Imaginate una chica de familia multitudinaria que, para los inviernos, teje y regala bufandas a sus primitos que son, como podrás imaginar, el equivalente a varios equipos de fútbol. Ella es la mayor, así que si tiene que ponerse en gasto de regalos de cumpleaños termina fundida. Entonces, corta por lo sano y decide tejer y tejer. A veces, intercala bufandas con un tejido de gorros, y ya; para la familia de los González Zeolla, María Fernanda es la tejedora oficial. Por eso, ningún primo, tío, tía, mamá, papá, abuelos y el sinfín de los González Zeolla –que eran una banda– se sorprendieron cuando María Fernanda entró a trabajar en una fábrica de ropa infantil. Mientras tanto, imaginate a esa chica que avanza en la carrera de Diseño de Indumentaria en la Universidad de Buenos Aires –de las primeras camadas, cuando la carrera no tenía mucho futuro que digamos–, y abre su bocho a toda una serie de novedades en materia de ropa. El trabajo no estaba mal, pero los resultados, para María Fernanda, como podrás suponer, eran un plomo. "Hago ropa de niños que parece ropa de adultos", protestaba ella, a la primera amiga que cruzaba. "Estoy inflada de los colores pasteles". Estuvo en la primera fábrica de ropa infantil trabajando dos años. Y luego escaló a las ligas mayores: Alpargatas, donde transpiró el hilo otros siete años más. El último año, trabajaba part time en una pequeña marca de ropa infantil. Un día, en 2003, unos amigos le propusieron que, ya que estaba en el rubro, vendiera ropa infantil –y objetos varios de niños– a España.
María Fernanda ya estaba casada y asociada con Martín Boero, diseñador industrial, y ambos le dijeron que ropa de otros no, pero sacar una marca propia para hacerla for export era otro cantar. Así que con ahorros propios y préstamos de la familia, María Fernanda plasmó una colección de miles de prendas para llevar a España. Nada, por supuesto, de tono pastel. Lo suyo era una explosión de colores, un desborde creativo que parecía radiografía de sueño de niño. Ella sabía, por experiencia propia, que a los chicos les gustaban otros tonos que los que solían vender las marcas top. Estaba convencida de que al piberío le encantaría lo suyo y también sabía que a los chicos les gustaba la ropa plagada de personajes grandes, no figuritas minúsculas y blandengues de personalidad. De hecho, se los había propuesto a las empresas donde estuvo –personajes grandes, colores rutilantes–, y le dijeron un rotundo "no". Ahora, era su venganza.
El plan era este: viajar a la prestigiosa feria de indumentaria infantil en Valencia, España, y probar suerte allí. Sacaron las cuentas: $10.000 de viaje, más US$30.000 para la primera producción. Reservaron el primer stand a seis meses de la apertura y no tenían, literalmente, nada. Solo la idea. En seis meses concibieron todo: la marca, el diseño, los colores y la primera producción. Y era una marca hecha y derecha: Owoko.
Los owokos son unos seres mágicos de otro planeta y cada prenda es también una historia –cada pilcha regala un libro con esa historia owokística–. Y, para cada temporada, se dijo María Fernanda, hay una historia nueva, pero siempre están presentes los owokos. "Si vendemos 700 prendas en Valencia, estamos contentos", se dijo.
El día anterior, mientras armaba el stand, se acercaban colegas del rubro para pincharle el globo: "Pues los niños, tía, se van a poner dementes con estos colores. Eso no es cojonudo", le decían. "Nadie va a usar esta ropa. Será un fracaso". Dado el tono bajonero de las advertencias, parecía que, de solo comprar la remera, los pobres niños iban a sufrir un colapso nervioso o un brote epiléptico. María Fernanda, esa noche previa a la inauguración, tras armar el stand, volvió al hotel hecha un trapo de piso. Pensaba que todo ese esfuerzo, todo ese germen creativo, toda esa cruzada para que los chicos recuperen el color en las prendas, iría al tacho de basura. Lo llamó a su marido que estaba en Buenos Aires. "Martín, estoy angustiada", le dijo. "Tal vez tengamos que vender el departamento con todas las deudas en las que nos metimos".
Pero la feria fue un exitazo. Abrió a las nueve, y a las nueve y media cayó una periodista italiana prestigiosa a la que le encantó el stand. Le hizo una entrevista a María Fernanda, y publicó sus fotos y su historia llena de laureles en el medio Bambini. Y, a partir de entonces, desde ese primer desembarco histórico en Valencia, no pararon de vender. Como le dijimos, con 300 prendas vendidas, mínimo, estaban hechos y, calcularon, con 700 máximo, estaban chochos. Pero en aquel viaje inaugural, vendieron 3.500. De tan auspicioso, también se volvió un problema. Había tanta demanda que, ahora, tenían que ver como abarcarla.
María Fernanda volvió a Buenos Aires recargada. Pidieron más plata prestada para afrontar a esos clientes españoles. Contrataron a una persona. Armaron la empresa. Peleaban contra proveedores locales que, sin saber qué catzo era Owoko, ni del todo el lío que habían armado en España, se resistían a hacerles las prendas tal como ellos querían. Una de las tejedurías, de hecho, los clavó con toda la tela que debían entregarles. Y tuvieron que hacer el muestrario, para la siguiente feria en menos de un mes.
Y volvieron en junio a Valencia ahora en tren ganador. Les fue tan bien y rompieron tanto los pronósticos que, en lugar de 3.500, agotaron, esta vez, 10.000 prendas. Mientras daban rienda suelta a la venta en Valencia, un amigo de Buenos Aires les preguntó si no querían abrir una franquicia. Y ellos, mandados y sin experiencia en el rubro franquicia, le dieron el sí. En octubre de 2004 abrieron el primer Owoko en Palermo. Vendieron para la apertura del local 3.000 prendas. A partir de ese local, ya en 2005, llegaron multimarcas, que empezaron a comprarles las prendas dentro del país, y pedidos de más franquicias. Y los Owoko reproducían el éxito español.
Hasta 2010, en la Argentina, Owoko fue una disparada de locales. Ese año, incluso, abrieron una tienda en el shopping de Galerías Pacífico, para posicionarse con locales propios y competir cuerpo a cuerpo con las grandes marcas. La apertura fue en mayo. Y, para fines de 2011, ya tenían cinco locales abiertos en shoppings –cuatro en Capital y uno en Córdoba–. Ya los owokos estaban en boca de todo el país.
Para competir con las otras marcas, los shoppings les pedían gráficas para poner en banners y en redes. Es decir, fotos de campaña con niños llevando las prendas. Maquillarlos y hacerlos sonreír a cámara. María Fernanda, que ya tenía experiencia en el rubro, se resistía a hacer campañas con chicos. "Maquillar a los niños es como maquillar la infancia", le decía a su marido y socio Martín. Cuando veía los mails de madres que les ofrecían a sus hijos como modelos, María Fernanda daba un salto de repulsión. Hasta les ofrecían que podían viajar con sus hijos al exterior, aun sacrificando la escuela. "No quiero que la gente piense que por ser rubio y de ojos celestes van a ser más felices o exitosos que el resto", se decía ella. Entonces, tomó una decisión: no hacer ninguna campaña con niños. Y, para avalarlo, redactaron un manifiesto Owoko, donde pusieron sus reparos en emplear a niños en campañas de indumentaria infantil. El manifiesto se hizo viral. Y hasta las instituciones y las escuelas lo usaron como material de trabajo. Gente de Europa, México y Estados Unidos lo vio y lo comentó. Y ese salto de conciencia fue también el eslabón social que terminó de cocinar la marca.
En el inicio, María Fernanda hacía todo, desde concebir la marca, los personajes y las prendas, hasta redactar el manifiesto y limpiar la oficina. Hoy, ya son una empresa rotunda y con identidad propia: Owoko tiene 42 locales exclusivos –14 propios y el resto franquicias–. Son una pyme con 120 empleados y dan trabajo a 500 personas, talleres y franquicias incluidos. En 2017, facturaron $178 millones y este año proyectan abrir seis nuevos locales. Este mes, en España inauguran las ventas online. Y desarrollarán artículos nuevos con owokos que traerán de China –el resto lo fabrican acá–. La revolución de los owokos –esa en la que los rubios y los morochos van de la mano– acaba de empezar.
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