En la negrura, la linterna alumbra poco: troto. A unos metros, el pequeño círculo de luz interrumpe la noche. No veo la montaña enorme a mi derecha ni el precipicio a mi izquierda: pero sé que están. Aunque no importe saberlo. Lo que importa, ahora, es que voy a llegar. Queda menos. Tengo que luchar, demostrarme que puedo. A lo lejos, una ruta. Muy de vez en cuando la luz de un auto que se aleja o vuelve. Ya falta poco y arriba sobre mí, sobre nosotros, las estrellas: luces dubitantes. Energía que, tal vez, lleve años y años muerta. Vemos una huella de lo que fue. Sin darnos cuenta, vemos el pasado. No tomamos conciencia. Vivimos de manera automática hasta que algo pasa y nos recuerda que esto verdaderamente se acaba. Pero la fiesta sigue. Vos te vas, como de un casamiento porque estás cansado, con sueño, mientras los otros se preparan porque en un rato llega el carnaval carioca. La fiesta no se detiene por tu ausencia. Ahí protestás: me voy y estos condenados siguen divirtiéndose. Entonces, por qué no pensarlo. Entonces, por qué no decir: vamos a disfrutarla. Falta poco.
Tras 17 horas y 55 minutos de carrera ininterrumpida, el porteño Juan Gabriel Gutiérrez quedó primero en su categoría. El corredor que en el movimiento encontró un sentido de vida.
Falta poco y hace mucho que me preparé para esto. Seis meses de fondos largos, acumulando kilómetros, sin sobrecargar las rodillas. Entrenamiento multivariado, volúmenes grandes en bicicleta, piques, caminatas: el mismo día tres horas cada vez. Lunes, miércoles y viernes: natación para aflojar y relajar, un volumen bajo, 1800 metros, 2300 metros. Elongaciones; ciclismo, martes, jueves y sábado, 40 a 60 kilómetros por salida. No existen los medios de transporte. Los medios de transporte no existen si uno puede correr o pedalear en la bicicleta. No es entrenamiento de calidad, pero sirve para acumular kilómetros y, al final de la semana, a la hora del análisis, esos kilómetros son importantes. De Villa Crespo a Versalles, 9 kilómetros de ida, 9 kilómetros de vuelta. De Villa Urquiza a mi casa: 6 y 6. Carga que le ponés a tu cuerpo. Llevo en la espalda una mochila con una muda de ropa: llego, me baño, me cambio y doy la clase. Trato de transformar la ciudad en pueblo grande. Tengo vida social y tengo vida laboral, ¿cuándo me entreno? Es mi forma. Y no uso ascensores: si llego a la casa de alguien, séptimo piso: por la escalera. Oficina, cuarto piso, y ahí voy, uno, dos, uno, dos, trabajando las piernas, cuádriceps, gemelos. ¿Cómo entrenar, si no, dentro de la ciudad, para una carrera de montaña? Las rampas de la General Paz, las cuestas en Palermo, la Reserva Ecológica y, a veces, una o dos por año, la sierras de Tandil, las sierras cordobesas. El cuerpo tiene memoria. Reconoce el paso, el trekkeo en la montaña.
A veces, cuando llego después de correr 100 kilómetros me preguntan si me duele algo, cómo me siento. ¿Y cómo me voy a sentir después de 16, 19 horas de carrera? Cansado, pero sonrío. Porque la circulación hormonal, la adrenalina y la excitación esconden los dolores, allá, detrás, donde no los vemos y no nos importan. Con la sensación de que se puede, de que todo está en la cabeza.
Y ahora, acá, debajo de las estrellas, en medio de esta oscuridad plena, podría pensar, lo pienso: ¿Por qué estoy haciendo esto? Estoy podrido. ¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Por qué no estoy en una playa, mojándome los pies con agua tibia, viendo pececitos, la arena blanca? Pero me acuerdo. Y me digo que soy agradecido. De que mis hijos, Natalia, Valentín y Ezequiel, estén sanos. Me acuerdo de que puedo luchar acá. Puedo darles el ejemplo de que las cosas no se abandonan, se siguen, y de que, como sea, hay que ir adelante y llegar. Porque siempre me preguntan cómo me siento al llegar, pero no me dicen, a nadie en la meta parece importarle, cómo me sentía al salir. Y si uno larga roto, el esfuerzo y el dolor de superar el kilómetro 60, de llegar al kilómetro 70, de estar acá, a menos de siete kilómetros de la llegada, hace que sientas que las partes se van uniendo. Cuando llego, estoy entero.
Mis padres se separaron a mis seis años. Me crie con el amor de ambos, la presencia de ambos, pero muchas rivalidades. Lo que ella decía de él, lo que él decía de ella. Y mi sueño, entonces, fue formar una familia. Mi objetivo dentro de todas las cosas. Conocí a mi mujer, me enamoré, me casé, tuvimos tres hijos y, en 2014, cuando me planteó la separación, sentí que me derrumbaba. ¿Qué iba a pasar con mi vida? ¿Qué iba a pasar con la vida de los chicos? Fue todo muy rápido. Se toman decisiones rápidas, como ahora que, cuando apoyo el pie y siento una piedra floja, decido rápido porque si decido mal, me caigo y se acaba la carrera. En 48 horas estábamos divorciados y yo, unos días después, viajaba a Puerto Natales, en el sur de Chile, para correr 100 kilómetros en una noche helada e intensa. Después de 19 horas y 30 minutos llegué a la meta. Volví a la Argentina, a la casa donde habíamos convivido hasta ese momento, mis hijos no estaban. Me sentí solo como no lo había estado en mi vida. Lo decidí a las 10 de la noche. Organicé el cuarto, puse un video en Facebook, les mandé un mensaje de despedida a mis primos y me tomé las pastillas.
Me sentí solo como no lo había estado en mi vida. Organicé el cuarto, puse un video en Facebook, les mandé un mensaje de despedida a mis primos y me tomé las pastillas.
En el silencio de esta montaña, invisible en la oscuridad, los latidos retumban como si el corazón estuviera a varios metros del cuerpo.
Recuerdo haber escuchado ruidos en la puerta y, sentado en un sillón, ver a uno de mis primos gritando. Cerré los ojos y aparecí en el hospital Álvarez, un enfermero me controlaba los signos vitales y me hacía preguntas. Al abrir los ojos, estaba en la habitación de una clínica. Descansado como si hubiera dormido durante varios días. No entendía demasiado. Me levanté y salí a un pasillo de muchas habitaciones. Un médico se me acercó y me explicó la situación. Le dije: me quiero ir, ya estoy bien, por dónde salgo. Me pidió que me quedara tranquilo. Le expliqué: tenía que correr. En mayo, me iba al Raid de los Andes. Tengo que entrenarme. "Quedate tranquilo, yo también corro". Empezamos a hablar. El hombre corría carreras de calle y eso nos generó un vínculo de confianza.
¿Por qué estoy haciendo esto? Pero me acuerdo.
En esa clínica conocí 20 personas, personas que uno podría pensar: no les va a pasar. Pero la depresión no se fija en el nivel cultural, los estudios ni la marca de zapatillas. Todos tenemos falencias, las mismas tormentas interiores. Fragilidad. En los 50 días que estuve ahí me entrené como pude. Caminaba en un patio de ocho por ocho, pero caminaba. Hacía sentadillas, plancha, estocadas. No quería perder el estado físico y no lo perdí.
¿Por qué estoy haciendo esto? Pero me acuerdo de que puedo estar acá, luchando.
Al salir, falleció mi madre. Fue durísimo. Pero como me había propuesto, seguía entrenando y el entrenamiento me daba equilibrio hormonal, endorfinas, ganas de vivir.
Siempre me digo: el elefante se come de a pedacitos. Así, estos 100 kilómetros en la montaña son 10 carreras de 10 kilómetros, cuatro carreras de 25, voy por la cuarta y ya casi no queda nada.
Había corrido en el desierto de Fiambalá, en la selva de Misiones, en Bariloche y en las sierras de Comechingones. Y, en 2018, me inscribí para correr los 100 kilómetros de la ultramaratón de Machu Picchu, en Perú. Fui, corrí, lo disfruté y, al volver, mi médico, Mauro García, amigo del alma, me propuso hacer un control de rutina; mi padre había tenido cáncer de próstata. Un mes después, el resultado: un tumor de grado dos con importante cantidad de células tomadas. La detección temprana había sido clave, pero había que operar lo más pronto posible, y el impacto. ¿Por qué a mí? ¿Al mundo? ¿Qué hice yo? ¿Qué culpa tengo? Pensás: me voy a morir. Y, sin embargo, acá estoy, corriendo sin detenerme, sintiendo en la cara el frío de esta noche estrellada. Y ahí vino la lucha, el estar bien arriba. El decir: voy a ganar y voy a confiar en los médicos que me acompañan.
En la montaña, como en la vida, hay imponderables y cosas que uno no puede manejar. La naturaleza siempre tiene la última palabra. No sabés si la altura te va a pegar, si vas a poder aclimatarte o si, mil metros antes de la llegada, te vas a torcer un tobillo o quebrarte una pierna: no podés poner la expectativa en lograr objetivos, sino en disfrutar cada paso. Vivir el momento. Sentir el instante.
Me propuse que el cáncer no me quitaría nada. Esa fue mi meta desde el primer día, como ahora la meta es correr tranquilo, pisar seguro, sentir el suelo, seguir hasta el final.
Me propuse que el cáncer no me quitaría nada. Esa fue mi meta desde el primer día,como ahora la meta es correr tranquilo, pisar seguro, sentir el suelo, seguir hasta el final. El equipo que tengo atrás y la gente que me acompaña: soy profesor de educación física, guardavidas; mis hijos que me apoyan y me ven feliz, como un ejemplo para superar adversidades.
Me operaron y, luego, mientras estaba sentado: ejercicios para fortalecer músculos de la pelvis. Cuando tenía la sonda, caminatas del brazo de mis hijos. Cuando cicatrizaron los puntos, mis caminatas: cuatro o cinco kilómetros lentos, un pie, luego el otro; un pie, luego el otro.
Diecisiete horas, 30 minutos. ¿Por qué hago esto? Pero me acuerdo de que puedo.
Anoche, acostado en la cama del hostel, ansiedad, duermevela, vueltas y vueltas, focalizar pensando en la estrategia. En el llano, corro. En las subidas, trekkeo. En las bajadas, troto. Dejarme llevar. Tierra y piedra suelta: visualizar los apoyos. Taloneando para hundirse. Velocidad y seguridad.
En la montaña somos todos transparentes. Acá te ven como sos. Actuás como sos. Hace unas horas, en el límite con Chile, me encontré con montañistas. Ahí, recién ahí, kilómetro 70, empecé a relajar. Pude decir: tengo la carrera, la hice o voy a poder hacerla; lo que queda es cuesta abajo. Un viento terrible; me hidrataba. Ellos, con ropa térmica. Yo, con la campera técnica que llevaba. Me senté en la parte de atrás de una camioneta, el baúl abierto. Comí una banana y vomité estos pensamientos que, ahora, vuelvo a sacar de mi cabeza. Les hablé de todo, de lo difícil que fue, de que igual pude.Me dijeron: "Vos ya te curaste. Si estás acá, ya te curaste". Me dijeron: "Vas a disfrutar esta bajada como nunca. Tardaste horas en subir y, ahora, en 20 minutos vas a estar abajo".Y me tiré nomás, habiendo dejado el cáncer en la montaña: al menos en las palabras. Algo que corre conmigo, anda siempre dando vueltas por mi cabeza. Los médicos me dijeron: las cosas malas hay que compartirlas, hay que soltarlas. La tierra roja que siente el impacto del pie, se hunde y me acepta, me deja seguir.
Después de la operación, mi médico me dijo: "Ponete un objetivo para dentro de un año: correr 42 kilómetros, una maratón en la ciudad". A los 57 días me empecé a entrenar. A los cuatro meses, viajé a Ushuaia, corrí los 70 kilómetros de la Ultra Trail Mont Blanc, sobre la nieve. La recomendación del cirujano la cumplí a rajatabla: por los puntos internos, recién me subí a una bicicleta a los nueve meses. A los nueve meses participé en un duatlón en Tandil: 8 kilómetros corriendo, 50 en bicicleta y otros 6 corriendo. Porque nosotros nos vamos, pero la fiesta sigue y yo amo la vida. Ya no tengo a mis padres: en una sucesión lógica, ahora me toca irme a mí. Tengo 53: de acá a 20 años, pero soy yo. Da cosa pensarlo. Espero que me agarre en una carrera, nadando en el mar, siendo feliz. No con una enfermedad, en una cama, generando incomodidad y tristeza.
Las estrellas: ¿Hay algo más hermoso y desconcertante que las estrellas? Cuando las miro pienso en que muchas veces las cosas que nos preocupan están en nuestra cabeza: nos hacemos unas trampas bárbaras para no disfrutar la vida acá, ahora. De esto, de algún modo, hablé con el mendocino. Un compañero de carrera: largamos juntos. No tengo idea de su nombre, pero hablamos de cómo piensa, lo que quiere, sus sueños. Vimos las estrellas y, cruzando el cielo, una línea de puntos brillantes: los satélites que un millonario sudafricano lanzó al cielo. Por momentos guiaba él, por momentos guiaba yo. Depositábamos la confianza en el otro y si nos perdíamos: retomábamos, corregíamos. Se genera un vínculo muy intenso: en ese momento el compañero era todo. Aunque quizás, seguramente, no lo vuelva a ver. La montaña nos reúne: acá estamos cerca.
Se sienten, en el cuerpo los kilómetros se sienten, pero ya no me pregunto por qué estoy acá: sigo. Me concentro en las ganas de llegar. Los que comparten el hostel conmigo corren distancias más cortas, ya deben haber llegado: se deben haber bañado, el agua tibia sobre la piel. Ya deben haber comido. ¿Estarán pensando en mí? Los pienso. Me piensan. Y sigo.
La vida es un regalo que hay que aprovechar. Hasta que no te pegan una cachetada, no te das cuenta de que se acaba. ¿Cuánto más? 20 años. 25 más. Ojalá viva 100, no sé. Tuve una enfermedad que me hizo tomar conciencia, pero se le acaba a cualquiera. Sin edad, sin nada. No avisa. Y yo me he preguntado: ¿Por qué a mí? Pero nos puede tocar a todos. No somos conscientes. Si lo fuéramos, es cierto, no podríamos vivir el día a día: estaríamos aterrados.
Tenés que querer luchar. Siempre tenés que luchar. Demostrarte que podés. Ser agradecido. Ese esfuerzo que estás haciendo es una ofrenda a lo que el universo te dio. No soy creyente de una religión, pero sé que esta vida es un regalo del universo. Nos la prestan 70 o 75 años. Tendríamos que tratar de hacer algo digno durante el período que estamos. Venimos sin nada, nos vamos sin nada y, a veces, luchamos por algo absurdo en el medio. A vivirla con honor. Lo único que nos va a quedar es hacer las cosas que nos gustan. Ni siquiera sé si de todos esos recuerdos algo va a quedar. Si pasarán por nuestra mente un segundo antes de que nos vayamos: por si acaso, hay que disfrutarlos en el momento. Por eso, más allá de los dolores y el cansancio, para mí llegar, cruzar el arco, es un momento único. El momento en el que puedo gritar: lo logré. Un momento en el que puedo sentir que estoy vivo.