Quien diga que en el mundo kiosco no hay nada nuevo bajo el sol es porque no sale seguido de su casa. O compra pocas golosinas. Si indagara apenas unos minutos, descubriría que hay kiosqueros de la vieja escuela y kiosqueros vanguardistas. Kiosqueros tercos, y quijotescos, que dedican toda una vida a sobrevivir apechugando crisis, reveses y la mar en coche, vendiendo siempre lo mismo. Unos sobrevivientes del gremio que viven y mueren en su ley: los chupetines por un lado y los alfajores por el otro. Domingos, cerrado.
A veces, pasan años con muñecos de peluche juntando mugre en los estantes, o lanzan promos de galletitas de cuarta que nadie se atreve a pedir. Duerme en sus locales el sueño eterno de los productos infumables que el kiosquero cabeza dura sostiene en sus vitrinas.
Pero luego está la otra clase de kiosquero, pillo, flexible y moderno. Que habla de círculos virtuosos de compras. Que coloca estratégicamente maquinitas de la tarjeta SUBE para sumar potenciales clientes. Y al que solo le interesan los hitazos: alfajores, chocolates, puchos, aguas saborizadas, productos de alta rotación que el cliente picotea día y noche sin descanso cual ave de rapiña.
La Argentina, e imaginamos el resto del mundo también, está plagado de kiosqueros del primer grupo. Que pertenecen a una vieja escuela barrial, al borde del peladismo, pancita de cerveza, entrañable y loser. Pero hay pocos del segundo grupo. Alexander Evterev es uno de ellos.
Tenía 9 años cuando sus padres dejaron atrás Ucrania, un país por entonces turbulento y con poco horizonte, y pusieron rumbo al profundo sur, a la República Argentina, fuera lo que fuera ese país largo, flaco y remoto. Se hicieron de una casita en Florencio Varela. Y, para ganar algo de dinero, Alexander instaló a los 17 un kiosco almacén en su propio hogar. La tuvo que remar durante cuatro años. Iba armado para que no le robaran. Y mamó en carne propia el Far West bonaerense en locación sur.
Siempre reinvertí y aposté al crecimiento. Nunca dependí de la coyuntura del país. Si uno sigue ese camino de negatividad absoluta y pesimismo, nunca emprende nada.
El consumo y las posibilidades de la zona le pincharon el globo. Así que para sumar dinero a casa se empleó en locales de ropa –de los 21 a los 27 años estuvo bajo relación de dependencia– y aprovechó su porte para hacerse un extra como "seguridad" en boliches de Palermo.
Conoció a su mujer en una disco –ella, licenciada en Administración de Empresas– y, cansado de la vida de empleado, rompió cadenas al grito de libertad, libertad, libertad. Decidió, asociado con su mujer, que era momento de volver a su primer amor: el kiosco y el heavy metal. Con sus ahorros y los de su señora, Alexander, visionario el hombre, lo tenía claro de entrada: quería una red de kioscos.
Cuando decidió comprar el fondo de comercio, como buen laburante, les puso el pecho a las balas. Solito. Alquiló en el 2012 un local de tres por ocho en Sánchez de Bustamante y Cabrera. Sus amigos piantavotos le decían: "¿Estás loco, vos? ¿Un kiosco justo en este momento del país?". Y él les respondía: "¿Y cuándo fue un buen momento para el país? No jodan, yo lo hago igual".
Y lo hizo. Lo bautizó con su apodo juvenil: El Jevi –el único que escuchaba esa música en todo el curso–. Lo hizo ATP y lo castellanizó para que Doña Rosa pudiera también pronunciarlo Jevi.
Y se propuso, para darle un sello a la atmósfera del lugar, poner heavy metal de fondo, soñando tal vez que esa adrenalina distorsionada del demonio llevara a la gente a tentarse con más y más chocolates.
En los comienzos, Alexander era dueño. Empleado. Repositor. Lidiaba con proveedores, clientes y asaltantes –recuerden que tenía buen currículum de origen en Florencio Varela–. Trabajaba de lunes a lunes de 8 a 22, 14 horitas de corrido. Feriados, olvidate. No los conocía. Francos, ni pensar. Vacaciones, a quién se le ocurre.
Aprendimos a convivir con la inflación. La pusimos a nuestro favor, aprovechando el descontrol de los proveedores para comprar mejor y no casarnos con ninguno.
Una vez, cuando fue a negociar la habilitación para vender cigarrillos, le anunció al mayorista: "Soy de un kiosquito en Cabrera y Sánchez de Bustamante". "Ah, sí", lo ubicó el otro. "Es chiquito, pero vas a andar bien". Alexander se infló de orgullo y contó sus, por entonces, delirios de grandeza: "Mi idea es tener mi propia cadena de kioscos". El tipo lo miró con lástima: "Hay que ver si te da la nafta".
Era su tercer día en el kiosco y Alexander no se apichonó. Se arremangó la camisa, se murió de frío en los inviernos y sudó la gota gorda en los veranos, pero nunca dejó de atender, solito y solo, el negocio de Sánchez de Bustamante, ni de escuchar sus amados discos. La mujer, por suerte –recuerde, lector, que es administradora de empresas, y él solo tenía formación metalera–, lo ayudó a organizarse. Le puso en vereda sus impuestos. Sus permisos. Y le dio el respaldo para tener todo el local en regla, como Dios –y la AFIP– mandan.
Pasó un año hasta que tomó un empleado medio tiempo y lo fogoneó al calor del heavy golosinero. Alexander tenía, como dijimos, otra idea. Y ese local, que él alquilaba, funcionaba antes como kiosco y almacén. Pero El Jevi made in Ucrania decidió que si quería que el asunto funcionara debía barrer de las góndolas los productos tutti frutti que nadie compra y apuntar a los hitazos del mundo kiosquístico. Había heredado de las góndolas del viejo local salsa de soja, y la voló. Había anillos y cadenitas, afuera. Tarjetas de felicitaciones, a la basura. Jabón en polvo, no way. Peluches, adiós. Hizo un recambio a fondo.
Alexander puso primeras marcas. Golosinas recontrapedidas. Gaseosas línea Coca –nunca una Manaos, ni por joda, y menos un alfajor de esos de cinco pé–. Hizo mayor rotación de productos. Y ese primer año, vendía $3.000 al día.
Le fue bien. Y, en ocho meses, viviendo una vida espartana, reunió el capital para dar el segundo paso: alquiló un local en una esquina transitada del barrio. Pagaba $2.000 por el comercio en Sánchez de Bustamante y ahí debía desembolsar $5.000 más expensas. Más del doble. Sentía que se jugaba la vida. Pero la exposición posicionó la marca. El barrio de Palermo empezó a hablar del ucraniano fanático del metal. Y, mientras tanto, Alexander implementó el local de 24 horas y las cosas empezaron a funcionar pipí cucú.
Un consejo para los nuevos emprendedores es no tirarse a la pileta a ver qué pasa, sino tratar de armar una estructura en serio para saber bien cuándo uno gana y cuándo uno pierde
Lo importante –dice– es tener "procesos estables, modos de hacer las cosas y no alterarlos. Por ejemplo, ciertos códigos para contratar empleados y para no involucrarse con familiares. Porque este tema es delicado". Asegura que no se anima a decir que nunca tendrá un socio porque no sabe qué le deparará el futuro. "Pero cuando pasa el tiempo, y la dirección de la empresa depende solamente de uno, no te dan ganas de que venga otro para decirte adónde tenés que ir", aclara.
"Cuando algo te funciona, hay que tratar de disponer de la lucidez suficiente como para cambiar de estructura. Las demandas de la empresa o el mismo crecimiento hacen que tengas que repensar los procesos a los que estás acostumbrado. Uno está siempre en movimiento. Siempre buscando crecer. Estancarse, jamás", pontifica.
La clonación de locales para Evterev fue una papa. Tardó siete meses más en reunir capital para el tercer Jevi. Del tercer negocio al cuarto, otros seis meses. Hoy se asigna un sueldo solo un 20% más alto que el que recibe su empleado mejor pago.
Dar la espalda a lo que salía en la página oficial de nuestra cadena permitió que se publicaran comentarios que solo buscaban dañarnos. Si te descuidás, la imagen de tu emprendimiento puede verse afectada en muy poco tiempo.
En la ciudad de Buenos Aires, en facturación El Jevi va tercero, detrás de los colosos Open 25 y 365.
Alexander fue empleado. Kiosquero. Encargado. Y luego empresario. Dice que atravesar toda la cadena lo ayudó a formar una cultura de trabajo. Hoy tiene 30 locales. El 2017 fue un golazo: abrió 14 sucursales. Arrancó en el 2012 solo, y ahora tiene 80 empleados. Y factura $10 millones al mes. Duplicó sus ventas en un año.
La nafta, por lo visto, le dio.
Esta nota forma parte de 15 ideas millonarias, el especial de revista BRANDO que llega este mes a todos los suscriptores.
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