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“Papá, vení rápido a casa. Tengo que mostrarte algo y es urgente”, decía la voz de un joven del otro lado de la línea. Eran poco frecuentes las ocasiones en que su hijo menor lo llamaba y con semejante premura. Por eso dio por terminada su caminata nocturna por la playa y regresó a su casa con asombro y curiosidad.
“Lo que tenía para mostrarme era un montón de pelos negros que entraban en una mano, todos sucios y con un poco de sangre”, recuerda Alejandro Bermejo. Según le contó su hijo en ese momento, había encontrado a la perrita tirada en la calle. Supuso que la había pisado un auto y la llevó a la casa para que la ayudaran. “Después vemos qué hacemos con ella. Seguramente Lidia podrá tenerla en su casa”, le dijo a su padre con seguridad.
“Iba a estar pocos días en casa”
Pero después de la muerte de Loth, un ovejero alemán que compartían en el cuidado, Alejandro se había prometido no convivir con ningún otro perro en su vida. Había sufrido demasiado con la pérdida y no estaba preparado emocionalmente. Pero el destino tenía otros planes para los días que seguirían.
La lavaron con cuidado y la llevaron a la veterinaria. Ya era tarde. La médica los tranquilizó y les explicó que se trataba de una cachorra, que no tenía ningún hueso roto como ellos habían pensado, aunque sí estaba en shock y con hambre.
Pasaron los días. Al comienzo la cachorra se recostaba en el colchoncito que Alejandro le había puesto cerca de la calefacción y desde allí miraba todo con sus ojazos llenos de temor y desconfianza. Se levantaba para comer y hacer sus necesidades: en el living, en la cocina o en su oficina. “No me molestaba, sabemos que los cachorros hacen esas cosas. Yo hice lo imposible por no encariñarme. Después de todo, según mi hijo, iba a estar unos pocos días en casa. Pero algo sucedió una tarde, yo salía rumbo al trabajo y le dije ya regreso y pronunció un sonido muy tierno, algo así como no quiero quedarme sola y eso me mató”.
Al cabo de un mes, el susto que la perrita mostraba al comienzo fue reemplazado por un afán de morder todo lo que estaba a su alcance. Cables, cargadores de celulares y laptops, zapatillas, el colchón improvisado como cuna, alguna remera y un número infinito de objetos que se usan en un hogar.
“Siguió creciendo y ocupando espacios”
“Eva, así la bautizamos, siguió creciendo y ocupando espacios. Se esforzó especialmente por robarles lugares a Peluda y Madre, las dos gatas que la antecedían y que no estaban muy felices ante la presencia de ese bicharraco destructor y ladrador, sobre todo ladrador, con ese ladrido agudo que caracteriza a los cachorros inquietos”.
Pero también pasaban los días y quien supuestamente iba a adoptar a la perrita no daba señales de tener intención alguna de hacerlo. Alejandro insistía, le enviaba fotos, le contaba anécdotas tiernas y graciosas. Pero pronto los recursos para lograr algún tipo de reacción en la joven mujer se agotaron y Alejandro entendió que ya no serían tres en la casa, sino que tanto él como las gatas tendrían que darle la bienvenida definitiva a Eva.
En cuanto a su carácter, todos iban a tener que ser pacientes. Todo apuntaba a que iba a ser ladradora, mandona, demandante, pero juguetona y divina. Todo eso junto en un montón de pelos, que crecía diariamente, mientras las visitas a la veterinaria se hacían mas espaciadas, siguiendo el ritmo de las vacunas y los antiparasitarios.
“Eva fue una compañía durante el encierro”
Y pasó el tiempo. Y con él llegó la pandemia de 2020 con sus novedades: el encierro, la imposibilidad de salir a trabajar, las clases por zoom, las infrecuentes visitas de los hijos, las charlas por teléfono con los nietos y las medidas de restricción. “La cuestión es que Eva debía salir a caminar un poco. Para muchos eso era sencillo, pero teniendo todo un destacamento de prefectura frente a casa era difícil de escapar a los controles. Eva era la compañía viva en ese encierro. Era tener la posibilidad de conversar con alguien que respondía al momento y que también cuestionaba a las patrullas de prefectura que nos decían regresen a su casa, está prohibido caminar por la playa”.
Aprendieron de memoria los horarios en los que las patrullas desaparecían. Se volvieron expertos en disimular los paseos. Poco a poco, se transformaron en expertos en evasiones. Alejandro asegura que le encontraron a los paseos nocturnos por la playa de Puerto Madryn una magia especial que los conecta de una forma distinta. “Ella se siente cómoda y yo también porque hay menos gente y no necesito llevarla con la correa. Eso costó mucho trabajo. Con paciencia aprendió a caminar cerca, a alejarse y volver corriendo con una sonrisa grandota de oreja a oreja y no cruzar las calles hasta que no está a mi lado”.
Y fue en la pandemia cuando Alejandro (72), que es sociólogo, profesor e investigador universitario en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, entendió el motivo por el que Eva había llegado a su vida. “Cuando me quedé solo, Eva estuvo allí compartiendo cada vez más mi vida mientras se sentía dueña y señora de la casa. Finalmente, cuando primó la inteligencia y terminamos con el encierro, la costumbre de la caminata siguió, aunque sin persecuciones de las fuerzas de seguridad y con Eva instalada definitivamente en mi casa, en mi corazón y en mi vida”.
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