Homenaje al "artista de mitad del río"
El último jueves amaneció radiante. El poco tránsito por la Avenida del Libertador y el sonido de algunos tímidos pájaros envalentonaron mi traslado matutino hacia la localidad de Tigre. Pero claro, no fue sino al llegar a "Bengala" que mi estado anímico cobró verdadera excitación. "Bengala" es la casa (refugio y atelier) del fallecido artista Carlos Páez Vilaró. Me recibieron Alicia von der Wettern y Laura Palermo de Personally PR, una sonriente Diana Saiegh, asesora cultural del Municipio de Tigre, Florencia Loiacono, directora de Bengala, y el arquitecto Gustavo Pora.
Mientras explicaban el motivo que nos reunía, yo desviaba los ojos hacia los tantos cuadros que había alrededor, coloridos y exuberantes como pocos. Llamó especialmente mi atención el hecho de que sus últimos trabajos tuvieran fondo blanco. Rápidamente Diana reveló: "Es interesante porque, en general, así lo hacen los nuevos artistas. Es como un volver a empezar en su obra".
Quizás eso explique el título de la muestra que se trae entre manos el Museo de Arte Tigre: "Sin fin". Se inaugurará el 1° de noviembre y repasará no sólo la obra si no también la vida del "artista de mitad del río", como él mismo solía autoproclamarse.
No tardó en llegar el intendente de la localidad de Tigre, Julio Zamora, para conocer los detalles de la exposición. Entonces me encontré en la antesala íntima de lo que será más que una muestra, un homenaje. Y comenzó el recorrido por el mundo Páez Vilaró, que la muestra en cuestión intentará replicar en los salones de la mansión ítalofrancesa:
Bengala -que simula su querida Casapueblo- es una construcción emblemática del Delta, pero que permanece cerrada al público. Seguramente por ello guarde aún ese halo tan personal e irrepetible. Sus objetos se posan como eternizados: una escalera recuperada de una iglesia, un mástil de barco incrustado en la pared, un bar construido con un levantaganado traído de La Trochita, artefactos de luz integrados a las paredes y hasta una alfombra de colores como recién puesta. Sólo faltaba un pincel húmedo para completar la viva sensación de intimidad.
Un jardincito, al costado, es tupido y encantador: mezcla cañas desprolijas con todo tipo de hojas verdes y muebles blancos de azulejos celestes. Al fondo asoma otra construcción, totalmente diferente, de estilo Hemingway, en madera amarilla, techo verde oscuro y pisos crujientes. Resulta que ahí encontramos otro cargamento de cuadros y esculturas prolijamente exhibidos, recortes de diarios de los momentos importantes de la vida del artista y hasta un antiguo aljibe. Y alrededor: palmeras plantadas de su puño y una araucaria que a su vez está cubierta por enredaderas silvestres y enfrentada a un pequeño altar.
Tenía razón Johann W. Goethe cuando dijo que "para conocer a la gente, hay que ir a su casa". Bengala enseña a un Páez Vilaró exuberante, detallista, curioso, alegre. Explica cómo pasó de pintar un mural de cien metros en la sede de la OEA a tocar el tambor en la comparsa de Montevideo cuatro días antes de morir. Lo muestra inabarcable. O mejor: sin fin.
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