"El lenguaje es un virus" profetizaba la artista Laurie Anderson. De golpe, pasaban por mi cabeza dos palabras que creía guardadas desde 1987: "distópico" y "posapocalíptico". Chernobyl fue una de las series canónicas de 2019 y las imágenes martillaron mi cabeza buena parte del año. Esas calles vacías, las ramas de los árboles moviéndose por el viento, las ciudades acuarteladas, esa sensación de que algo terrible está ocurriendo y algo aún peor va a suceder.
A principios de marzo, casi al mismo tiempo que el CEO de Netflix anunciaba en Buenos Aires la adaptación de El Eternauta al formato televisivo, los noticieros acercaban imágenes inquietantes desde distintos países del mundo. En la televisión, los informes eran elocuentes: calles vacías, hoteles en cuarentena, números de infectados, muertos, policías y militares impidiendo el ingreso a decenas de ciudades.
El coronavirus llegó. Muchas ciudades se transforman en fantasmas y otras se blindan para que no se propague el virus. Pero ¿cómo hacer para sellar una ciudad? Depende del tamaño, la geografía, los recursos, las fuerzas, podría responder. Depende del tipo de virus, sería otra respuesta.
En los últimos 200 años, el mundo vio el nacimiento, la expansión y logró controlar las distintas pandemias y su impacto en las ciudades. Todavía está fresco el recuerdo de las mustias vacaciones de invierno de la gripe H1N1, el mal de la Vaca Loca o la gripe española de fines de la Primera Guerra Mundial. Pero la que aflora automáticamente en la mente de los argentinos es la primera gran epidemia de la historia argentina.
A mediados del siglo XIX hubo sucesivos brotes de fiebre amarilla en Sudamérica. Las ciudades de Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro y Asunción del Paraguay sufrieron estas pandemias que ralearon fuertemente su población.En 1871, la capital argentina contaba con 177.877 habitantes y sufrió más de 13.000 muertos.
El epicentro de la crisis tuvo lugar en el barrio de San Telmo, donde vivían las clases trabajadoras generalmente hacinadas en conventillos:en pequeños cuartos convivían familias enteras. A fin de enero de 1871 se conocieron los primeros casos y en los carnavales de ese año los números se dispararon. Las autoridades habían ocultado las primeras muertes, y las fiestas populares combinadas con la contaminación de las napas de agua, la ausencia de cloacas y desagües, el calor, las condiciones de higiene pública, más una alimentación deficiente, hicieron lo suyo. En abril, los gobiernos Nacional y Provincial decretaron feriado hasta fin de mes. La ciudad se vació y la actividad se paralizó produciendo quebrantos económicos e incrementando la desigualdad social.
En 1871, Buenos Aires contaba con 177.877 habitantes y sufrió más de 13.000 muertos. El epicentro de la crisis generada por la fiebre amarilla tuvo lugar en el barrio de San Telmo, donde vivían las clases trabajadoras.
Por otro lado, la conciencia que generó la pandemia hizo que ese mismo año se iniciaran obras de saneamiento en toda la ciudad. Hacia el norte del centro de la ciudad, donde habitaban las clases medias y altas que fueron las menos afectadas por la fiebre amarilla, fueron las zonas que más rápidamente avanzaron a partir del adoquinado de 20 cuadras y la realización de 100 cuadras de veredas. En 1873 se inició la construcción de obras cloacales. En 1875 se centralizó la recolección de residuos al crear vaciaderos específicos para depositarlos; por entonces, no solo los vecinos, sino los mataderos y la incipiente industria arrojaban la basura en zanjas, arroyos y riachos. Estas medidas le dieron impulso a un cambio en la higiene de la ciudad y un mejoramiento en la calidad de vida de los ciudadanos. Pero más allá de estas "externalidades" positivas, lo cierto es que fue dramático y se tardó 10 años en descubrir la fuente de la enfermedad. En el medio se vivieron otros brotes, como el cólera, que también se llevaron muchas vidas. Hoy como ayer, mientras convive el Covid-19 con el dengue, el aislamiento parece ser una de las mejores opciones.
En ese marco aprenderemos a racionalizar la comida y la bebida, a entretener a nuestros hijos y a convivir con las redes sobresaturadas hasta que apaguemos nuestras pantallas y tengamos que lidiar con la soledad.
Quizá sintamos lo mismo que sentía el Eternauta cuando llegó la nevada: "Mejor concentrar todo nuestro esfuerzo en sobrevivir: eso es lo que importa ahora. Es inútil tratar de anticipar ahora lo que será de nosotros en unos meses".
*Asesor urbano. Gestor de ciudades y agitador cultural. Trabajó en 109 ciudades y