La belleza, para buena parte del mundo –fogoneado por redes sociales, selfies y desfiles– entrará por los ojos. Pero a Julián Bedel le ha entrado fundamentalmente por la nariz. Hijo de un artista reconocido, Jacques Bedel, su casa era una pasarela de creativos, materia gris científica y grosos de los grosos bebiendo vino tinto importado y debatiendo sobre uno y el universo.
A Julián todo aquello lo hizo soñar en grande. Algo, por así decirlo, se olfateaba en aquel niño. En la escuela primaria Modelo –secundaria dio libre– era un apasionado por la química, pero le pesaba todo el resto. Cuando visitaba los campos que tenía su familia, el pequeño Bedel olía todo: la leña al arder, las hojas secas, el pasto mojado y mañanero. Aquello era un festín para el olfato.
De joven, se volcó hacia la música. Y esa pasión por el arte y las maderas las puso un tiempo. a fuego lento, en el arte de construir guitarras. De los 11 a los 14 aprendió el oficio. En el 2007, viajó a perfeccionarse a Estocolmo, donde trabajó codo a codo con un luthier durante seis meses.
En un momento, se puso corporativo y estrenó una consultora, Forma, especializada en desarrollo de marcas, y entre sus clientes más resonantes tuvo la concepción del Malba. Un emprendimiento faraónico que le llevó seis años redondear. Lo hizo todo de punta a punta y se le ocurrió la loca idea de encontrar, incluso, el aroma propio del lugar.
Para eso, se encerró en su casa y, cual chico con juguete nuevo, se puso a experimentar. Creó 10 fragancias para el Malba, y su socia, Amalia Amoedo, nieta de Amalita, le subió el pulgar a una de ellas. Y esa ocurrencia aparentemente lateral terminó como protagonista de la vida emprendedora del olfateador serial.
Si contamos que la planta que da la fragancia la encontramos en tal lugar, que la maceramos así, que la embotellamos de este modo y que se vende solo en lugares específicos para tener una experiencia distinta, eso nos diferencia en un rubro monstruosamente industrializado.
Le gustó tanto el resultado que compró esencias, balanza y agitador magnético –es decir, el kit básico de todo perfumero– y montó, entusiasmado, un laboratorio en la cocina. Luego, lo trasladó al living. Al final, al cuarto. Hasta que se mudó a otra casa y tuvo el primer laboratorio hecho y derecho.
Como buen autodidacta, aprendió a los golpes. Le llevó un tiempo, por ejemplo, comprender la volatilidad de los ingredientes, la diferencia entre pesado y ligero y que las fórmulas fueran, al final del proceso, lo que él buscaba y no un Frankenstein de los sentidos.
La primera fragancia que creó –tras el olor a Malba, claro– fue una amalgama de cedro y olor a libro viejo. A Bedel se le encendió la lamparita y la bautizó, en honor a Borges, Biblioteca de Babel. Desde entonces todo fue hallazgo y revolución.
Latinoamérica, donde no existía ni tradición ni competencia de laboratorios de fragancias, era un campo fértil para un creador de perfumes, un audaz que, por otra parte, como le decía, no tenía estudio alguno. Y así, en ese campito de flores, Julián salió, red en mano, a capturar aromas. Su novia olía el resultado y daba el veredicto final.
Tuvo apoyo incondicional –y, en especial, económico– de Amoedo, que se transformó en socia fundadora. Y a esa locura le puso nombre: Fueguia 1833, en memoria de una aborigen educada en Europa que luego volvió a su patria.
Algo de eso pergeñaba el olfato de Bedel: emplear el refinamiento y la tradición de perfumistas made in Europe y darle un golpe de horno local. Así introdujo palo santo del Chaco, inciensos de Misiones y hasta destilaciones con, escuche bien, yerba mate.
En lugar de botellitas de diseño, con forma de cinturita de avispa como uno encuentra en tanto free shop, hizo unas botellas tradicionales y les puso, de puño y letra, el nombre. Y, por otra parte, le dio la espalda a distribuir en free shops, para marcar diferencias. Y a los aromas los dotó de alto vuelo literario y argentino: hay perfumes borgeanos y otros que remiten a paisajes 100% de acá, como Misiones y Pampa Húmeda.
Otro acierto fue pensar la marca de forma internacional desde el día uno. Imaginar que cualquier persona en cualquier ciudad estaría interesada en comprar nuestro producto y en vincularse con nuestra
El hombre se propuso, como buen argentino, nadar como el salmón. Mientras las grandes corporaciones perfumistas tienen a Antonito Banderas o a Johnny Depp, o se engalanan con Shakira, Paris Hilton y Taylor Swift, pero apuestan a los aromas sintéticos, Bedel se resistió a cargar el destino de sus perfumes sobre los hombros de una celebrity. Y, en lugar de pagar contratos millonarios por embadurnar a estrellas con sus olores, se gastó hasta lo que no tenía en encontrar la planta justa para lograr el perfume. No importaba que hubiera que esquivar cobras o rodear volcanes. Él quería ESA planta, y pagaba por ella.
Hoy Bedel, winner, consagrado por las grandes narices del planeta, dice que sus perfumes no son de lujo. Son de nicho. O, en otras palabras, un lujo tan exclusivo que la palabra le queda chica. De cada modelo, en lugar de fabricar botellitas a mansalva por decenas de miles, él elabora 400 botellas. No más. Es decir, probablemente un año más tarde ese mismo modelo huela algo diferente. Como la vida misma, no todos los domingos son iguales. Los viernes, menos aún.
"No se aprende a ser emprendedor, o no hay una forma en que puedas transformarte en eso. Hay una genética de origen. Hay algo que hace que la gente emprendedora lo sea a pesar de todo. No tenés que insistir en ser emprendedor a menos que lo seas. Si no estás convencido de tu fuerza para llevar adelante un proyecto, de liderar un equipo y de defender una idea, no lo intentes. Dedicate a otra cosa. No creo que todos los malos tragos que vas a tener que tomar y los malos momentos que vas a tener que soportar valgan la pena, a menos que estés convencido de tu capacidad para sobrellevarlos. Es muy difícil construir, comunicar y argumentar un proyecto y una idea para uno, para tu equipo, para la familia, para la gente que invierte en vos, para los distribuidores. Lleva mucho trabajo. Si no estás dispuesto a ir a fondo, ni lo empieces", advierte.
Otra señal. "Un tema clave es no hacer todo esto por la plata. Por más que te guste el dinero y todos quieran tener éxito económico, la plata no va a ser el driver que le dé éxito a tu marca. Por otro lado –sostiene–, hay que disfrutar del esfuerzo. Más allá de la dificultad que implica que tu negocio te puede absorber muchas horas de tu vida, de tu familia, de tus amigos y de tu novia, no deja de ser algo que es supergratificante. No hay que olvidarse de tomárselo con soda y de pasarla lo mejor posible día a día. Hay un elemento divertido en crear algo y en poner en funcionamiento la capacidad creadora personal. Si sos emprendedor, tenés que pasarla bien. Si no, no tiene sentido hacerlo".
Hay un aspecto divertido en poner en funcionamiento la capacidad creadora de uno. Si sos emprendedor, tenés que pasarla bien. Si no, no tiene sentido hacerlo.
Hoy, los perfumes de Bedel cotizan, promedio, a US$250 en el mercado. Igual, todo varía: la última colección que lanzó en el 2017 no baja de US$800. El laboratorio de su casa en Palermo ahora lo mudó a Milán, donde compone sus nuevas creaciones nasales con la magia de 830 ingredientes, algunos traídos de las profundidades de su Argentina querida. Otros provienen del exterior, y también cuenta con algunos sintéticos, concebidos por su capricho de inventor.
Sus perfumes se consiguen en un centenar de puntos de venta en 22 países. Tiene locales propios, esta nariz soñadora, en Nueva York, Moscú –su primer negocio en el exterior, sostiene–, Estocolmo, Taipei, Milán y Tokio.
Y entre sus fans hay superstars. Una de ellas es Elton John, quien compone rodeado de las velas aromáticas de Fueguia. Bedel pensaba que Elton compraba tanto que las regalaba, hasta que le contaron de su manía por llenar su casa de velas, cual templo budista. Lady Gaga es otra fan, que vaya a saber uno dónde se mete sus perfumes. Michelle Obama olía las creaciones de Bedel en sus tiempos de primera dama, e imaginamos que ahora también. Y Laurene Powell, la viuda de Steve Jobs, no suelta su perfume Ballena de la Pampa ni aunque vaya al súper. Tiene sus razones: Ballena de la Pampa incluye un ámbar que expulsan esos animales por la boca –lo vomitan, bah, pero queda feo decirlo aquí, en medio de este texto tan aromático– y Bedel le sumó un dejo a pasto seco, imaginando esa ballena dormida curiosamente sobre el suelo de la eterna Patagonia.
"Fueguia 1833 es a los perfumes lo mismo que el caviar Beluga a la comida, o que Valentino al mundo de la costura", lo ensalzó una periodista norteamericana para la inauguración de su local en Soho.
Un acierto fue pensar la marca de forma internacional desde el día uno. Imaginar que cualquier persona en cualquier ciudad estaría interesada en nuestro producto.
Hoy en día, Bedel, que lleva US$18 millones invertidos, tiene un centro botánico en Uruguay, donde hace las extracciones de la naturaleza. No es nada fácil. Para que se dé una idea, un jazmín tiene 300 moléculas. Un cedro, 50. Y el olor del café, 800 en juego. Esto Bedel lo aprendió estudiando química y botánica por cuenta propia, quemándose las pestañas. Y él, al cabo del tiempo, descubrió qué moléculas quiere en su perfume y cuáles no, aun dentro del mismo jazmín. Cosa de locos.
Pero esa obsesión por el detalle y por la artesanía de los perfumes, en tiempos en los que el rubro es una gran industria, más cerca de una fábrica con cadena de montaje que de la naturaleza, es lo que hizo que su aromática Fueguia llegara tan lejos.
Esta nota forma parte de 15 ideas millonarias, el especial de revista BRANDO que llega este mes a todos los suscriptores.
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