27 de noviembre de 2011. Las marchas de Ni Una Menos aún no existían y en las pantallas volvía a aparecer el horror femicida: cuatro mujeres habían sido asesinadas en un departamento de La Plata. Tres años después hubo un juicio y una condena: reclusión perpetua para el albañil Javier Quiroga por homicidio simple y triple homicidio calificado.
Hoy, el cuádruple crimen de La Plata ocupa un lugar paradigmático en las marchas contra la violencia de género en la ciudad de las diagonales. Lo nombran, junto a los crímenes del odontólogo Ricardo Barreda, como el femicidio más atroz de todos los tiempos. Pero a diferencia de Barreda, que confesó sus asesinatos, Quiroga es, como el portero Jorge Mangeri o la envenenadora Yiya Murano, de los que clamará su inocencia hasta la muerte. No importarán la infinidad de pruebas, ni la sentencia firme en su contra.
Hace dos años se propuso no dar más notas (“los medios me maltrataron”), hasta que accedió a hablar para un equipo del programa Ciudad Negra. Episodios Criminales, de TV Universidad de La Plata. “Todos piensan que fabulo, pero la verdad no es fabular”, dice, mientras se acomoda en una silla blanca del sector “Escuela”, ubicado en el fondo de la Unidad 9 y prende un Viceroy.
–Estoy gordo. A la noche como mucho –larga de entrada, con una media sonrisa. No hace frío, pero Quiroga está excesivamente abrigado: dos camperas y un pulóver de lana.
Tiene 40 años, es morocho y retacón. Se seca la transpiración con una mano. Con la otra agarra un mate celeste, de plástico. El aula del sector Escuela está vacía. Dice que le falta poco para terminar el secundario y después quiere estudiar Derecho.
–Por mi caso aprendí a defenderme. Antes no sabía nada, ni siquiera el nombre del expediente –dice, cabizbajo, y se acaricia los pómulos, hasta donde llegan los surcos de las ojeras. Y suelta: “Acá se puede respirar un poco de tranquilidad”.
–En las marchas de Ni Una Menos se te menciona como un asesino sanguinario. ¿Qué pensás?
–No me molesta. Hay otras que saben quién fue el verdadero asesino. Y eso es lo que vale.
El 18 de julio de 2014 la justicia lo condenó como único autor del cuádruple crimen del barrio La Loma de La Plata. El otro imputado, Osvaldo “el Karateca” Martínez –ex pareja de Bárbara Santos, una de las víctimas–, fue absuelto. La cacería, de acuerdo con la reconstrucción de los peritos, había sido brutal: duró entre 30 y 40 minutos. Susana De Barttole –62 años–, Bárbara Santos –29–, Micaela Galle –11– y Marisol Pereyra –36– fueron asesinadas dentro del PH 5, en la calle 28 número 467, entre 40 y 41. La masacre ocurrió en las últimas horas del sábado 26 de noviembre de 2011. A las mujeres, concluyeron los jueces, las mató un solo hombre, el albañil Javier Edgardo “La Hiena” Quiroga Castillo, que “estalló en el acto” –no hubo planificación– y usó objetos de la casa, como cuchillos, destornilladores, palo de amasar, y sus propios golpes de puño. El móvil, hasta hoy, es un verdadero misterio.
En la faena criminal se estableció una secuencia. Todo empezó con Susana, en la cocina, mientras tomaban mate y fumaban cigarrillos. Por razones desconocidas, Quiroga, que supuestamente había ido por un arreglo en la casa, le pegó una piña y se descontroló hasta matarla. Luego, para procurarse la impunidad, fue hasta una pieza y mató a su nieta, Micaela. En ese mismo instante, la madre de la nena, Bárbara, se estaba bañando. A los pocos minutos la sacó de la ducha y la ultimó en el living. Pero no todo terminó allí: después de la faena familiar, sonó el timbre. Quiroga atendió e hizo pasar a Marisol, que había ido a visitar a Susana, de quien era amiga. Fue apuñalada apenas entró en el PH. Marisol era la única mujer que el albañil jamás había visto antes. Quiroga negó todo.
–Es una locura. Nunca les levanté la mano a mis hijos. Siempre fui un cagón, no me peleé con nadie –dirá en medio de esta entrevista, insistiendo en su inocencia.
En el juicio las pruebas fueron irrefutables: 18 pruebas de ADN de Quiroga en las víctimas, en las armas asesinas y en los espacios de la casa donde se desarrolló la secuencia criminal. Para sorpresa de los investigadores, su cotejo ya estaba en el expediente: había declarado como testigo por su condición de albañil de la casa. Ninguna prueba científica, ningún elemento objetivo en un juicio con 170 testigos puso a Osvaldo “el Karateca” Martínez en la escena del múltiple crimen.
Sin embargo, la saña mediática contra el Karateca había sido colosal. En los primeros meses después de la masacre, el fiscal Álvaro Garganta, el abogado Fernando Burlando y el periodismo habían construido a Martínez como el culpable perfecto por su “celopatía posesiva” contra su novia Bárbara, aun cuando su ADN había dado negativo. Hasta que el 2 de mayo de 2012 la pesquisa dio un giro de 180 grados: la detención de Javier Quiroga, que se había recluido de forma voluntaria en un centro de rehabilitación para adictos. “Me había separado de mi mujer, y estaba mal con las drogas y el alcohol. Por ese motivo fue que decidí internarme: para recuperarme y no para tener algo que esconder”, se defendió Quiroga en la sede policial, pero la evidencia en su contra era inexorable.
Pese a que tenía el ADN de Quiroga en el centro de los hechos, el fiscal no se rindió con Martínez y lo imputó por “coautoría”: entendió que había celebrado un pacto criminal con el albañil. En una oficina de los tribunales platenses, antes del juicio, Quiroga hizo una declaración espontánea: se exculpó y dijo que vio cómo Martínez había matado a las mujeres. La declaración forma parte de las coartadas más desconcertantes de la historia.
Contó, entonces, que la tarde de los hechos el “Karateca” Martínez lo fue a buscar a su casa, lo invitó a tomar una cerveza y le convidó una “rodaja de merca”. Que le confesó que estaba mal con “Barby” y le propuso hacer unos arreglos en la casa de su novia. Urgido de trabajo, Quiroga fue hacia allí. Que a la noche, cuando estaba tomando mate con Susana, Martínez apareció de improviso y, antes de discutir con Barby, le dio un golpe en la cabeza a la señora. Que tenía un arma de fuego en una mano, con la que lo amenazó y “paralizó”, y en la otra un cuchillo y que luego tomó un palo de amasar que usó para asesinar a las víctimas. Que no le quedó más remedio que esconderse detrás de una mesa, arrodillado, donde vio y escuchó cómo Martínez iba matando como si fuera un asesino profesional. Que además Martínez lo cortó en un brazo –luego se supo que esa herida se la produjo Bárbara, en su desesperada resistencia–. Que, antes de irse, Martínez lo obligó a dejar sus huellas donde luego aparecería su ADN. Que si en los meses posteriores a los asesinatos no lo denunció fue porque amenazó de muerte a toda su familia.
–Traté de no ver. Me asusté de tal forma que no supe qué hacer. Y luego me callé, fue el error de mi vida –repetirá, como un loop, en esta charla.
Salvo el fiscal Garganta, que consideró su testimonio en parte, nadie le creyó y lo condenaron a perpetua. La Corte Suprema provincial confirmó la sentencia. Sin embargo, tal fue la condena mediática de Martínez que en la opinión pública, cuando se nombra el cuádruple crimen, todos piensan en el Karateca y no en la Hiena. La violencia desmedida contra cuatro personas y el horror en estado bruto, concentrado a escasos metros en el departamento, despierta otro tipo de duda: la de que una sola persona sea capaz de cometer, por sí misma, semejante masacre.
Según datos del Ministerio de Justicia bonaerense, en la Unidad 9, cárcel de máxima seguridad, hay alojados 1.490 internos. Las celdas están colapsadas casi al doble de su capacidad. Quiroga cumple reclusión perpetua en el pabellón 16 B, donde están alojados, principalmente, ex integrantes de las fuerzas de seguridad del Estado. Quiroga llegó por un arreglo entre autoridades y jefes del pabellón. “Estaba asustadísimo, a ese tipo de preso lo llaman «mataconcha». El acuerdo fue que, aprovechando su oficio de albañil, hiciera unos arreglos y se quedara allí protegido. Además, su caso era muy mediático y podía traer malas consecuencias si le llegaba a pasar algo”, cuenta un empleado que trabaja en la Unidad. Y agrega: “Si hubiera entrado a otro pabellón, quizás lo habrían molido a palos. Matar a niñas se paga caro, es el límite”.
En los pasillos se huele a fruta podrida y a pis de gato. Los presos escuchan cumbia. “En mis seis años de estar preso, me pasearon por distintas unidades, pero acá por lo menos estoy cerca de mis familiares. Con una vez al mes que vengan me conformo, pero vienen todas las semanas”, dice Quiroga, que se acomoda el jogging gris a la altura del ombligo. Usa zapatillas deportivas. En un pasillo del aula hay citas de Vigilar y castigar, del filósofo Michel Foucault. De fondo, en un lado del pizarrón, hay escrita con tiza blanca una lección de lengua con la conjugación del verbo “correr”. Yo corro Tú corres Él corre Nosotros corremos Ellos corren. Del otro lado del pizarrón, se lee, a secas y en manuscrita: El Gauchito Gil y Unitarios y Federales.
En un mensaje telefónico, días después, dirá lo siguiente: “Si crees en Dios, él algo te va a decir… De no creer en nada… La verdad, es mía… Lo demás es tu propia convicción. No seas muy duro conmigo. Sé justo”.
Tres hijos: Eric, 21; Fernando, 18; y Lautaro, 15. El mayor trabaja en la recolección de residuos. El más chico juega al rugby. En un posteo de una red social que mantiene activa desde la cárcel, compartió un video de su hijo menor jugando al rugby. “Qué tanque”, escribió, con orgullo. El adolescente corre con la pelota, con una fuerza descomunal, y convierte un try.
Un nieto: Dilan, de seis meses. Una novia: Valeria, de 35. Valeria tiene cinco hijos. Piensa casarse con ella en los próximos meses. Una madre, Marina, de 59, que trabaja en casas de familia. “Ahora está jodida de la cadera. Es lo que más quiero. Si se muere, no sé qué hago”. Una fe: la evangélica. “Rezo todos los días, y a veces voy al pabellón de cultos, ahí me aceptan para que exprese mi credo”. Dos comidas favoritas: el huevo frito y el asado con ensalada rusa. Seis hermanos. Un apodo, Hiena, que rechaza. “Me lo pusieron en mi barrio, por el corte de pelo del boxeador Hiena Barrios. Pero después lo asociaron a lo que pasó. Hasta en eso me la dieron”.
El padre falleció a sus 19 años por un cáncer de pulmón. Fue hijo adoptivo: a su padre biológico jamás lo conoció.
En un mensaje escrito, Quiroga habla sobre su infancia: “Me crié en Formosa, mi vieja fue una laburadora asta (sic) hoy sin frenar ni los domingos. Todos nos criamos así con la cultura del trabajo. Para nosotros no existe la explotación infantil, trabajamos a la par de los adultos porque la vida es más dura para quien no tiene... En mi pueblo yo vendía chipá a la mañana, mi vieja se levantaba de noche para amasar y cocinar en un horno de leña para poder terminar antes del mediodía para poder ir a la escuela... Mi infancia fue la más feliz haciendo lo que hacía, desde pescar, casar (sic) o caminar por el monte”.
A 70 kilómetros de la ciudad de Formosa, Lucio V. Mansilla es un pueblo de 3.000 habitantes ubicado en el Departamento de Laishí, al límite con Chaco. La familia de Quiroga se fue del pueblo hacia La Plata cuando Javier era un niño. Abandonado por su padre, debió trabajar en la calle. Una hermana le pegaba, el padrastro era alcohólico y vivió episodios que le dejaron una angustia imposible de borrar. El hogar era compartido con otros familiares. Algunas tardes permanecía solo con un tío, que lo violó más de una vez. Una tía lo obligó a ahogar a tres gatos en una palangana. Luego hizo lo mismo con una cotorra. Sufrió convulsiones febriles. A los 13 años, intentó suicidarse con un arma de fuego.
Estos relatos integran los informes psicológicos antes del juicio. Sin embargo, consultado para esta entrevista, Javier Quiroga los niega.
–Jaja, nada que ver esos informes. Pero no me sorprende. Conté que lo que nunca olvidé fue ayudar a una tía a ahogar gatitos recién nacidos porque no los podía tener. Mi padrastro nunca me levantó la mano. El finado Quiroga era un buen hombre.
–¿Los psicólogos mienten, entonces?
–¿Sabés qué? Me da bronca que preguntes eso, cuando yo estoy acá por los inventos que hicieron desde peritos hasta abogados. Son especialistas de la mentira. Y todo fue hecho maliciosamente, me entrevistaron cuando estaba sedado. Me bañaban esposado, ¿a vos te parece bien eso?
–¿Seguís yendo a terapia en la cárcel?
–Sí, estoy yendo. Descargo muchos estados de indefensión o malos tragos. El psicólogo es solo un oyente, la verdadera terapia la hacés contra la pared, vos mismo pensando.
–¿Y dónde te sentís indefenso?
–Cuando mis hijos me cuentan que no tienen para comer, cuando no tienen para viajar en colectivo. Me siento como un parásito que vive de las cosas que pocos me puedan dar.
Días después, en otro mensaje, escribirá: “Quiero que entiendas que a los 18 ya era papá y mi vida no era como la de todos, porque cuando otros salían yo tenía responsabilidades. Yo sé lo que es no tener para comer. Me cagaron miles de veces… arrastré mi bicicleta con cantidad de cosas porque cuando no tuve sirujie asta (sic) de los diarios viejos comí... lloré mares porque veía la necesidad de los míos y aun así nunca le toqué nada a nadie… corté pasto por una leche... Tengo una verruga plantar de tanto caminar. Mis hombros a los 19 me los lastimé porque una máquina se trabó mientras intentaba pasar un losa... Yo nunca podría aver (sic) apuñalado a nadie porque ese movimiento me ubiera (sic) echo tirar al piso del dolor. La gente habla de mi pasado oscuro, y lo único oscuro fue mi color de piel”.
Los informes sobre su salud mental y física dicen que mide 1,66 –con un peso actual de más de 80 kilos–, que sufre de gastritis, que tuvo problemas con el alcohol desde los 13 años y con la cocaína desde los 18, que “es prolijo, aseado, tiene buenos modales y predomina su ansiedad por hablar”, y que poco tiempo después de caer detenido en 2012, se cortó el antebrazo izquierdo y fue derivado a la Unidad 35 de Magdalena con diagnóstico de “síndrome depresivo mayor”. Y que luego volvió a cortarse después de leer una carta de su hijo, “para descomprimir tensiones”, según sus palabras.
En los informes se llama la atención sobre las palabras que suele usar en las entrevistas, no acorde a su lenguaje cotidiano. “Es un sujeto que encarna los dichos sociales, como una especie de estar atado a los otros. Usa palabras clisé como «galantería», «cortejar», o frases pomposas. Tiene una estructura paranoica, se describe como un sujeto ajustado a derecho, que respeta y asume la ley. Está parado en su inocencia, pero rodeado por la angustia. Y se muestra cansado de que los periodistas lo juzguen tan solo con su mirada. Esa mirada desvela su paranoia”. En otro pasaje, se destaca: “Ha confesado que tiene baja autoestima con las mujeres. Dice que cree en la Justicia, pero recibió una condena a perpetua. Dice que no está enojado con el Karateca, que le desea lo mejor. ¿Es raro, no? Es el tipo que, según él, le arruinó la vida”.
En el juicio, Daniel Burgos, uno de los peritos, dijo que Quiroga era un sujeto egocéntrico y con rasgos impulsivos y psicopáticos: “Hay un desorden que busca la satisfacción inmediata sin mediar la situación del otro, es algo inmodificable a través del tiempo. Hay una perversión sobre un sometimiento desde el lado sádico para infligir dolor”.
Los profesionales lo perfilaron como un gran manipulador, un hombre sin compasión ni culpas por las víctimas, y que sus trastornos, sumados a la ingesta de tóxicos, desembocaron en un “cóctel explosivo”. ¿Por qué mató a las cuatro mujeres? Para la ciencia no importó el móvil, solo el hecho de que era una persona que podía estallar en cualquier instante.
–¿Cómo vivís lo que pasó, seis años después?
–En un principio, me afectó… –un largo silencio, la mirada clavada en el suelo–. Después te das cuenta de que una vez que entrás en el sistema, no salís nunca más. Y menos cuando uno no tiene la posibilidad económica. A mí me faltó dinero, inocencia me sobra. Soy un ignorante jurídico, pero vi cómo los testigos decían cualquier cosa, cómo los jueces no valoraban pruebas importantes como la del remisero
(N. de R.: Marcelo Tagliaferro fue el conductor que llevó a Marisol Pereyra al barrio La Loma y que días después del hecho dijo que reconoció a Osvaldo Martínez abriendo la puerta del departamento. Hoy está procesado por falso testimonio). La Justicia es para pocos. Yo no conocía a nadie, no tenía influencias… Estaba soldando y terminé en cana.
–¿Cómo?
–Nadie me va a entender. Estaba soldando en esa casa y a los seis meses estaba en cana. No hay una marcha por mí. ¿Quién me va a sacar? No tengo plata para un buen abogado. Ni siquiera puedo tener la causa que tiene 36 cuerpos, no tengo $1.700 para hacer la copia.
–Pero hay muchas pruebas en tu contra, como el ADN…
–(Interrumpe) Y sí, está en el mate porque estaba tomando mate con la señora…
–Pero hay ADN en los cuerpos...
–(Interrumpe) Sí, y la sangre también es mía porque me cortó el hijo de puta ese, y más vale que hay en el suelo porque caminé por ahí… y lo demás, no sé. ¿Cómo se hicieron las pericias? Les cortaron las manos y se las mandaron a los peritos en un sobre.
–¿Cómo?
–Las pericias no se hicieron bien. Yo soy albañil, no sé nada de ADN y de esas cosas. Te voy a decir una sola cosa: estuve seis meses en la calle después de estos hechos. ¿No me habría ido si hubiera sido yo? Tenía la posibilidad de irme a cualquier lado, tan boludo no soy.
–¿Y por qué no te fuiste?
–Porque tenía terror de que Martínez matara a mi familia. Se dijeron miles de mentiras. Como que fui a esa casa a cobrar una deuda. A mí nadie me debía nada, no les cobraba más que $400 por cada arreglo, ¿por eso las habría matado? ¿Me iba a poner a tomar mate, a fumar cigarrillos, y después a matar a todo el mundo? Fui pensando arreglar un cielorraso. Lo esperé a Martínez a las ocho de la noche porque necesitaba el laburo, no tenía nada más que hacer. Tenía una invitación al cumpleaños de un amigo y la deseché. Mirá que decisiones que a veces te cambian la vida, ¿no?
–La sentencia dice que estallaste, que no importó el móvil. ¿Qué pensás?
–¡No hay móvil, no hay estallido! Porque no podés vivir 35 años y un día matar a desconocidos así porque sí, porque no hay hobby de esa clase…
–¿Hobby de esa clase?
–Martínez las mató porque es un loco de mierda. Lo del hobby lo digo para parafrasear y comparar que no fue una broma lo que pasó. Si llego a salir alguna vez, me voy de la provincia de Buenos Aires, porque no quiero saber más nada de todo esto.
Quiroga baja la voz al mínimo, parece esforzarse por un llanto que nunca llega.
–Siempre dije por qué esa nena, Micaela, cómo fue que no alcanzó a llamar al 911. Por qué ningún vecino pudo escuchar... y hablan de las huellas mías. Esa casa estaba llena de huellas mías. Yo arreglé hasta las cortinas ahí. Ese día hasta la señora me dijo que la llave de gas de la cocina no le funcionaba. Hacía un mes que no iba a esa casa. Me convidó cigarrillo, yo pensé que estaba sola, no vi a las otras chicas. Entonces Martínez llegó, al rato se escuchó un “ay”, después no veo nada, y empieza el desastre… Me dicen por qué no saliste de ahí. Porque cada uno se manejaba con su llave, y la puerta de la calle estaba cerrada. Levanta el tono.
–Estuve en un lugar donde no tuve tiempo de tomar nota de lo que estaba pasando. Me cagué todo. A mí lo único que me interesaba era salir de la casa, era un quilombo que no era mío. A la nena no la vi. Ni sabía que estaba ahí. Y la última señora, la que entró, esa señora estaba viva. La intenté agarrar, y no sirvió. A Bárbara la quise ayudar, pero debajo de la mesa no pude. Tuve intentos de hacer algo, pero todo lo usaron en mi contra.
–¿Pudiste hablar con los familiares de las mujeres muertas en algún momento?
–No me dieron la oportunidad. ¿Qué podés hablar con una persona que no tiene idea de lo que pasó ese día? ¿Qué te puede pasar a vos si tenés enfrente a alguien que vio cómo masacraban a tu ser querido? No vas a tener ganas de hablar. El padre de Micaela en el juicio me regaló unas zapatillas, ese tipo es un héroe. Pero yo no tengo problemas con nadie. En 35 años nunca había entrado en una comisaría. De repente me convertí en el hombre lobo platense.
Respira agitado. Y antes de levantarse de la silla para regresar a su celda, dice:
–Esta entrevista no sé por qué la hago. Para llenar un espacio donde la gente opina.
–¿Tenés esperanza de salir?
–Sé que me queda ir a la Corte Suprema de la Nación pero los abogados ni me llaman. En algún momento me voy a ir. Como dicen todos, acá no nacimos.
Juan Manuel Mannarino
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