Historias noveladas: "Si la Nación pusiese un tren..."
Así comenzaba el párrafo de la carta que el ministro de Obras Públicas, Emilio Civit, leía en su despacho de Buenos Aires. Al pie del escritorio de nogal, un cajón de fruta exhalaba el aroma dulzón del durazno. Serían diez o doce kilos de duraznos aterciopelados, del color del atardecer serrano. Y de allí venían, de las cumbres que mantenían en sombras a los pobladores del otro lado de la sierra cordobesa. Junto con los duraznos y la carta había llegado, al parecer, un cura que lo aguardaba desde hacía rato, apoltronado en un sillón del vestíbulo oficial.
El ministro repasaba el contenido de aquella misiva, memorizando algunas líneas y formándose un argumento, cuando la puerta se abrió y su secretario le dijo, disculpándose con la mirada:
-Señor, el Padre Brochero dice que cuánto más deberá esperar.
-Adelante – invitó Civit, resignado.
Y un hombre de sotana desgastada, sombrero aludo y botas polvorientas, cruzó el umbral con el desparpajo del que acostumbra a lidiar con los obstáculos.
- Buenas, señor ministro. Perdóneme la intrusión, pero quería ver si había tenido tiempo de probar estos duraznos, que vienen del oeste de la Sierra Grande. ¿Vio qué lindos? Allá la tierra es fértil, señor ministro, lástima que no le rinde a la gente; los productos mueren de pueblo en pueblo, sin vías de tren para sacarlos. Es una pena, porque le había juntado mil duraznos, señor, pero tuve que mandarlos hasta Soto en mula, y de ahí luego vendrían en tren, cuando yo me apersonara en la estación. Ya ve, quedaron sólo estos, los demás se echaron a perder, de tanto aguantar el viaje.
Ante semejante parrafada, el ministro sintió una punzada de remordimiento. Ahora recordaba haber sabido del cura de San Alberto, que bregaba por el trazado de cien kilómetros de rieles desde Soto a Villa Dolores.
Los ojos de Emilio Civit se desviaron hacia el final de la frase de la carta con la que el cura había anticipado su visita:
"Si la Nación le pusiese a esta zona un tren, diariamente le darían a ella tanta carga que el tren no alcanzaría."
Aquel hombre de fe que había cruzado las cumbres para reforzar el pedido con su presencia, lo estaba escudriñando con ojillos algo nublados, aunque desbordantes de picardía. Le pedía un favor, pero a la vez había en su gesto una advertencia. Si las autoridades desoían el ruego que constituía su mayor sueño, el cura Brochero rompería lanzas con el roquismo y quién sabe hacia dónde dirigiría sus simpatías.
Emilio Civit suspiró de nuevo, entendiendo que aquel proyecto era mínimo, comparado con todo lo que él planeaba construir para atravesar el país de cabo a rabo con rieles y máquinas.
-Siéntese, Padre, por favor. Hablemos y degustemos sus duraznos, para que tampoco éstos se echen a perder.
Brochero esbozó una sonrisa que acentuó la tosquedad de sus rasgos y se arremangó un poco la sotana para acomodarse en el sillón, enfrente del ministro. Aunque fuera a costa de ir y venir con frutas y verduras de regalo, cumpliría aquel sueño que lo desvelaba, para que las sombras de las montañas se disipasen y sus pobres del otro lado se tornasen visibles. Él no quería morir sin ver construido el ferrocarril de Soto a Dolores.
¡Que Dios le concediese ese don!
Nota de la autora: éste fue uno de los sueños incumplidos de José Gabriel del Rosario Brochero, nuestro cura gaucho, hoy santificado por el Papa Francisco I. Logró, en aquel entonces, la promulgación de la Ley 4872 que prevé las contrataciones necesarias, pero la obra no se realizó. Ni siquiera cuando tiempo después visitó a Hipólito Yrigoyen en Córdoba, con el mismo pedido, pudo ver construido el ramal que uniría las localidades de Traslasierra que él juzgaba necesarias para el progreso en la zona.
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