Diran Arslanian tiene una vida rica en historias. Nació en Siria porque su familia huyó de Armenia en los años del exterminio
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CÓRDOBA.- La historia de Diran Arslanian podría convertirse en un libro. Armenio, nacido en Alepo (Siria) -sus abuelos dejaron el país en el éxodo por el exterminio, en 1915- y se siente “cordobés y argentino”. Llegó en 1980 escapando de Siria, donde fue soldado y seguridad presidencial. El destino marcó su vida. Él está convencido que sus ancestros lo guían y lo cuidan. Cree fervientemente que su abuela Vosqui (Oro en armenio), quien le enseñó a leer la borra de café y a cocinar; su mamá Beatriz, otra “gran” cocinera, y su papá Garabet están presente en su local de comidas armenias del Mercado Norte de Córdoba.
Todos los días llega con Silva, una de sus tres hijas, a las 7 cuando abre el mercado para empezar a cocinar. Al paso se huelen las especias y el café. Siempre con su taqiyah de colores, dedica horas a preparar desde el shawarma a los kebee labaine (bolitas de manteca en salsa de lavan) que, asegura, lo remontan a su infancia.
“Me viene a la mente mi mamá, sus manos, los olores -dice a LA NACION-. A los cinco años ella ya me daba masa para que me entretuviera. El kebee labaine es muy típico y muy artesanal. En las casas se hacen platos especiales en función de a quién se invita. Por ejemplo, el cordero relleno con frutas secas, en la mía, se hacía dos o tres veces al año, era para determinadas ocasiones”.
Diran, que en armenio significa “don”, asegura que la Argentina le dio lo que le quitaron en su país. Cuando comenzó la guerra de Malvinas -él apenas llevaba tres años en Córdoba- fue a inscribirse como voluntario. Cuando le explicaron que no podía porque era extranjero, dio ese mismo argumento. “Un teniente coronel me anotó de manera simbólica, como agradecimiento -repasa-. En el ‘85, cuando me nacionalicé, fue como testigo al juramento. No lo vi durante muchos años y lo encontré, de casualidad, en un hospital, internado. Nos abrazamos. Al día siguiente murió”.
Conoció a su esposa, Hayda, en Córdoba, en el coro de la iglesia. En Alepo habían vivido a 200 metros pero no tenían relación. Tienen tres hijas: Silva, Gariné (ambos nombres de ciudades en Armenia, el segundo es por Garín) y Beatriz, soldado en Armenia y periodista. Diran recién conoció el país de sus orígenes en 2018, cuando fue a visitarla. “Nunca se había dado la posibilidad, aunque dos de mis hermanos estudiaron allí en la universidad durante el régimen soviético”, dice.
“Cocinar es compartir mi cultura -subraya-. Para conocer un pueblo hay que comer su comida y escuchar su música, dice un refrán armenio. Eso es lo que hacemos con la cocina, con nuestros platos. Y lo vamos perfeccionando. Hay cosas que hago mejor que mi mamá y otras en la que nunca la alcanzaré. Lo mismo pasa con mi hija”.
A los 67 años recuerda cuando llegó a la Argentina, sin hablar ni una palabra de español y con una carta de su primo que era sacerdote en Córdoba y, después, se mudó a Canadá. Su jefe en el Ejército le había preguntado si quería seguir, él dijo que no y le alertaron que estaba amenazado por la guerrilla de los Hermanos Musulmantes. “Trae dos fotos y mañana tenés un pasaporte. Dejá el páis”, fue la recomendación.
Fue a pedir la visa a las embajadas de Estados Unidos y Canadá y se la negaron. En la de Argentina se la otorgaron: “Cuando a los tres meses fui a renovarla, me la rechazaron y me dieron 24 horas para salir del país. Un sacerdote de la iglesia armenia intercedió y me otorgaron el carácter de refugiado”.
“Le ofrecí que me probaran 15 días gratis”
Apenas llegó un “paisano” lo presentó en una metalúrgica -tenía ese oficio-, pero le explicaron que sin entender el español no podían tomarlo, aunque buscaban gente. “Desde la oficina yo veía que trabajaban en los tornos con los planos. Le ofrecí que me probaran 15 días gratis, que podía hacer las piezas sin que me explicaran. El dueño aceptó, hice la primera y me tomó ahí nomás”, repasa.
La abuela siempre presente
Después tuvo un almacén, donde también cocinaba -incluso platos argentinos, como el locro- y una organizadora de eventos le ofreció trabajar también para ella. Veinte años lo hizo hasta que decidió que quería su propio local. Cinco años estuvo esperando un espacio en el Mercado Norte. Se lo ofrecieron a las horas de llegar de Canadá a donde fue a visitar a su papá, quien murió dos días antes de que él aterrizara. “Como era diácono pude oficiar su despedida -apunta. Volví y me llamaron; por eso creo que él anda por acá”.
La cocina armenia tiene registros de existencia de hace 3000 años. El padre de Dirán escribió un artículo titulado “Mientras el mundo era salvaje, nosotros cocinábamos”. Por supuesto, en el local, está el tradicional café con cardamomo. Dirán lee la borra, un “don” recibido de su abuela Vosqui.
Se quiebra cuando recuerda que ella escapó a los 12 años de Armenia con su mamá y un hermanito en brazos; cruzaron el desierto y el bebé murió de sed. “Cuando ella terminaba su vida estaba perdida y quería armar un bolso para ir a buscarlo -relata con lágrimas en los ojos-. Cómo olvidar. El 24 de abril se conmemora el genocidio armenio; es un día doloroso, pero también de renacimiento porque el pueblo volvió a florecer. Cien años después volvió a pasar lo mismo, cuando Azerbaiyán atacó”.
En la iglesia armenia hace unos años encontró a un hombre y, en la conversación, descubrieron que él lo había rescatado cuando estaba secuestrado y a punto de ser fusilado en Siria. Eran sus años en el Ejército, donde las operaciones de riesgo se multiplicaban. “Nos abrazamos y lloramos”.
Dirán toma mate; afirma que lo “enloquece”, igual que el dulce de leche que, cuando era más joven, comía a cucharadas. La primera vez que escuchó “Zamba de mi esperanza”, sin entender la letra, lloró. “Creo que debo tener algo de argentino en la sangre”, define.
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