Hipnotizado por la belleza del mar Báltico
Las aguas del mar Báltico, de un color acerado, se movían al compás del viento que sopla sin parar. El enorme paquebote fuertemente amarrado al muelle espera la orden de partida.
La caminata desde el hotel hacia el puerto había durado un poco más de una veintena de minutos, y yo agradecía enormemente el desayuno que me habían ofrecido en el hotel, que hacía las veces de segunda casa durante mi estadía en Helsinki.
Durante los últimos días había disfrutado no solo de la capital finlandesa, sino también de ciudades como Turku, en la cual me había sumergido en una de las tradiciones del país por antonomasia, como el sauna, con chapuzón incluido en gélidas aguas (que casi acaba con mi integridad). Allí conocí a un verdadero políglota (hablaba más de nueve idiomas), que atendía el mejor puesto de pescado del mercado local (historia ya compartida con ustedes, queridos lectores).
Helsinki me había recibido con sus tranquilas y ordenadas calles, la amabilidad de su gente y sus maravillosas costumbres. Y ya que todavía me quedaban 72 horas para seguir disfrutando y aprendiendo, me dije: "¿Y si cruzo el Báltico por el día?", pues justo enfrente de la ciudad en la cual me hallaba, en la otra orilla del Golfo de Finlandia, se encuentra una verdadera joya báltica: Tallin.
Munido con mi ticket, una caliente infusión para paliar el intenso fresco de la mañana y libro en la otra mano, haciendo malabares para no perder nada, ingresé en el ferry para cruzar los poco más de ochenta kilometros de travesía.
El haber llegado temprano hizo que fuera uno de los primeros en embarcar, lo cual me permitió elegir con mucha tranquilidad mi asiento, sobre las ventanas que daban al deck y el mar. La temperatura del interior del ferry era netamente superior a la exterior, lo cual me permitió desembarazarme de la portentosa campera que llevaba, parecía que en realidad iba dispuesto a hacer una expedición al polo, y ya más cómodo pude prestar atención a todo lo que rodeaba.
Los asientos comenzaban a llenarse y las voces en los altavoces nos avisaban que ya estábamos a punto de partir. Familias, mujeres y hombres de negocios, jóvenes estudiantes poblaban la gran cabina de esta embarcación que estaba realmente preparada para todo: cafetería, tiendas y wifi se ponían ya a disposición de los pasajeros para amenizar el cruce.
Lentos y pausados movimientos indicaron la partida de la nave y perezosamente comenzó su recorrido hacia la ciudad de Tallin.
Mi vista había cambiado de dirección, y a través de la ventana veía cómo una vez atravesada la dársena e internados en las aguas del golfo la ciudad comenzaba a desaparecer en el horizonte.
La temperatura de mi infusión y mi aliento empañaban el cristal, por lo que cada dos minutos debía limpiarlo con la mano.
Boreas parece que había soplado más de lo normal durante este invierno y la joven primavera todavía trataba tímidamente de hacerse presente, por lo que todavía se veían los vestigios del díscolo dios del viento en algunas finas placas de hielo que quedaban sobre la superficie del mar.
Tengo que reconocer que fui hipnotizado por la cruda y magnífica belleza de ese mar. Por las enormes gaviotas suspendidas en el aire. Por aquellos pequeños barcos pesqueros que volvían a casa después seguramente de una fatigosa faena y por la ilusión de los que estaban por venir.