas de locales. Y los Castelli desenfundan un segundo emprendimiento, Isadora, mismo rubro, pero para un público, en lugar de teen, universitario y mayor aún y de más poder adquisitivo. Es 2003.
Año tras año, la cadena de los Castelli crece y se expande cual gramilla. En breve, se suma Cecilia, la hermana faltante que desiste de su carrera en veterinaria –se inocula mala sangre con el destrato de los dueños con sus mascotas– y se pone al hombro el rediseño de cada línea de productos para dejar todo pipí cucú.
La empresa remonta vuelo. Se convierte en grupo –el Blue Star Group– pero Carlos sigue, de tanto en tanto, añorando su viejo amor: el trato con el cliente, el comercio hecho y derecho a la vieja usanza. Inaugura desde una casa de té a una cadena de peluquerías, pero las cosas no salen como espera.
Hoy en día, la empresa familiar ya es –tal como previeron– global. Tienen 4500 empleados en todo el mundo. Este año esperan aterrizar en Brasil. Y en 2019, proyectan llegar a los mil locales –todos, para mayor control, propios– y poner un pie en Europa y otro en Asia. Las proyecciones siguen hasta 2024, cuando auguran tener 2000 tiendas y transformarse en líderes, así dicen, del mercado mundial de accesorios de moda. Tanto no les falta. Ya son líderes del sector en Latinoamérica y, en el podio global, van terceros –detrás de Claires y Accesorize–.
Por sus locales, cada día pasan 80 mil clientes. Y se llevan en la cartera 70 millones de productos al año. Pero peluches, olvidate.
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