La memoria es una gran traidora. Tergiversa los hechos, distorsiona detalles. Nos convence de haber sido testigos de obras maestras que no fueron tales. V: invasión extraterrestre lo fue, pero no justamente por sus efectos espaciales. Vista a 36 años de la emisión de su primer episodio, la serie de Kenneth Johnson parece muy clase B: por los chispazos provocados por los rayos láser, por las maquetas de las naves o cada vez que la villana –la sexy, inteligente y fatal Diana– abría la boca para comerse un ratón como snack.
Aun así, perdura en la memoria colectiva como serie de culto por sus referencias al avance del nazismo, así como por su plantel ecléctico de personajes: además de Diana, los miembros de la resistencia como el camarógrafo Donovan, la bióloga molecular Julie y Willie (un jovencísimo Robert Englund). Pero quien tenía la mejor historia era Elizabeth, única descendiente exitosa entre una humana y un alienígena: no solo porque ostentaba toda clase de poderes, sino porque la starchild o niña de las estrellas –como le decían– cautivaba en la ficción tanto como un caso remotamente similar que llamó la atención fuera de las pantallas.
Ocurrió el lunes 8 de junio de 1964 a las dos de la madrugada. Luego de un parto extenuante, nació por cesárea una niña llamada Elena Andrianovna Nikolaeva-Tereshkova. Fue recibida con júbilo por los habitantes de la Unión Soviética. Los más insólitos rumores le precedieron. Se decía que era sorda y tonta o que había nacido ciega, con seis dedos o tres manos. El morbo de la gente y una excepcional característica de la niña alimentaban las sospechas: Elena era la primera "bebé espacial" de la historia, la primera humana concebida por dos personas que habían viajado al espacio.
Por entonces, nadie sabía cuáles eran los efectos fisiológicos de salir del planeta. Todos los cachorros de perros enviados a órbita por los soviéticos sufrían patologías graves o habían muerto al nacer. Se creía que, sin la protección del campo magnético de la Tierra, los viajeros espaciales eran bañados por partículas energéticas que causaban daño genético.
Por eso, cuando Valentina Tereshkova anunció que estaba embarazada, hubo festejos y también preocupaciones. En junio de 1963, esta joven obrera se había convertido en la primera mujer en desafiar lo desconocido al orbitar la Tierra 48 veces durante tres días. El Chicago Tribune la llamó la "rubia rusa en el espacio", a pesar de que no era rubia.
Se dijo que abusaba del perfume Red Moscow, y fue comparada con Ingrid Bergman. Las mujeres imitaban el peinado y la forma de vestir de la cosmonauta de 26 años. Su rostro inundaba postales, carteles, cuentos infantiles, juguetes y camisetas.
Mamá quería que viviera una vida normal, así que me escondió. ¿Ven? Estoy viva y nunca he sido un monstruo.
Meses después de su hazaña, el 3 de noviembre de 1963, se casaba en Moscú con su compañero cosmonauta Andriyan Nikolayev, el tercer humano en viajar al espacio. Los comentarios maliciosos también rodearon la primera "boda espacial". Uno de ellos decía que el líder soviético Nikita Khrushchev había obligado a ambos cosmonautas a casarse para que los científicos estudiaran los efectos de los viajes espaciales en la reproducción humana.
"Daba lástima mirar a Valentina y Andriyan después de que recibieron la orden de tener un hijo", contó en 1997 Vitali Volóvich, médico de Yuri Gagarin, en el diario Komsomólskaya Pravda. "El experimento era inhumano. En esos tiempos se comenzaba a pensar en colonias espaciales".
La imagen de Elena, la "hija de las estrellas", se veía en toda la Unión Soviética. Fue, por ejemplo, la cara de una barra de chocolate llamada Alyonka, que aún se produce. Pero, de un momento a otro, desapareció. No se supo más nada de ella. Hasta los 5 años –según Volóvich– vivió bajo el constante control de los médicos, mientras su "familia espacial" se desmoronaba.
Elena ni siquiera apareció públicamente cuando sus padres se divorciaron en 1982. Hasta que un día, cuando tenía 43 años, se volvió a saber de ella. Ahora, cada tanto se la ve: es médica, trabaja en el servicio de salud de la aerolínea Aeroflot, vive cerca de la Ciudad de las Estrellas –el centro aeroespacial ruso– y no pasa un día sin hablar con su madre Valentina, de 82 años.
"Mamá quería que viviera una vida normal, así que me escondió", reveló. "¿Ven? Estoy viva y nunca he sido un monstruo".
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