Todos los 21 de junio los habitantes de San Lorenzo tienen la particular costumbre de juntar telas viejas. Vestidos, sábanas, cortinados se desgajan en retazos que de a poco dan forma a una enorme bandera con la que bordean la escuela municipal. Los buenos pronósticos auguran que para este año podrá dar una vuelta a la manzana. El año pasado no lo logró. Pero la trabajosa insignia alcanzó los 300 metros, razón suficiente para que la noticia estuviera en la tapa de los diarios locales logrando congregar a todos los vecinos de esta antigua ciudad santafesina, que debe su buen porvenir al río que la convirtió en uno de los principales puertos del país.
Pero en nada de esto pensó Romina cuando se despertó al día siguiente de aquel miércoles. Sencillamente porque no sabía dónde estaba. Ya había perdido la cuenta, pero calculaba que habían pasado dos meses desde que su pareja la levantó en medio de la noche y la cargó junto a su hija de 4 años en el auto sin decir una palabra. Así condujo durante horas.
Jamás supo Romina por qué escaparon de Santiago del Estero. Lo único que pudo adivinar gracias a un cartel en la ruta fue que se trasladaban a la provincia de Santa Fe, a una casa de techos bajos en medio del monte. Eso fue lo que vio Romina durante esas ocho semanas en las que intentó adivinar su destino a través de una ventana donde solo se escurría el verde de los matorrales. Estaba tan cerca de aquel pueblo de calles costaneras y de buenos modales y, sin embargo, los separaba un abismo. Un abismo celosamente custodiado por llave. Y era al dueño de esa llave a quien Romina le tenía terror.
Sin embargo, algo cambió aquella mañana. Quizás por el temor de que esta vez todo anduviera peor. Tras los golpes, Romina sintió húmeda la entrepierna. Un hilo de sangre le recorría el muslo. Pidió ir al hospital. Su pareja se negó. Le dijo entonces de llamar un médico. Él la miró y simplemente se fue a trabajar. Y ahí quedó Romina, sola, esperando. Porque lo primero que hizo Romina ese jueves de junio en el que decidió torcer su infierno fue esperar. Una, dos, tres… Ocho horas en total.
Por alguna razón que solo ella conoce, esperó hasta las 16.55. Justo cuando faltaban cinco minutos para que él, quien le había lastimado el útero horas antes, llegara, Romina tomó el teléfono y marcó tres números: 1-4-4.
***
Carolina intenta acelerar el paso. Cruza rápidamente Plaza de Mayo y se escabulle por Balcarce, intentando evitar las rondas de oficinistas que apuran sus cigarrillos antes de que se les termine el descanso. Como ellos, Carolina trabaja en un amplio rectángulo dividido en 24 boxes empapelados con planillas de Excel, siglas y números telefónicos. Pero algo en el aire, un murmullo de voces de mujeres, hace pensar que no se trata de un típico call center. A un costado, un pizarrón reza: "Ciclo de la violencia. Estallido. Luna de miel. Acumulación". Mientras de las paredes brotan otros tantos mensajes: "Al patriarcado ni cabida", "Ni ama ni esclava", "No estás sola". La oficina está prácticamente llena de chicas, en su mayoría de unos 30 años, con jeans y lenguaje universitario, moviéndose de un lado a otro con un auricular que, casi como un cordón umbilical, las mantiene unidas a un enorme aparato Siemens de color beige, sobre el que posa una pantallita en la que se van sucediendo imágenes de paisajes paradisíacos. El contraste entre las torres orillando la ciudad que se ven a lo lejos, la tensión del eco constante que se agita en el aire y esas playas es casi esquizofrénico.
Carolina parece salida de un catálogo de Levi’s. Tiene el pelo corto, la boca ancha y anteojos de pasta. Llega tambaleándose sobre unas plataformas y se desploma en el escritorio. Las fotos siguen flotando en el pequeño rectángulo de led. Ahora, un mar calmo se recorta sobre el cielo de un rojo furioso, como ese tipo de atardeceres salidos de una publicidad de tarjeta de crédito.
De pronto, la pantalla se pone en blanco. Está entrando un llamado.
–Línea 144.
–Por favor, ¿alguien me puede ayudar? No sé dónde estoy…
Se oye como si estuviera muy lejos. No hay apuro en la voz, ni miedo. Más bien suena ancha y mansa, como la desembocadura de un río.
Carolina concentra toda su atención. En la línea se reciben dos tipos de llamadas: aquellas en las que una mujer en situación de violencia se comunica para asesorarse, por ejemplo, para conocer cómo puede efectuar una denuncia, o bien para saber qué pasa si se vence una orden de restricción. Y están las emergencias. Aunque para este tipo de situación existe un número específico, el 911, casi siempre se terminan atendiendo. Las razones son tantas como irreprochables. El segundo en que la mujer corta y tiene que volver a marcar puede ser la diferencia entre su vida y la muerte. O bien porque la respuesta que reciben esas mujeres del Estado es tan variada como los lugares desde donde llaman, y en algunos de ellos puede no llegar nunca. O porque hay mujeres que piden ayuda una sola vez. Cortar puede significar sencillamente que queden en silencio para siempre.
Y Romina –sospecha Carolina– es uno de esos casos. Está pidiendo ayuda por primera vez.
–Contame, ¿no hay algún familiar o algún vecino adonde puedas ir?
–Me sacó el celular que tenía y perdí todos mis contactos.
Romina entonces le cuenta que la deja encerrada todos los días con su nena hasta que vuelve del trabajo, que sabe que están en San Lorenzo, pero que la casa se encuentra en medio del campo, que alguna vez habló con su suegro…
Las referencias son muy vagas. Carolina intenta pensar rápidamente.
–¿Y la casa? ¿Te acordás cómo es la casa?
En la pantalla aparece la playa nuevamente. Se ha cortado la comunicación.
***
La línea 144 comenzó a funcionar en abril de 2013 como correlato de la Ley de Protección Integral a las Mujeres aprobada cuatro años antes. Y aunque sin duda era recién un prólogo, muchos la recibieron con optimismo premonitorio. Es que además de introducir palabras que hasta entonces a ningún juez se le hubiera cruzado pronunciar en un fallo, dibujaba un edificio institucional complejo que contemplaba la violencia de género en sus diversas formas. Entre esas medidas, se incluyó la necesidad de implementar un número telefónico gratuito y accesible para brindar asesoramiento. Durante los primeros seis meses, se recibieron unos 800 llamados. El número no llegaba a los cinco por día. Desde el Instituto Nacional de las Mujeres (INAM), a cargo de esta experiencia, aseguran que el cambio significativo se dio después de la primera marcha del Ni Una Menos, organizada el 3 de junio de 2015 tras el asesinato de Chiara Páez. Chiara tenía 14 años y estaba embarazada de tres meses. Su novio la mató a golpes y luego la enterró en un pozo en el patio de su casa. A la marcha concurrieron unas 300.000 personas. Esa semana, en la línea recibieron 13.000 llamados.
Hoy cuenta con ocho equipos de operadores, organizados en cuatro turnos. Se atiende un promedio de mil llamados por día, lo que equivale a unos 40 por hora. En su mayoría, son mujeres de entre 19 y 40 años que sufren algún tipo de agresión por parte de sus maridos o exparejas. Según el testimonio de ellas, el 30% de ellos llevan armas.
***
Se tomó un montón de pastillas y está acostado. Me dijo que si lo echo de mi casa me va a matar. Tiene como cuatro copias de las llaves y yo no puedo cambiar la cerradura. Tengo lo justo. Aparte trabaja en el penal, nadie le va a hacer nada. Yo no sabía que era tan violento. Yo no soy así. Estoy estudiando para trabajar con niños. No quiero estar más con un hombre que anda insultando a la gente por la calle.
Daiana, 23 años.
***
Le dicen Betty. Así, con doble t. Por si acaso, muestra la remera negra con letras blancas que lleva puesta, donde puede leerse bien clarito: La B-e-t-t-y.
Comenzó a trabajar en la línea 144 gracias a la ley que estableció un cupo laboral para las personas trans. Fue hace tan solo unos cuatro meses, pero se mueve en el teléfono con total naturalidad. Escucha como una confidente y reprende como una madre. Hay algo en su verborragia que tranquiliza. Quizás el tono vibrante. Betty tiene la voz fuerte y áspera por el cigarrillo, pero una dulzura que hace difícil imaginar en ella su metro ochenta de estatura.
–Mi amor, yo te entiendo. Pero tenés que ir a la comisaría de la mujer para que te ayuden a salir de esta situación. Así que anotá. Vos primero anotá, que ahora te explico para qué es cada número…
Betty no para de sacudir las piernas. En su escritorio, cada cosa está en su lugar: un agua, una colonia Johnson’s y papeles con un montón de anotaciones. Corta y me mira.
–Para mí esto fue un descubrimiento. Mirá que vengo militando por los derechos de las personas trans desde el 2010, pero no tenía contemplado el marco de las mujeres en esa lucha… Acá, todo el tiempo te encontrás con un no, porque las mujeres que llaman es lo único que conocen. Entonces uno trata de romper ese no, les decís que sí, que se puede, que este es el comienzo del cambio… Me acuerdo de que la otra vez llamó una señora de 78 años. Así como escuchás. 78 años y el hijo le apagaba los cigarrillos en la cara. La culpaba por el suicidio del padre. Y justo cuando estábamos por hablar, se cortó. Y yo rogaba, rogué toda esa mañana que volviera a llamar. Sentí tanta culpa, impotencia, ¿me entendés? Porque la podría haber sacado de eso… Es muy fuerte. Esto te da otra mirada, otra sensibilidad. Lo empezás a entender desde la piel…
–¿Qué entendés?
–Cómo es ser mujer.
***
La pantalla se pone en blanco.
–Hola…
Del otro lado de la línea se escucha un hilo de miedo.
Es Kiara, la hija de Romina, de 4 años. Cuenta que su mamá está en el piso. Se ha desmayado.
Romina tiene un embarazo de tres meses.
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Estoy sola con mis tres hijos. Tengo una orden perimetral para el padre, pero me está mandando mensajes. Me amenaza. Tengo miedo, puede entrar por la terraza. La otra vez estaba el móvil de la policía y no le importaba. Por mensaje, él me dijo que lo estaba viendo. Un día se sacó y pegó tres puñaladas en la puerta de mi prima, que vive abajo. Cuando vino la policía, dijeron que como estaba tranquilo no se lo llevaban.
Melisa, 30 años.
***
"Acá no hay militancia. acá hay título de grado". Daniel coordina el equipo que trabaja durante las tardes. Es uno de los pocos hombres que trabaja en la línea y es el único que usa camisa y pelo con gel.
–Acá cada una… No te asustes si hablo en femenino. Hablamos así como parte de una deconstrucción. Acá cada una cumple un rol. Hay abogados, psicólogos y trabajadores sociales, pero ante todo somos un equipo.
Daniel habla con la verborragia de gerente de call center. Tiene escritorio, pero no lo usa.
–Yo no era feminista. Tenía una mirada no patriarcal, eso sí. Pero acá adentro empezás a ver todo de otra manera. Los hombres nacimos con ventaja.
–¿Recordás la primera vez que atendiste el teléfono?
–Sí, pensé que no iba a ser algo tan complicado, y me tocó un ASI (significa Abuso Sexual Infantil. Daniel atendió a una mamá que llamó porque su pareja abusaba de su hija). Son cosas que una no quiere escuchar… Un día, me acuerdo de que tenía que rendir un final en la facultad, y no había podido estudiar. No daba más. Fue uno de los días más difíciles acá. Estaba agotada, desde todo punto de vista…
Y ahí, en el mismo momento en que abandona el femenino y su gramática suena más honesta, Daniel hace un largo silencio.
–Me acuerdo de que me fui a comer, solo. Me pedí ravioles. Y empecé a llorar. No pude dejar de llorar.
***
A medida que fue creciendo el número de llamadas a la línea, también se fue complejizando la atención. Para ello se organizó un equipo de seguimiento que actualmente tiene una función bien concreta: intentar que las instituciones les den una respuesta a las mujeres que llaman pidiendo ayuda. Es una de las tareas más difíciles.
Belén tiene la mirada transparente, una cordialidad imbatible y en su cabeza lleva un mapa de los 6.000 consejos, fiscalías, oficinas y comisarías de la mujer que funcionan en todo el país. En rigor, en esa cartografía mental conoce en qué provincias los consejos de la mujer trabajan y en cuáles no, qué fiscalías son las que ayudan y cuáles obstruyen, y cuáles son las comisarías que no toman denuncias.
Todas las mañanas, ella y María se dividen los casos en un sorteo. Belén se acuerda de cuando le tocó el de Romina como si fuera ayer.
–Intentamos llamarla varias veces. Yo hablé con ella al día siguiente. Lloraba y no se entendía bien. Lo que se nos ocurrió fue que activara la ubicación del celular. Nos costó un montón y, cuando finalmente pudimos, la empresa telefónica informó que no podía usar la función porque no tenía crédito.
Desde la línea se comunicaron entonces con la fiscalía de turno y con la guardia de violencia de género de la provincia de Santa Fe.
–A veces los casos salen bien, pero mientras tanto sentís mucha impotencia.
María la mira y asiente con la cabeza.
–Lo más complicado es cuando te mienten, cuando llamás por ejemplo a una comisaría y te dicen que sí, pero nadie interviene.
Casi al mismo tiempo, María y Belén recuerdan entonces el caso de Noemí.
Noemí tenía unos 20 años y dos hijos. Llamó desde Alto Comedero, barrio al sur de San Salvador de Jujuy. El hombre que le subalquilaba un cuarto había intentado abusar de ella. Noemí no tenía adónde ir. No tenía trabajo, del refugio la echaban todo el tiempo y su única familia era una prima que vivía en Tierra del Fuego. Intentaron con algunas autoridades provinciales y consiguieron tres pasajes, pero hasta Buenos Aires. En la línea no había plata para la otra mitad del trayecto hasta el sur. Se pusieron entonces a sacar cuentas, y con un subsidio de acá, una ayuda de allá y algún aporte propio se encargaron de financiar el resto. Claro, antes, Noemí debía pasar unos días en Capital.
María se sonríe.
–La fuimos a buscar nosotras. Era la primera vez que a una voz le poníamos cara. Me acuerdo de que me pareció chiquita, me la imaginaba más grande. Bajó del micro con todo lo que tenía, nueve valijas y un anafe. La llevamos al refugio porque tenía que quedarse ahí esos días. Claro, nosotras damos la dirección, pero nunca habíamos ido, y hay una imagen que no me puedo sacar de la cabeza.
–¿Cuál?
–Los bolsos. Cuando entrás en un refugio, tenés que dejar todas tus pertenencias. Y el pasillo estaba lleno de bolsos chiquitos. Eran mochilas de nenes.
***
Durante el 2016, en Argentina una mujer murió cada 30 horas y 401 chicos perdieron a su madre en un femicidio. Solo en un 13% de los casos, no había vínculo aparente. El resto fue un marido, un exnovio, un vecino y hasta algún padre. Así lo revela un informe de la asociación civil La Casa del Encuentro, elaborado a partir de los casos publicados en diarios de distribución nacional, provincial y agencias de noticias. De acuerdo con el documento, de un total de 290 casos, solo 28 habían realizado la denuncia.
Ada Rico es la titular de la organización. Va enumerando las cifras sin ningún tipo de ayuda. Hace 10 años, ella y un grupo de 10 militantes feministas estaban organizando una intervención artística y quisieron averiguar cuántas mujeres habían fallecido en casos de violencia sexista, pero la cifra no estaba en ningún lado. "¿Y si las contamos?", recuerda que se preguntó Ada en una obviedad que hoy resulta desgarradora. Y ahí nomás empezaron a buscar en los diarios, en los semanarios, en los medios locales. Y empezaron a aparecer. Esa primera vez contaron 208 mujeres. La noticia trascendió por todos lados. Lo que surgía en la frialdad de un número era una realidad que hasta ese momento pocos querían ver.
Desde entonces, las cosas fueron cambiando. Ada y sus compañeras fueron perfeccionando el método. Sumaron medios y colaboradores, y organizaron una diagramación por zonas. Seis años más tarde llegaron las estadísticas oficiales. En 2015, la Corte Suprema de Justicia de la Nación presentó el Primer Registro Nacional de Femicidios. Los datos obtenidos durante el último relevamiento dibujan la misma foto escalofriante. De un total de 254 causas registradas a lo largo de 2016, solo 23 de los imputados eran desconocidos de esas mujeres y únicamente un 25% había realizado una denuncia previa.
Aparece entonces la misma pregunta: ¿por qué son tan pocas las que denuncian? Ada se limita a dar dos ejemplos. Hace 10 años María Cristina murió apuñalada. Su pareja dijo que se había "autolesionado". La policía comprobó que no. En septiembre de 2011, la Sala II de la Cámara Penal de Rosario confirmó la sentencia y encontró a Montenegro responsable del delito de homicidio simple cometido bajo emoción violenta. Lo condenó a la pena de dos años y cuatro meses. Durante el 2008 también mataron a Laura. Un año después, la Cámara Segunda en lo Criminal de General Roca condenó a su pareja a la pena de cinco años. En el fallo consideraron que "la ingesta deliberada de alcohol antes de concretar el crimen hizo que el hombre actúe de manera negligente y sin intención". Laura había recibido 75 puñaladas.
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Él viene y me dice que no sirvo para nada, que me vaya. Hace años que estamos casados. Tengo tres hijos con él. Somos gente trabajadora, pero él se enfermó y cambió todo. Ahora toma un vasito y se pone violento. Y ya es mucho problema. Mi hijo dejó de estudiar, por él estoy llamando.
María, 50 años.
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Mariana Scioti es psicóloga con una diplomatura en Psicodrama. Fue convocada por el INAM para dar apoyo a los empleados de la línea. "Evitar la cronificación del desgaste", define ella, mientras cuenta cómo el cuerpo ha hecho lo suyo. En un relevamiento que improvisó personalmente entre los operadores, pudo dar cuenta de varios padecimientos. Los más comunes: insomnio, dolores de cabeza, irritabilidad, problemas gástricos.
–Es una presión muy grande esto de sentir que uno representa la posibilidad de salvar a alguien. Lo que trabajamos es, justamente, poner en cuestionamiento esta idea, entender que el llamado es un eslabón más de toda una red que debería ponerse en funcionamiento frente a esa mujer que pide ayuda. Pero es muy común esta transferencia…
–¿Transferencia?
–Claro, cuando las chicas piden que, si la persona vuelve a llamar, le pasen la comunicación. "Así se queda tranquila", vas a escuchar que dicen. Pero en realidad están queriendo decir: "Así yo me quedo más tranquila". El otro día a una compañera le tocó un caso muy difícil. Una mujer se cortó las venas y llamó en ese preciso instante. Por suerte, le mandaron una ambulancia y lograron salvarla, pero la compañera quedó muy sensibilizada. Entonces lo charlamos entre todos, y yo les pregunté a las chicas que hacen seguimiento qué pasa cuando ellas vuelven a llamar y la mujer escucha otra voz…
–¿Y qué sucede?
–La mayoría no se da cuenta. Piensan que están hablando con la misma persona.
***
Los operadores tienen una regla inquebrantable: nunca se fijan cómo siguió un caso. Sin embargo, cada vez que llega un femicidio a los medios, alguien entra al historial para ver si esa mujer había llamado antes. La curiosidad termina resultando una terrible condena. Pareciera que los únicos desenlaces que conocen en la línea son los finales trágicos.
Me pregunto si Carolina conoce cómo terminó la historia de Romina, si sabe que, finalmente, fue rescatada. Pero nos limitamos a recordar aquel jueves.
–Romina tenía la voz muy bajita y no le entendía. Necesitaba datos y no se escuchaba. Es como que en esas situaciones intentás agudizar todos los sentidos, porque sabés que son solo unos minutos… Hoy atendí a una mujer de la provincia de Salta con una historia terrible. Después de años de luchar y conseguir que él vaya preso, ahora queda en libertad y la Justicia lo autorizó a ver a los chicos. Hay una imagen que me dijo que no me puedo sacar de la cabeza…
–¿Cuál?
–La única salida que encontró ella es estudiar para ser manicura. Y ahora, desde que le informaron que él los va a volver a ver, no puede trabajar.
–¿Por qué?
–Porque no paran de temblarle las manos.
La pantalla está blanca nuevamente.
El teléfono vuelve a sonar.
(Los nombres citados en esta nota fueron cambiados por cuestiones de seguridad)
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