Horst, el fotógrafo de un siglo
Una retrospectiva de la National Portrait Gallery presenta el arte incomparable de uno de los más grandes maestros de la fotografía
Su propia belleza fue la llave que le abrió el mundo de belleza y de fama en el que quería vivir. Después, el talento le permitiría tener derecho de ciudadanía en esa comarca donde sólo sobreviven quienes tienen poder, fortuna o una obra notable. El barón báltico Hoyningen-Hene; Natasha Paley, la prima de los zares; Coco Chanel; el aristócrata y director de cine Luchino Visconti, lo amaron antes de convertirse en sus modelos. Por eso, la vida de Horst P. Horst fue una novela contada por él en miles de imágenes que marcaron la historia y el gusto del siglo XX. Ahora una retrospectiva de la National Portrait Gallery, abierta hasta el 3 de junio, celebra el arte exquisito de uno de los más grandes maestros de la fotografía. El hecho de que la existencia de Horst (1906-1999) abarcara casi íntegramente la centuria pasada hace de su trabajo un documento excepcional.
Horst P. Horst nació el 14 de agosto de 1906 en Weissenfels-an-der-Saale, Alemania. Su verdadero nombre era Horst Paul Albert Bohrmann. El padre, Max, era un hombre de negocios con cierta fortuna. La madre, Karla, estaba animada por algunos intereses artísticos que buscaba transmitir a sus tres hijos. Horst tenía una hermana y un hermano, y era considerado algo así como el patito feo del trío. En la familia, debajo de una superficie tersa y serena, había tensiones que, a veces, se manifestaban de un modo dramático. Por ejemplo, un mediodía, mientras Max, Horst y sus hermanos almorzaban, la madre se presentó en el comedor con un revólver en la mano y dijo: "Los voy a matar a todos". Los chicos se metieron rápidamente debajo de la mesa, mientras el esposo desarmó a la enloquecida Fraü Bohrmann. Karla fue internada en una clínica de enfermos mentales por un tiempo. Una vez que recobró la razón, volvió al hogar y nunca más intentó asesinar a los suyos.
Cuando Horst llegó a la adolescencia, el padre le preguntó qué quería hacer de su vida. El muchacho no supo qué responder y en un arranque de exotismo le dijo que deseaba estudiar chino. Max tomó esa respuesta como algo muy normal y lo envió a Francfort para que aprendiera a hablar y a escribir como un mandarín. Horst abandonó el curso después de muy pocas clases y, en cambio, comenzó a concurrir a sitios más amenos. El patito feo se había transformado en un joven muy atractivo, en el que se combinaban de un modo provocador la inocencia más extrema y cierto aire perverso del que no era consciente. Un grupo de compañeros de chino lo invitó al Baile Anual de los Artistas. Se hizo un disfraz llamativo: llevaba una enorme peluca roja, calzas negras, una camisa plateada y collares con cuentas multicolores. Por supuesto, impresionó a la concurrencia y un noble, el barón von Flotow, lo invitó a la mesa que compartía con el príncipe de Hessen. Fue la primera señal de que su presencia contaba en el mundo.
Como Horst no demostraba demasiados deseos de estudiar y más bien se inclinaba a divertirse, los Borhmann lo sacaron de Frankfurt y le consiguieron un empleo en Hamburgo. Allí, empezó a estudiar diseño de muebles y mostró que tenía muchas condiciones. Pero siempre encontraba pretextos para ceder a compromisos mundanos: tenía una facilidad extraordinaria para hacerse amigo de las hijas y los hijos de millonarios. Horst conoció entonces a la periodista Eva Leidmann que lo conminó a no desperdiciar su talento y le recomendó que se fuera a París para trabajar como asistente de Le Corbusier, el artista suizo que se había hecho famoso por sus casas de arquitectura despojada.
Horst le escribió una carta a Le Corbusier, acompañada por un dossier con diseños de muebles, donde le pedía que lo tomara como aprendiz. Le Corbu lo aceptó y, a comienzos de 1930, el joven alemán llegó a París. Pronto, el muchacho se dio cuenta de que no iba a aprender mucho con el maestro suizo y empezó a faltar a su empleo. Tenía muchas horas libres, de modo que se pasaba gran parte del tiempo sentado en las terrazas de los cafés. Era simpático, tenía encanto.
Una noche, mientras Horst estaba sentado en el café Select, Gerald Kelly, un artista norteamericano, lo invitó a su mesa. Kelly estaba en compañía de un grupo de amigos, entre los que se contaba el fotógrafo estrella de Vogue, el barón báltico George Hoyningen-Huene. Todos lo trataron con una discreción y una urbanidad exquisitas. Unos días después, Horst recibió con asombro una tarjeta de Huene que lo invitaba a pasar un fin de semana con él y Gerald Kelly en Normandía. Así nació la relación más importante y decisiva en la vida de Horst. Pronto Huene y Horst comenzaron a verse con asiduidad, el barón alquiló un departamento para su protegido y le consiguió algunos trabajos.
Compartir la vida con Huene fue una educación artística y sentimental para Horst. Como el barón era un personaje muy conocido en la alta sociedad francesa, pronto empezó a correr todo tipo de rumores sobre el alemán que vivía con él.
Huene introdujo a su compañero en el círculo de la princesa Natasha Paley, prima de los últimos Romanov. Entre Natasha y Horst, lentamente, se desarrolló una relación ambigua. La princesa había escapado de la pobreza del exilio casándose con el modisto Lucien Lelong. Era una de las mujeres más hermosas de París, célebre por sus amores improbables con personajes como Cocteau y el propio Horst. Un domingo de 1931, Huene llevó a Horst a almorzar en Senlis con Mehemed Agha, director de arte de Vogue. Este quedó impresionado por dos o tres comentarios del joven y le preguntó si no le gustaría ser fotógrafo. Horst respondió afirmativamente y quedó atónito cuando Agha le propuso que fuera dos veces por semana al estudio de la revista, en Champs-Elysées, para tomar fotografías de moda.
La primera vez que Horst fue a Vogue no hizo sino seguir la rutina que había visto cumplir a Huene. Indicó la iluminación y la pose de la modelo. Le quedaba por aprender nada menos que los aspectos técnicos de la profesión. Pero tenía un sentido innato de la iluminación y del equilibrio de las formas. Sus fotografías gustaron y empezaron a aparecer en el Vogue francés. Pronto el contraste dramático entre la luz y la sombra fue algo así como la marca distintiva de su estilo. Más tarde, surgiría otro aspecto fundamental en la estética del fotógrafo: el decorado o el fondo, muy elaborados, creados especialmente para una sesión.
Uno de los problemas que Horst debió superar fue su propia timidez. Le parecía una indiscreción indicar actitudes a sus modelos. Esa timidez provocaba, como reacción, la timidez de sus retratados. Cuando Huene vio esos tempranos trabajos, le dijo a su amigo que le faltaban unos cinco años para llegar a ser un buen fotógrafo. Se equivocaba.
Las amistades de Horst en el París mundano se multiplicaron rápidamente. Christian Bérard, escenógrafo, vestuarista, ilustrador, en suma, uno de los hombres que creó la moda de los años 30 y 40, se convirtió en una de las relaciones más estrechas de Horst. Por medio de él, conoció a la vizcondesa Marie-Laure de Noailles, la mecenas más destacada de Francia, y a su círculo. A pesar de las críticas de Huene, Horst empezaba a ser apreciado internacionalmente. El Vogue norteamericano lo contrató por seis meses y él, por supuesto, aceptó. Huene se avino a la separación en silencio. Entonces, el vínculo entre ambos se transformó en una amistad entrañable.
En los Estados Unidos, Horst fotografió por primera vez a Bette David. Hizo de ella varios retratos en distintas épocas, pero nunca, según las propias palabras del fotógrafo, logró atrapar el alma de esa mujer en la que se combinaban la dureza, la ternura y la presencia magnética de una estrella. Cuando Horst le pidió a Nast, el dueño de Vogue, un aumento en su contrato, éste desplegó sobre su escritorio todas las fotografías de su empleado y, en media hora, le señaló las virtudes y los defectos de su producción. Fue una lección admirable que el fotógrafo supo aprovechar. Por supuesto, no obtuvo el aumento; peor aún, el resultado de ese encuentro con Nast fue una pelea. El editor tuvo un ataque de furia y echó a Horst.
También Huene tenía problemas con las empresas de Nast. Lo habían contratado para tomar fotos de estrellas de Hollywood, que se publicarían en Vanity Fair. El editor de Vanity, Frank Crowninshield se sintió decepcionado por el resultado porque Huene no había tomado suficientes primeros planos y se lo hizo saber. Entonces el barón le escribió una carta terrible. A pesar de todo, un amigo y emisario de Nast, Mehmed Agha, le propuso renovarle el contrato, siempre que aprendiera a "comportarse". Huene incurrió entonces en uno de sus desplantes de aristócrata. Llamó por teléfono de inmediato a Carmel Snow, la editora de Harper´s Bazaar (la revista competidora de Vogue), y le dijo que estaba en la calle, sin empleo y, por lo tanto, disponible.
Horst ocupó el puesto vacante de Huene en Vogue. En esa época, había fuertes limitaciones técnicas para tomar fotografías. La exposición del film era lenta. Por eso, no siempre las sonrisas en esas imágenes son suficientemente espontáneas. Lo más seguro era fotografiar a las modelos y, sobre todo, a las grandes personalidades en actitudes de ensimismamiento. El cambio de estética y la irrupción de un estilo más dinámico se produjeron después de la Segunda Guerra Mundial con la aparición de las películas rápidas. Horst era considerado un maestro para crear atmósferas con sus decorados y realzarlos con la iluminación.
Ante el virtuosismo demostrado por Horst en pocos años, el perfeccionista Nast se mordió su orgullo y lo contrató de nuevo. En 1935, Horst pasó a trabajar para el Vogue norteamericano. Le pagaban un salario muy alto. Como la nacionalidad alemana podía traerle problemas en un mundo amenazado por el nazismo, Horst comenzó los trámites para convertirse en ciudadano de Estados Unidos. Detestaba a Hitler.
En 1936, durante un viaje de trabajo a París, Horst fue invitado a almorzar por la vizcondesa Marie-Laure de Noailles. En un momento del cóctel previo, mientras hablaba con la anfitriona, un hombre joven, sumamente atractivo, se acercó a los dos para despedirse de Marie-Laure. Se trataba del conde Luchino Visconti de Modrone. En esa época, Visconti tenía un haras y parecía interesado solamente en las carreras de caballos y de autos. Se decía que había sido amante de Chanel. Horst notó una rápida mirada de cálido interés en el aristócrata. Pero, de inmediato, si se había encendido alguna chispa, Visconti, orgulloso y altivo, lo ocultó. Siguió hablando con amabilidad. Horst se sintió seducido de inmediato y escuchó con decepción lo que el italiano le decía a Marie-Laure: Visconti tenía que irse de inmediato porque volvía a Roma esa misma tarde y debía tomar el tren dos horas después. Entonces el alemán se oyó, con sorpresa, decirle a Luchino: "Usted no va a dejar París hoy, porque mañana a la 1 va a almorzar conmigo en el bar del Crillon". Para alegría de Horst y asombro de Marie-Laure, Luchino aceptó. Al día siguiente, Visconti y Horst almorzaron juntos. El conde atrasó dos semanas su regreso a Roma y durante ese lapso el fotógrafo y el aristócrata no se separaron.
Visconti y Horst tuvieron una relación pasional que duró unos años y lentamente se convirtió en una entrañable amistad. En 1939, pocos meses después del estallido de la guerra, el italiano, que había cambiado de ideología política y se había acercado a la izquierda, le escribió una carta al alemán en la que decía: "¡Cómo me arrepiento de haber estado, por un breve momento, en mi vida, del lado de... los nazis!" En el verano de 1937, Horst se hizo amigo de Chanel y de Misia Sert, la musa de los Ballet Russes de Diaghilev. Vogue le pidió a Mademoiselle que posara para el fotógrafo. Ella aceptó, fue al estudio de la revista y se dejó retratar. Cuando Horst le mostró las pruebas, Mademoiselle le dijo que eran buenas fotos de su vestido, pero no de ella. Horst acababa de conocerla y le contestó que no podía tomarle el tipo de fotos que ella quería porque no la había tratado. Entonces Chanel lo invitó a comer en su departamento del Ritz junto con la editora de moda de Vogue, la duquesa Solange d´Ayen. Al día siguiente de la comida, Coco fue de nuevo a la revista para ser fotografiada, pero aclaró que ese retrato era para ella y que pagaría por él. Quedó encantada con esa segunda cosecha de imágenes, ordenó docenas de copias en distintas poses y le pidió a Horst la cuenta. Horst envió las copias y aclaró que se trataba de un regalo. Chanel, a modo de agradecimiento, le pidió que la invitara con Misia Sert a comer en su casa: quería saber cómo vivía un fotógrafo. La comida fue un éxito. Chanel habló todo el tiempo. Durante esa visita, Coco no dejó de observar que ese departamento estaba casi vacío. A la mañana siguiente le telefoneó a Horst para que fuera a la maison Chanel. Cuando él llegó, ella lo guió hasta la mansarda donde había un depósito lleno de muebles de su casa anterior. Era un mobiliario de lujo, con piezas signés. Chanel le dijo que eligiera las que quisiera. Era su modo de manifestar gratitud.
Una anécdota revela el refinamiento que Horst había alcanzado en el uso de la luz. Debió fotografiar a la exigente Marlene Dietrich en 1942. Ella le pidió que lo hiciera con la iluminación de von Sternberg, el director de cine que había creado la imagen de la estrella. La belleza mítica de Marlene era, en verdad, el producto de un complejo sistema de sombras, maquillaje y haces luminosos proyectados en lugares precisos. Conviene recordar que los años habían pasado y que Marlene ya no era la misma. Sin embargo, el fotógrafo supo rescatar el misterio y la fascinación de la actriz en El expreso de Shanghai. Tiempo después, ella tenía que filmar Kismet y, desde Hollywood, llamó a Horst para que les explicara a los camarógrafos cómo había colocado los focos en aquella sesión. Durante la guerra, Horst fue llamado a las filas y sirvió en el ejército norteamericano. Tuvo que pasar por el duro entrenamiento, como cualquier soldado raso, pero después se le encomendaron misiones fotográficas. Debía registrar la vida cotidiana en un campamento. Una vez más, su labor resultó excepcional y fue ascendido. Cuando terminó la contienda, Horst volvió a su trabajo habitual, pero el mundo había cambiado. Algunos de sus amigos habían sufrido enormemente, se habían arruinado o habían muerto. El marido de la duquesa d´Ayen habían muerto en un campo de concentración, y su hijo, en la Resistencia. Chanel vivía casi como una exiliada en París porque había sido la amante de un oficial alemán.
Pronto la vida cobró otra vez glamour. En 1947, Dior presentó el New Look y revolucionó la moda. Ese mismo año, Horst conoció a un diplomático británico, Valentine Lawford, que se convertiría en su amigo íntimo y en su biógrafo (escribió Horst and his World). Además, compró terrenos en Oyster Bay, cerca de Nueva York. Allí levantó la casa donde residiría hasta su muerte.
En los años 50, la producción de Horst decayó por la influencia negativa de la nueva editora de Vogue, Jessica Daves, una mujer de gusto provinciano. De ese estancamiento lo arrancó la llegada a la revista de Diane Vreeland, que habría de transformarse en pocos años en una de las más influyentes taste-makers de la segunda mitad del siglo. A Vreeland le encantaba el departamento neoyorquino de Horst en Sutton Place y le propuso que retratara a damas de sociedad, estrellas y celebridades en sus casas. Ese fue el comienzo de una serie de artículos sobre mansiones, jardines, estilos de vida, de una gran variedad.
La cámara de Horst registró los salones, las mansardas, las bibliotecas de los duques de Windsor, de Pauline y Philippe de Rothschild, de Consuelo Vanderbilt (la ex duquesa de Marlborough), de Mona Harrison William Bismarck, del marqués Emilio Pucci (ex amante de la condesa Edda Ciano, la hija de Mussolini, y diseñador), de la reina madre de Rumania, entre otros. Los años 60 y 70 marcaron un renacimiento del estilo Horst. También fue el período de las despedidas definitivas.
El 9 de septiembre de 1968, mientras el fotógrafo estaba en Venecia, Huene murió en Hollywood. En 1976, fue el turno de Visconti. Horst asistió así a la lenta desaparición de ese mundo de brillo que él, en parte, había contribuido a convertir en leyenda con sus fotografías.
En la década del 80 hizo una campaña publicitaria desbordante de ideas audaces para Calvin Klein. El atractivo sexual y la elegancia dramática de esas imágenes parecían la obra de un joven artista. Horst tenía entonces casi 80 años. Quien recorra la muestra de la National Gallery o las páginas de los libros dedicados al fotógrafo alemán tendrá ante sus ojos a los personajes míticos del siglo XX exaltados por una mirada que no perdió nunca la capacidad de maravillarse, de celebrar la belleza y rendir tributo con su creación a la sugestión de otros creadores.