Historias laborales de lazos cercanos
Se llamaba Pabla, dice Horacio, y era la mujer más amorosa del mundo. Para mí, Sebastiana fue como una segunda madre, dice Matías. Me acuerdo de respetar a Herme como si fuera la máxima autoridad de la casa, cuenta María. Para este cronista, fue Trifina la mujer que lo acompañó en la infancia. La escuchaba caminar por la casa a paso lento, dejaba la puerta de servicio abierta cuando bajaba a conversar con su novio, cocinaba chipá wazú una vez por semana y le enseñaba insultos en guaraní.
Muchos son los que tienen historias que contar como las que inspiraron a Alfonso Cuarón a escribir y filmar Roma, la joya conmovedora de Netflix. Todas esas historias, no importe quién las cuente, están atravesadas por un extrañamiento que se vuelve cotidiano. Muchos incluso tienen pudor de aceptar que alguien ordena o limpia por ellos, o miedo de contarlo sin saber qué nombre darle. Quién es esa figura que forma parte de las familias sin serlo, que muchas veces guardan secretos que nadie más sabe o se preocupan más por los hijos que los propios padres. Quiénes son esas personas –67 millones alrededor del mundo– que sin saberlo desnudan la carencia evidente de la clase privilegiada: que el tiempo se usa antes para lo de afuera que para lo de adentro.
Para Andrés, fue Johana, que se fue a sus 18, y diez años después, volvió a trabajar con su madre, cuando él ya había dejado la casa. Para Julieta, Rosa, una mujer huraña y misteriosa. Los nombres son infinitos y las historias, más. Una de ellas es la de Silvia y Gilda.
Se conocen desde 2011, cuando Gilda llegó a la casa de la madre de Silvia para cuidarla. Desde entonces, el vínculo creció y cambió. Hoy, dicen las dos, son amigas. "Me llevaba muy bien con la madre. Ella era la mimosa mía: todo el tiempo lo que ella quería yo lo hacía. Capaz que decía: se me cayó una aguja, y ella la podía juntar, pero me lo pedía a mí y yo lo hacía feliz aunque supiera que era innecesario", cuenta Gilda, que tiene 62 años y empezó a trabajar en casas desde 2003, tras la muerte de su marido.
"Mamá siempre decía: esta empleada tal cosa, esta otra tal otra... Y con Gilda nunca jamás se quejó. Pasó a ser ya no su personal de servicio, sino su asistente. Ella no solamente la cuidaba, sino que la llevaba a los médicos, le manejaba los remedios, sabía todo lo de la casa, hasta las cuentas que había que pagar. Pasó a ser imprescindible", dice Silvia.
Su distinción sobre cómo llamarla no es menor. Necesita enunciar con una palabra el estatus que tiene Gilda en su vida. Para otros ese título en más confuso de dar: la que limpia, la chica que trabaja en casa, la que ayuda. Todas formas del decir que disimulan el vínculo laboral: alguien que ayuda no pareciera ser alguien que merece una obra social o una indemnización, por caso. Quienes usan estos eufemismos probablemente lo hagan de buena fe, intentando desestigmatizar o demostrando respeto, pero el resultado es lo contrario, la consolidación del tabú.
No es la primera vez que Silvia tiene una empleada doméstica, pero nunca antes había llegado a este nivel de confianza. "Yo fui empleada toda mi vida y me gustaba tener una buena relación con mis jefes; cuando te tratan mal, no funciona. Entonces ,siempre traté muy bien. Ahora, ¿ponerme a charlar? No sucedía porque yo llegaba de la oficina, estaban los chicos, me decían esto, lo otro y a la cama. Yo fui una laburante toda la vida. No es que yo soy patrona, yo soy una simple empleada y no me paro en ningún pedestal. Pero nunca antes tuve la relación que tengo con ella", cuenta.
Gilda asiente. Cada tanto se ríe y le agradece las palabras. No queda ahí. Algunas veces por semana incluso duermen juntas. Es que cuando están las dos en la casa de Capital y Gilda necesita quedarse porque al día siguiente trabaja temprano en algún lugar cerca, se queda con Silvia y comparten la cama matrimonial de ella. "Es que hay una sola cama en la casa. Al principio, me costaba. ¿Cómo te puedo explicar? Es que en la cabeza tenía la idea de la empleada y la patrona. Me parecía una falta de respeto compartir la cama con una persona que me emplea, y después me acostumbré. Es más por una cuestión pragmática y porque nos sentimos tan cómodas que ya no tenemos problema", cuenta Gilda.
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Para esta nota, fue imposible conseguir un hombre que trabaje como empleado doméstico. Los hay, pero representan un número insignificante. Es el ejército de "las que ayudan". La cifra vuelve a aparecer: en el mundo, el 80% del trabajo doméstico lo hacen mujeres.
Dina es de Ibicuí, Paraguay, y tiene 53 años. Empezó a trabajar con Beatriz en 1986. Tenía por entonces 21 años. Primero llegó su marido a la Argentina, que vino por un tiempo y se quedó porque consiguió trabajo. Le mandó el pasaje a Dina y ella también se sumó. "La idea no era quedarse acá, pero así fue porque empecé a trabajar con la señora. Y al tiempo traje a mi hija también".
Desde entonces, vive en Isidro Casanova y trabaja con Beatriz. "Yo venía del campo, no entendía nada de lo que pasaba en la ciudad. Me tuvo mucha paciencia ella y me fue formando", dice. En su vida, lleva más tiempo trabajado con ella que no. Juntas vivieron cambios importantes. El país tuvo superinflación, renunció Alfonsín, asumió Menem, pasó el 2001, los Kirchner, Macri. Beatriz tuvo un accidente en el que se quebró la cadera, la hija de Dina tuvo que adaptarse a ir a la escuela en un país desconocido, pero siguió hasta la facultad y hoy es abogada; el hijo de Beatriz tenía apenas 16 años y hoy tiene 48 y vive en Bariloche. Las dos son abuelas. Las dos hablan de sus nietos y saben las edades y se felicitan por los cumpleaños de la familia.
"Ella era una muchacha muy jovencita cuando la conocí. Al principio estuvo con cama unos años. Después trajo a su hija de Paraguay y ahí ya no", recuerda Beatriz. "Hoy estamos las dos grandes. A veces tenemos conversaciones sobre la vida. Tenemos un código, que no es explícito pero está. Yo a ella la quiero, pero más que la quiero la respeto, que no es lo mismo. Ella es una gran luchadora", dice. Dina la escucha y responde: "Yo no me imagino la vida sin trabajar con ella. No sé cómo sería no venir acá. Son muchos años juntas. A veces, incluso, estoy de vacaciones e igual vengo a verla".
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¿Es un privilegio de clase tener empleada doméstica? Y si lo es, ¿es igual hoy que hace cincuenta años, tiempo en que está ambientada Roma? ¿Qué pasa que la película conmueve tanto? Lo primero: el lugar de la mujer. Es un homenaje de Cuarón que todos, al mirarla, sienten estar rindiendo a las propias mujeres importantes de sus vidas. ¿Pero es solo eso? Los ritmos, el piso siendo trapeado, los mandados, el idioma indígena en una casa ganada por la colonia… ¿No es así como creció una generación? Viendo que la realidad puede ser tierna, hermosa incluso, pero siempre injusta al fin y al cabo, incluso con las mujeres que están dispuestas a ahogarse por nosotros. ¿No es eso lo que permiten quienes aceptan que las empleadas domésticas sean discriminadas en el Mary Go? ¿No hay un montón de chicos creyendo que tratar bien a las mujeres que los cuidan es un gesto de bondad de ellos y no simplemente lo correcto?
Mabel trabaja con una familia en un departamento de Núñez. Todos los días viaja desde Florencio Varela, donde vive. Lo hace con su hija, que trabaja en el mismo edificio, pero en otro departamento. Usan dos colectivos y un tren, y pueden estar hasta tres horas yendo y otras tres volviendo. Sin embargo, es su parte favorita del día. "Querría trabajar más cerca de casa, pero a la vez no, porque yo en el viaje me siento libre. Hago lo que quiero. En mi casa tengo que estar atenta al marido, a la hija, al vecino… Cuanto más lejos estoy, más lejos viajo, y es lo mejor que hay. Ahí dentro no tengo más que hacer que gastar el tiempo en lo que yo tenga ganas", dice.
Trabaja hace cuatro años con la familia de Núñez, por quienes siente "un amor incondicional", pero a sus 46 años tuvo experiencias de todo tipo. "Cambió muchísimo el trato entre empleada y empleador. Antes entrar en una casa era decir permiso para acá, permiso para allá. Ahora no. Entro en mi trabajo y para mí es como entrar en un palacio. Me siento muy cómoda, esta familia es la mejor con la que trabajé en toda mi vida", cuenta.
Está sentada con las manos cruzadas. Remera amarilla, maquillaje prolijo. Una sonrisa escondida, que muestra apenas. Toma un vaso de agua, nada más. "Cuando era más joven, a los nenes les decía por el nombre como si nada. Hoy les digo por el nombre pero siento que tienen una jerarquía diferente... Para mí por más chiquitos que sean son más que yo. Siento eso. Más que yo. Como si fueran mis jefes, por más que tengan ocho años, sí. El más chiquito me hizo reír el otro día. En la casa son todos de River y yo soy de Boca, ¿viste? Y el nene me dice: ‘¿Vos de qué cuadro sos?’. ‘Soy de Boca –le digo–, soy del mejor’. ’Ah, bueno –me dice–, entonces estás despedida’. Tiene cinco años. Y yo me reí y se lo conté a la mamá como algo divertido. Pero por dentro me había picado. Sentí como una discriminación. Pero no fue así, es un nene nomás, pero yo misma me impongo esa sensación. Creo que aunque vaya creciendo, yo nunca llego a ser una persona como sería mi jefe. Es una idea que tengo en la cabeza nomás, lo sé, pero es así. ¿Hablarlo? No, no lo charlo con nadie. Para mí, es como guardar un par de anillos dentro de una cajita".
La hija mayor es diferente a Mabel. Habla con sus jefes como si fueran dos amigos. Su madre le dice que cómo va a hablar así, pero ella le explica que se lo permiten, que a nadie le parece raro. Por momentos, Mabel siente envidia, "como habla ella con su patrona quiero hablar yo con la mía. Yo no los tuteo, pero es algo mío porque ellos me dan total libertad", dice. Piensa que lo aprendió de su madre. Ella le decía que lo principal era siempre el respeto, el suyo hacia los jefes, y si el respeto venía de vuelta, mejor. "Mi mamá trabajó siempre en casa de familia y después, en un convento. Se sentía como esclava. Es exactamente lo mismo que yo tengo en mi cabeza".
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Paula vivió dos etapas con empleadas. Una, cuando era chica y vivía con su madre. Eran siempre mujeres cama adentro, más de una a la vez, incluso. Y luego, ya grande, siendo ella la dueña de casa. La primera etapa marcó la segunda. "En la época en que vivía con mi madre, yo tenía que ser la oreja de todas las personas que trabajaban con ella, porque siempre venían llorando. Trabajaban con cama, y como mi vieja era difícil, muy estricta, siempre establecían complicidad conmigo. Ahora mamá está más grande y cambió, por suerte. Pero yo en ese entonces lidiaba pésimo con la situación porque me encariñaba y de pronto se iban, porque se sentían maltratadas", cuenta.
Hace cuatro años conoció a Gisela por medio de una aplicación que se llama Zolvers y une empleadas domésticas con empleadores. La de Paula fue la primera casa a la que Gisela entró a trabajar. "Antes no buscaba trabajos en casas porque mi exmarido no quería. No sé por qué. La mamá trabajaba, es empleada doméstica, pero él no quería saber nada. Y cuando me separé, se me presentó la oportunidad y aproveché", cuenta.
Para llegar a la casa, en un barrio cerrado de San Fernando, tiene que tomarse un colectivo desde Benavídez, donde vive, y luego caminar dentro del country como 15 o 20 minutos. Dice que no le molesta, que en verano lo disfruta más que en invierno. Trabajó también un tiempo en Santa Bárbara, donde tenía que caminar casi una hora dentro del barrio para llegar a la casa. No sintió nunca discriminación en el transporte, como sucedió en Nordelta.
Para Paula, lo más importante de ella no solo es la confianza, sino el tipo de persona que es. "Me acuerdo que una vez me fracturé. Fue el año en que había entrado a trabajar. Yo estaba con el yeso y ella me ayudó un montón. Sentía que era la que más se preocupaba por mí, la verdad, más que mi familia incluso. Y eso me gustó mucho porque tiene que ver con una parte más humana que de las labores en sí".
Gisela la escucha mientras prepara una tortilla. Va de acá para allá, dice que le da vergüenza hablar mucho. "Me gusta este trabajo, estoy cómoda. Ya van cuatro años. Al principio, era todo muy extraño para mí, pero ahora ya no. Lo único que no haría es trabajar con cama adentro, por mi hija. Yo a ella no la dejo ni loca. Pero estoy contenta acá. ¿Qué opina mi exmarido? Ni idea. No puede opinar nada igual, ¿no? Yo soy una mujer libre".