Horario de protección al mayor
Primero, aclaro: no me gusta ni me cae simpático Baby Etchecopar. Hace ya varios meses, cuando todavía podíamos movernos por la ciudad libremente sin la amenaza del coronavirus pisándonos los talones, llegué a bajarme de un taxi que no quiso cambiar el dial desde el que el inefable conductor vociferaba epítetos varios y gratuitos contra una mujer. Entonces, la cosa terminó ahí: yo seguí viaje en otro auto más amable e imagino que el taxista habrá aprovechado la volada para insultarme a mí también.
Que no queden dudas: desde 2013, Etchecopar ha sido repudiado muchas veces por sus expresiones al aire y acumula veinticuatro denuncias en la Defensoría del Público. Por eso, no me gusta sentir que lo defiendo, aunque realmente no es a él. Porque no se trata de Baby Etchecopar ni de defenderlo, sino de la ridiculez de que el Estado defienda al público de lo que no debe oír. Esta semana, precisamente, la Defensora del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual, Miriam Lewin, se refirió en una entrevista radial al caso: "es anacrónico, apuntamos a que no sea escuchado en la sociedad. Por eso hablamos de cambio cultural".
"Es una persona que promueve la discriminación, estereotipos, emite discursos que son peligrosos y más en este contexto –siguió la funcionaria–. No estamos tratando de silenciar a alguien que piensa distinto, sino de evitar este tipo de discursos, que sean considerados anacrónicos, que se note que atrasan. Tenemos que desarrollar audiencias críticas y activas".
Pero, para que se note que un discurso atrasa, ¿no es necesario primero que sea considerado por el público para que sea éste el que pueda discernir? No se trata sólo de silenciar, sino de moldearnos como audiencia, de decirnos paternalmente qué es lo que nos conviene consumir, como si viviéramos en un eterno horario de protección al menor. La idea de que un organismo tenga el poder de regular la palabra es peligrosa: hoy puede limitar la de alguien que no me gusta o no me cae simpático, pero, ¿y si mañana pretendiera usar ese mismo poder para acallar otras voces?
Hace más de doscientos años John Stuart Mill respondió con claridad a esas preguntas: "Impedir la libertad de expresión es cometer un robo a toda la humanidad, a la posteridad y a la generación actual; a los que disienten con esa opinión más que a los que acuerdan con ella. Si la opinión es verdadera, se les priva de cambiar error por verdad; si es falsa, pierden la claridad de la percepción producida por su colisión con el error."
Es un momento particular del mundo. En plena era de la cultura de la cancelación, intelectuales como Martin Amis, Margaret Atwood y Noam Chomsky acaban de firmar una carta abierta en la revista Harper’s en la que señalan: "El modo de derrotar a las malas ideas es mediante la exposición, la discusión y la persuasión, no tratando de silenciar o esperando que desaparezcan. [...] Necesitamos preservar la posibilidad de la buena fe en el desacuerdo".
Es cierto, la libertad de expresión tiene límites. Lo dijo muy bien la canciller alemana Angela Merkel en un encendido discurso hace sólo unos meses: "La libertad de expresión tiene sus límites, y esos límites comienzan cuando se propaga el odio. Comienzan cuando se viola la dignidad de otras personas. [...] Si das tu opinión, tenés que convivir con el hecho de que te van a contradecir [...]. La libertad de expresión está garantizada, pero no sin costos". Quizá esa hubiera sido también la mejor respuesta contra el discurso de odio de Baby Etchecopar.
Una que no pusiera en duda nuestro derecho a elegir a quiénes escuchamos en momentos en que la libertad, incluida la de expresión, parece cada vez más amenazada. No se trata de defender a nadie y mucho menos a quienes promueven discursos de odio, se trata, en todo caso de defender, ante todo, esa libertad. Aunque más no sea para preservar la posibilidad de la buena fe en el desacuerdo.
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