Jueves 2 de marzo de 2006. El otoño aún no llegó, pero una brisa gélida recorre las paredes infinitas del Museo. El imponente palacio de estilo neoclásico levantado en el corazón del bosque de La Plata parece hacer caso omiso del calor que pueda haber afuera. Fernando Pepe mira el reloj. Lleva ya varias horas en la biblioteca con sus dos compañeros. No pueden apartar los ojos de aquellas páginas…
Número 1334: Indio patagón, sacado por el señor Hauthal de un antiguo chenque, situado en la orilla oriental del río Fénix, en mayo de 1902. El cadáver estaba cubierto de piedras, que por su peso han destruido la cabeza. Las piedras de la tumba formaban un rectángulo poco elevado, cuyo borde se componía de piedras grandes, mientras que las del medio eran más chicas.
Número 1836: Indio tehuelche, cacique Sapo. Fallecido en la colonia de Rawson, Chubut. Los esqueletos del cacique Sapo y de su mujer fueron exhumados por el señor Francisco P. Moreno personalmente, durante su permanencia en la desembocadura del Río Chubut, a fines del año 1876…
Es el catálogo escrito en 1910 por Lehmann Nitsche, exjefe de la Sección Antropológica del museo, un inventario de 129 páginas que detalla los miles de huesos desperdigados en cajas por todo el edificio. La mayoría, sin dueño. Algunos admiten una breve historia. Solo unos pocos se corresponden a un cuerpo con nombre.
Fernando, que para entonces era un estudiante de Antropología a punto de recibirse, llevaba años pasando frente a las vitrinas llenas de esqueletos sin que llamaran su atención. Sin embargo, el detalle con el que aquel listado describía los cráneos, las mandíbulas y hasta los fetos extraídos del vientre de sus madres parecía haberle congelado la mirada.
En el Museo de Ciencias Naturales de La Plata hay más de 2000 restos humanos. La mayoría pertenecen a indígenas que fueron trasladados por el Perito Moreno, y algunos hasta llegaron a vivir allí a fines del siglo XIX.
El Museo de La Plata fue creado por decreto provincial el 19 de septiembre de 1884, en una ciudad fundada tan solo dos años antes. Tal vez ese carácter precursor fue el que sedujo al explorador Francisco Pascasio Moreno a construirlo allí.Al parecer, Moreno estaba obsesionado por hacerle sombra al alemán Hermann Burmeistery su enorme colección de ciencias naturales que hoy sigue exhibiéndose en el museo de Parque Centenario. Y no tardará en cumplir su objetivo, cuando en plena campaña militar sobre la Patagonia es designado como perito al frente de la Oficina de Exploraciones Nacionales, un eufemismo con el que se bautizó el relevamiento topográfico para la delimitación de las fronteras de nuestro país. Es así como Moreno, que había encarado su primer viaje al sur con solo 22 años, completará unas cinco expediciones patagónicas, de las que dejará rastro en sus diarios.
"Nunca he podido comprender cómo una nación viril, que se dice dueña de extensísimas zonas, desde el trópico hasta el polo antártico, no se empeña en estudiarlas, para utilizarlas, que es lo que justifica su dominio sobre ellas", escribe como testimonio de estas exploraciones, que pronto encuentran su oscuro correlato en el tráfico de objetos y esqueletos saqueados por el Ejército a las comunidades arrasadas y que, bajo el paraguas de la ciencia, fueron acumulándose en los depósitos y en los pasillos del palacio del perito.
Fernando recuerda entonces lo que le había advertido el científico Héctor Pucciarelli, a cargo del departamento de Antropología Física, cuando autorizó el avance de la investigación sobre los restos: "Mirá que es un tema tabú".
En efecto, hasta ese momento, el único reclamo de las organizaciones indígenas que había encontrado eco había sido el de la Comunidad Mapuche por la restitución de los restos del cacique Inacayal. La recuperación se concretó en 1994 por voluntad del senador radical Hipólito Solari Yrigoyen. No obstante, entre los argumentos planteados en el proyecto debatido en el Congreso, se hizo referencia a la colaboración que había prestado el antiguo líder a las expediciones en sus tierras. Nada se dijo de la obligación del Estado frente a lo que constituía una reparación histórica.
En total, el inventario elaborado por el antropólogo contratado por Moreno describe 5581 piezas. Las anotaciones de Lehmann Nitsche van desde "lotes de cervicales" hasta un "feto disecado".
De pronto, Fernando se detiene en un número. El 1867. La descripción dice así: Indio yamaná. "Maish Kensis". Tierra del Fuego. Fallecido en el museo en septiembre de 1894…
Por un instante, piensa y contiene la respiración. Aquel catálogo confirmaba lo que tantas veces había escuchado, que acaso explicaba el mandato de silencio que parecía reinar en aquel edificio. No solo habían traído huesos. Algunas de esas personas habían vivido allí.
"Este edificio no tiene nada que envidiarles a los grandes museos del mundo que nacieron en el siglo XIX. Es una estructura arquitectónica que alude a lo que hoy se llama «catedrales de la ciencia». Imponentes, vos entrás y esas columnas te aplastan", explica Silvia Ametrano, con paciencia pedagógica, en una pequeña habitación colmada de cajas llenas de lo que uno llamaría piedras y que Silvia denomina con corrección epistemológica rocas y minerales. Porque, ante todo, Silvia es geóloga, aunque muchos la recuerdan porque fue durante su gestión al frente del Museo de La Plata cuando se motorizaron las restituciones de los restos humanos a sus comunidades de origen.
–No hay que perder de vista que estamos mirando el tema con el paradigma ético, cultural y científico del siglo XXI. Pero este museo nació en el 1800 bajo otra condición de pensamiento, en la que se creía que esos seres eran evolutivamente anteriores.Eso hizo que todo cementerio indígena fuera codiciado por la ciencia, porque bajo este pensamiento, los restos son claves para entender la evolución. Claro, este museo tuvo una particularidad…
–Personas de esos pueblos originarios viviendo aquí.
–Sí, y el porqué de que estuvieran acá es uno de los ejes de revisión histórica. Si uno ve los registros internos, el preconcepto de que eran seres inferiores estaba instalado… Se sabe que murieron en fechas muy próximas y que les realizaron prácticas terribles. Les quitaron el cuero cabelludo y en algunos casos el cerebro, les hacían una máscara mortuoria con yeso y a veces cubrían el cuerpo en cal viva…
El preconcepto de que los indígenas eran seres inferiores estaba instalado. Se sabe que murieron en fechas muy próximas y que les realizaron prácticas terribles.
–¿Y cuáles han sido los fundamentos del reclamo que el museo viene recibiendo por parte de las comunidades?
–Que los cuerpos deben volver a la tierra que pertenecieron, con mucho énfasis en esta sacralización de la tierra. Pero, además, acá tenemos otra particularidad. En el museo hay restos de caciques y esto le da un mayor simbolismo, porque también significa una mayor recuperación simbólica. A comienzos del 1900, la Nación estaba imbuida de conquistar territorio y, por más sanguinario que nos parezca, tener los restos del "enemigo" asume otra connotación. Ahora fíjate que cuando nosotros los sacamos de exhibición, los visitantes se quejaban...
–¿Por qué?
–Porque no hay que perder de vista que, además, bajo esta ideología, la sociedad fue educada asumiendo que en los museos hay restos humanos. Es como si los museos cultivaron algo que yo definiría como…
–¿Cómo?
–Y como una suerte de necrofilia.
Hasta el día de hoy no se sabe a ciencia cierta cuántas personas de los pueblos originarios vivieron en el museo bajo las órdenes de Moreno. Se calcula que fueron entre 12 y 20. El caso más conocido fue el del cacique Inacayal.
Aunque muchos libros afirman que era tehuelche, Moreno lo definió como huilliche. Ambos se conocieron en 1879, durante una expedición del perito en el Nahuel Huapi. De acuerdo con los registros históricos, cinco años más tarde, las tribus de Inacayal y Foyel, compuestas por 180 personas, se presentaron en Fortín Villegas para dar testimonio de sus sentimientos pacíficos hacia el gobierno nacional. Sin embargo, el Ejército los tomó prisioneros y los envió a Buenos Aires.
Allí, fueron separados de sus hijos e Inacayal fue encerrado durante año y medio, hasta que Moreno hizo su gestión para llevárselo al Museo de La Plata.
El 19 de abril de 1994 sus restos fueron trasladados a Esquel en un avión de la Fuerza Aérea. Sin embargo, el proceso de recuperación y restitución de los cuerpos en el museo recién asumió un carácter institucional hacia el 2006, tras la gestión del Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social (Guías), que Fernando Pepe conformó inicialmente con Patricio Harrison y Miguel Suárez Añón, y la respuesta dada por la Dirección del museo, por ese entonces en manos de Silvia Ametrano. Como primer paso, se decidió retirar de exhibición los restos y mejorar sus condiciones de preservación.
Cinco años antes, en 2001, la Ley 25517, aplicable en todo el país, ponía a disposición "los restos mortales de aborígenes" a todo pueblo que los reclamara, como así también introdujo la obligación de contar con el consentimiento de las comunidades antes de "todo emprendimiento científico en su patrimonio histórico y cultural". La norma, sin embargo, tuvo que esperar nueve años para ser reglamentada. No obstante, tras su implementación, se han formalizado unas 11 restituciones a diversas comunidades dentro del país y a la Federación Aché de Paraguay.
En 2013, en medio de estas transformaciones, la institución realizó una encuesta para conocer la opinión de los asistentes frente a las nuevas políticas de exhibición. El 30,5% de las personas consultadas manifestó estar en desacuerdo. Las explicaciones variaron. "Pero, por favor, ¿para qué está el museo entonces? La gente cómo va a saber la historia si no nos muestran, como si uno fuera adivino del pasado", fue uno de los comentarios. Según expone el documento final, cuando les consultaron a quienes estaban a favor, las respuestas fueron igual de inquietantes: "Cuando una persona muere, se debe quedar ahí, quietecito".
Desde 2006, los esqueletos de los indigenas dejaron de exhibirse en las vitrinas del Museo de La Plata y un equipo de antropólogos busca restituirlos a sus respectivas comunidades.
Fernando se asoma sobre la vitrina de cristal. Intenta ver el número que esconde el ramillete de costillas expuesto sin nombre en la antigua sala de exhibición de Antropología Biológica. Aunque borroso, llega a leer. Es el 1867.
Unos días antes, una antropóloga que trabajaba en el museo, enterada de lo que venía haciendo el grupo, les había aconsejado que buscaran en los archivos del diario La Capital. Allí encontraron un artículo publicado el martes 27 de septiembre de 1887 que, bajo el título "Denuncia gravísima", informa: Dícese que desde cuatro días a esta parte han muerto en el museo tres indios de las dos familias que allí viven por cuenta del gobierno […]. El caique Inacayal, el mismo que salvó la vida del señor Moreno en un pasaje de sus expediciones al Sur y que lo refiere en su obra "Viajé a la Patagonia", ha muerto ayer. El cadáver de este ser humano, a la hora que escribimos, lo están descuartizando en el mismo museo. ¿De qué ha muerto? ¿Qué médico certifica la defunción? ¿Y la municipalidad ha autorizado su inhumación aérea? […]. Agregamos también que hay varios otros indios amenazados de una muerte próxima. Solo dos indiecitos, Arturo y Maish Kensis –uno de los cuales nos dio el primer hilo de esta madeja– son quizás los únicos que por hoy no corren peligro.
Fernando vuelve a ver el esqueleto en la vitrina. ¿Cómo habrá llegado ahí? ¿Cómo murió y qué pasó con Maish Kensis?
La imagen tiene ambición onírica. Las columnas romanas se abren paso en medio del parque, custodiadas por dos enormes esmilodontes que miran de frente. Unos vendedores de gaseosa le aportan un eclecticismo terrenal a la escena. El hall del museo se planta al final de la escalinata como una espiral infinita. Entre sus columnas nacen algunos pasillos, que pronto se vuelven angostos y oscuros, tejiendo un recorrido que parece hexagonal. A ambos costados, se acumulan cajoneras y muebles antiguos que dejan ver todo tipo de objetos, desde piedras preciosas hasta peces en frascos. A medida que uno avanza, el frío se condensa. También el olor a formol.
Se presume que en estos corredores vivieron los prisioneros de Moreno. Los diarios y los registros hablan de un sótano, y es que el ambiente lúgubre hace pensar que se trata de algún subsuelo. Pero no. Las pequeñas ventanas que asoman en los ambientes que dan al pasillo dejan ver el bosque. Hoy en este lugar funcionan las oficinas y los talleres del museo.
Mariano Del Papa, metro noventa, tatuajes en los brazos, remera de los Ramones, es doctor en Ciencias Naturales y actualmente está a cargo del departamento de Colecciones de la División de Antropología.
–Antes, este era el lugar donde se armaban las vitrinas y se preparaban los esqueletos –explica titubeante.
–¿Y en qué consistió el proceso de recuperación que arranca en 2006?
–Para empezar, las áreas de almacenaje no estaban en condiciones. Había roedores, insectos… Los contenedores donde estaban los esqueletos eran de madera, que acumula humedad. Sacamos todo lo que tuviera que ver con materia orgánica: papel, madera, hilos, cartón, porque facilita la entrada de fauna…
–¿Fauna?
–Sí, microorganismos que terminan destruyendo los restos… Mirá atrás tuyo –Mariano se acerca y toma unas formas óseas apoyadas en una mesa–: ¿ves? Son materiales que sigo encontrando y que estamos recomponiendo. ¿Cuántas personas creés que hay representadas en esta muestra?
–Lo miro con incredulidad.
–Es fácil, tres… Bueno, hace 25 años que veo cráneos. Mirá, son dos mandíbulas de distinto tamaño y a esta otra le faltan los dientes. Y ¿ves acá, el desgaste de los molares? Claramente pertenecía a un cazador recolector y las harinas que comía eran abrasivas. Lo bueno es que no tenían caries…
–¿Estos huesos te dan esa información?
–Exacto. Por ejemplo, hay un investigador que, a partir de las muestras de sarro, estudia la ecología, y obtiene perfiles genéticos a través de esos restos de alimento. Son cosas que nos permiten saber un poco más de la vida de estas personas. Vos fijate, afirman que acá había 10.000 restos humanos, pero, por ejemplo, el catálogo me dice que esta es la muestra 7353 y, en realidad, como podés ver, corresponde a tres piezas, con lo cual es difícil tener una certeza.
–¿No se sabe cuántos restos hay?
–Calculamos que son restos de unos 2300 individuos, pero nunca vamos a saber el número exacto.
Fernando mira la foto. El plano se recorta en la cintura, sobre un fondo blanco. El chico está mirando a cámara. Los ojos asoman como dos pequeñísimas salpicaduras sobre una nariz ancha. Hasta ahora han podido determinar que esa imagen es de Maish Kensis, como así también que el pequeño pertenecía a los yaganes, un pueblo que vivía en Tierra del Fuego. No hay un dato preciso de cuántos años tenía cuando murió en el museo. Algunos dicen 22, otros 30. Se sabe que fue hacia 1894, a causa de una afección pulmonar. Así lo registra Herman ten Kate, un antropólogo holandés especializado en craneología, convocado por Moreno tras sus estudios en Berlín y en el Museo Etnográfico de París.
Esto tiene un valor testimonial: son las pruebas materiales de un genocidio.
Kate escribe un diario en 1903, donde registra la vida de cuatro de los prisioneros. Particularmente se detiene en Maish Kensis, a quien conoció personalmente. Escribe Kate en francés: Al servicio del museo, cumplió diversas funciones. En la familia del señor Moreno, cuidaba a los niños, que lo apreciaban mucho […]. En el museo, se dedicó mucho al trabajo y no mostró renuencia para trabajar con los esqueletos humanos.
Bajo la mirada del enviado europeo, fue quien más "supo aceptar la civilización". Y unas líneas más abajo explica: Fiel de la instrucción religiosa que había recibido en la misión de Ushuaia, conservó la creencia en Dios y distinguió el bien del mal según la moral cristiana […]. Este indio es de buen carácter, tímido y obediente […]. Incluso era coqueto, se perfumaba y estaba muy orgulloso de conocer las calles de La Plata con un abrigo negro que el señor Moreno le había regalado.
–Encontrar todo esto fue como un trabajo de arqueología dentro del mismo museo –sostiene Fernando con voracidad verborrágica–. Además, lo que estudiamos nosotros es el relato oral que se construyó entre los antropólogos, no en los pueblos originarios.
–¿Y qué condensa ese relato?
–Y, vos fijate, en la tradición oral llegamos a encontrar que se decía que Maish Kensis era "un no-docente que donó su cuerpo a la ciencia", cuando en realidad fue un prisionero que vivió y tuvo que trabajar en el museo.
El cuerpo de Maish Kensis fue retirado de exhibición en agosto de 2006. Como parte del trabajo realizado por el Grupo Guías, además se han logrado identificar dentro del museo unos 35 cuerpos.
–Ojo, nosotros no somos oscurantistas, no estamos en contra del estudio. Solo planteamos que se debe contar con el consentimiento de las comunidades. Pero no se trata de desconocer que esto tiene un valor testimonial...
–¿Cuál es?
–Son las pruebas materiales de un genocidio.
Temas
Más leídas de Lifestyle
El monumento a la coima y la torre gemela jamás construida. Secretos y leyendas del MOP, el edificio que el gobierno evalúa demoler
Salud bucal. Este es el mejor momento del día para cepillarse los dientes, según la odontología
Hablan los expertos. Cómo firman las personas exitosas, según la grafología