Combatieron como integrantes de las fuerzas aliadas en la mayor conflagración de la historia contra el fascismo. Muchos de ellos murieron sin ser reconocidos, otros cuentan su historia ahora por primera vez
Cuatro de julio de 1944. Las playas de Normandía son escenario de una de las batallas más famosas de la historia. Por el cielo cruzan dos aviones Spitfire de la RAF, la Real Fuerza Aérea británica. Del otro lado, en el mismo cielo, cuarenta aviones alemanes. Dos contra cuarenta, así de simple.
Los pilotos de la RAF no se acobardan. Al contrario, enfrentan a la formación alemana de frente para dispersarlos y, dados a la persecución, derriban dos aviones cada uno. La unidad alemana Richthofen emprende la retirada. El cielo de Normandía se abre libre para los vencedores, y cruzan rasantes las playas sin saber que ahí, ese mismísimo 4 de julio 1944, un conjunto de periodistas visita el teatro de guerra. Serán esos cronistas quienes escriban la hazaña que dejará a esos dos pilotos, Kenneth Charney y Pierre Clostermann, en la historia grande del siglo XX.
Pero esa misma historia grande olvidará un detalle: ninguno de esos dos pilotos de la RAF era realmente británico. Clostermann, famoso piloto francés y recordado por muchos por su emotiva carta a los aviadores argentinos de las Malvinas, era en verdad brasileño. Y Kenneth Charney, bautizado como el Caballero Negro de Malta –uno de los mejores y más temibles pilotos de la Segunda Guerra–, era un argentino nacido en Quilmes, enrolado como voluntario para pelear contra el fascismo.
Fueron cerca de 4500 los argentinos que se presentaron por propia voluntad para combatir junto con los Aliados en la Segunda Guerra. Si bien la mayoría fueron hombres, también hubo muchas mujeres que prestaron servicio. Durante años, nadie rescató sus historias. Ni siquiera fueron olvidados. Simplemente, nadie los conoció, salvo un hombre (que luego presentaremos). Pero el resto de la gente no. ¿O acaso escuchó alguien alguna vez la historia de Stanley Coggan? ¿Conocen el nombre de Pedro Davreux? ¿Sabe quiénes son Irma Weys, Ronnie Scott o Peter Harrison? La fama es un animal tramposo tendido a la falda de dioses falsos. Pero qué importa la fama, dirían, si al final se cumplió con la tarea. ¿Cierto? Qué importa la fama si el premio fue vivir en un mundo en el que no existe Hitler.
De esos 4500 hombres y mujeres, algunos viven. A 17 de ellos, los que fueron ubicados y estaban en condiciones de asistir (todos tienen más de 90 años), se los homenajeó en septiembre último en el Congreso de la Nación. "El Estado argentino tardó en reconocerlos. Ellos no tuvieron dudas, no fueron enviados por el gobierno, sino que fueron para defender la libertad. Sabían muy bien qué debían hacer cuando el gobierno argentino no tenía claro qué papel tomar. Han sido generosos al ofrecer su vida para un mundo libre", dijo durante el acto la diputada Lucila Lehmann, de la Coalición Cívica, una de las organizadoras del homenaje junto con las también diputadas Marcela Campagnoli y Elisa Carrió. Además de entregarles un diploma, se recordó la presentación de un proyecto de ley, aún sin resolución, que propone nombrar al 8 de mayo como el Día del Voluntario Argentino de las Fuerzas Aliadas en la Segunda Guerra Mundial.
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Sigamos con nuestro piloto de Normandía. Hijo de un inglés instalado en la Argentina, Kenneth Charney nació en 1929 en el conurbano bonaerense, pero creció en Bahía Blanca. Tenía 19 años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Como tantos otros argentinos, se presentó como voluntario para unirse a las fuerzas aliadas contra el nazismo. A fines de 1941 entró en combate por primera vez en la mítica defensa de Malta. Allí derribó a su primer avión. A bordo de un Spitfire, se dice de él que en total derribó 12 aeronaves enemigas, número altísimo para cualquier piloto. Fue, sin duda, el más temido de los aviadores argentinos en la gran conflagración del siglo XX.
Su táctica de atacar de frente a los escuadrones de aviones alemanes para dispersarlos y perserguirlos de a uno le valieron el apodo de Caballero Negro. Más adelante conoció y tuvo a sus órdenes al ya mencionado Clostermann, uno de los pilotos más famosos del conflicto –¡23 derribos!–, con quien atacaron juntos Normandía, con la misma estrategia.
Tuvo incontables misiones. En diciembre de 1944 es enviado a Sri Lanka para preparar un ataque en el Sudeste Asiático. Sin embargo, la misión nunca sucede. El conflicto termina y él sigue su carrera en la RAF hasta 1970, cuando se retira como Coronel y se avoca a una vida completamente distinta. Se convierte en un hippie vagando en una van por Europa. Muere de cirrosis en Andorra, afectado además por un cáncer provocado por la exposición a material radioactivo en las Christmas Island, donde estuvo en misión durante experimentos nucleares.
Hay una escena que pocos conocen: Charney es recibido en el Palacio de Buckingham en 1944 por el rey Jorge VI. Lo acompaña el embajador argentino Miguel Ángel Carcano. Allí, será condecorado por lo hecho en Normandía. Pero la noticia no llegará a nuestro país ni a las orillas de su casa en Quilmes. Nunca, acaso, hasta hoy.
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Peter Harrison tiene 94 años y vive en el campo, en Ameghino. Era alumno del colegio San Jorge cuando estalló el conflicto. El director entró en su clase y se los anunció: Inglaterra le declaró la guerra a Alemania. Apenas lo escuchó, supo que no bien terminara sus estudios, iba a tener que participar de esa guerra. "Me pasó un escalofrío por el cuerpo. Mi padre había sido oficial de carrera, así que había cierta tradición... Por eso supe al instante que cuando cumpliera 18 años, me iba a tener que ir. Lo supe y no pensé más en eso hasta que llegó el momento".
Así fue, apenas terminó el colegio se alistó como voluntario y, en abril de 1942, partió rumbo a Inglaterra. Se registró y lo mandaron a Canadá para realizar su entrenamiento como soldado de artillería. Ya formado volvió a Europa, donde comenzó su entrenamiento para ser oficial. Era 1944. "Ya se preveía que los Aliados iban a avanzar en Europa, pero se necesitaban tropas para combatir a Japón, que no se rendía. Entonces, pidieron voluntarios para ir a la India y me alisté. No dudé. No me daba miedo. Sabía lo que podía ocurrir, pero… lo que será, será, ¿no? Si uno se asustaba, la vida se volvía imposible. Así que partimos en barco. Me gustaba sentarme en la proa y mirar las olas, a veces aparecían delfines que nadaban a nuestro lado. Como yo era artillero, estaba encargado por las noches de hacer guardia, por si nos cruzaba algún caza o un bombardero. Estaba seguro de que si aparecía un avión alemán, lo iba a derribar, no tenía dudas", cuenta en la casa de su familia en Martínez, donde viene de visita una vez cada tanto.
"¿Qué pensaba de Hitler? Era un asco. Había que liquidarlo. Era todo lo que uno no quería que fuera un dirigente. Violento, asesino. Un loco… ¿Se imagina vivir bajo el régimen de control nazi? Sin justicia, sin derecho, sin libertad… Una vez, mucho tiempo después, viajaba en un colectivo acá en la Argentina y tenía a un muchacho rubio al lado. Resultó que era alemán y que había sido parte de la SS, una de las facciones más violentas. No sé qué le dije y me respondió: ‘Es que yo no entré por voluntad propia. Vinieron a la escuela secundaria cuando tenía 17 años pidiendo voluntarios para la SS y los que no querían entrar, iban a ser enviados al frente ruso sin entrenamiento’. Y me dijo que antes de pelear con los rusos prefirió entrar en la SS, qué sé yo… En todo caso, yo estoy muy contento de haberme ofrecido para enfrentar esa atrocidad".
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Otro héroe desconocido. Hijo de padres belgas, nació en 1912 en Buenos Aires. Después de completar sus estudios, el Ejército Argentino lo convocó para el servicio militar obligatorio. Las armas no estaban en los planes de Pedro, que para entonces ya se dedicaba a tratar con clientes europeos en la empresa de su padre. Alegó que haría el entrenamiento militar en el ejército belga y fue excusado. Al poco tiempo, fue justamente el ejército belga el que lo convocó para dar servicio. Se negó, renunciando a su segunda ciudadanía.
Poco después, sin embargo, terminó la paz en el mundo. Sus clientes europeos comenzaron a contarle a Pedro el horror que comenzaba a vivirse, las ocupaciones nazis, los destierros, los maltratos. Entonces sí nació en él una vocación que venía esquivando: fue a la embajada de Bélgica en Buenos Aires y se alistó como voluntario. No quería prestar servicio obligatorio; quería pelear contra Hitler.
No fue el único en su familia. Su hermano Juan también se alistó, y su madre y sus dos hermanas viajaron a su pueblo natal en Bélgica para ofrecer asistencia y apoyar a los suyos. Años después, la historia terminará con Pedro cayendo en un paracaídas mientras su avión en llamas se estrellaba contra el firmamento. Entre medio sucedió la siguiente historia, reconstruida aquí gracias al trabajo del escritor Claudio Meunier, aquel hombre mencionado al principio, especialista en el tema y autor, entre otros, de Volaron para vivir, donde cuenta historias de algunos de estos héroes. Él, con su trabajo y dedicación, fue uno de los primeros en rendirles homenaje. Es también quien encontró la tumba del Caballero Negro de Malta en Andorra y recuperó su historia, la cual está escribiendo para su próximo libro. Antes, además, logró que repatriaran los restos y los enterraran en Chacarita. Fue vital para esta nota (quienes quieran contactarlo o conseguir su libro, él ofreció comunicar su mail: claudio.meunier@gmail.com).
Volvamos a la historia de Pedro, entonces. Llega a Canadá en mayo de 1941 para realizar su entrenamiento. Se forma como soldado raso y en agosto de ese año, arriba a Gran Bretaña. En abril de 1942 es reclutado para la sección belga de la RAF. No le reconocen su entrenamiento y lo vuelven a mandar a Canadá. Estoico, realiza las mismas tareas otra vez, los mismos cuerpo a tierra, los mismos rituales de disciplina. Tiene cerca de 28 años y está viejo para ser piloto. Le ofrecen ser lanzador de bombas y le sugieren cambiarse el nombre por si cae prisionero de los alemanes. Se bautiza entonces Louis Robert.
Vuelve a Europa, ahora sí, preparado para la guerra, y es la guerra quien lo recibe: le informan que su madre y sus hermanas fueron capturadas por los nazis por ayudar a unos pilotos aliados derribados, y enviadas al campo de exterminio de Mauthausen.
La primera venganza la tendrá el 27 de agosto de 1944, a bordo de un Halifax, en una misión sobre la ciudad alemana de Hamburgo. A partir de entonces, comienza a tener misiones, una tras otra, hasta el 23 de septiembre. Luego de atacar un centro de formación ferroviaria, su avión es alcanzado por un caza nocturno Messerchmitt y luego de varias maniobras, su comandante ordena abandonar la aeronave. Se tira en paracaídas, junto con otro compañero. La nave, con el piloto y otro soldado a bordo, estalla contra el suelo. El paracaídas de quien se tira junto con él nunca se abre. El de Pedro sí, sobre la hora, y aunque sobrevive se lastima la columna al caer. Lo salvarán luego unos lugareños holandeses, que lo mantendrán oculto hasta que llegan a rescatarlo. Será enviado a Inglaterra. Meses después, luego de ser internado y recuperarse, se reencuentra con su hermano Juan y recibe la noticia de que su madre ha sido asesinada en el campo de exterminio, pero sus hermanas fueron rescatadas junto a una joven belga llamada Claire. Con ella se casará Pedro el 6 de agosto de 1946. Con ella volverá a la Argentina. Con ella descansa desde el 17 de enero de 2003, en la bóveda de la familia Davreux en el cementerio de Namur, Bélgica.
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Recuerda el día que tuvo que bajar su avión en el agua. "Dejó de funcionar el motor, se plantó nomás… y tuve que amenizar. No sé qué pensaba en ese momento, pero la marina te enseña que no estás muerto hasta que lo estás. Entonces, planché al avión, puse la velocidad más adecuada para poder controlarlo, le bajé la nariz y cuando vi que estaba llegando la ola hice el planeo. Y así lo aterricé en el agua. Salió perfecto, pero me pegué un golpe en la cabeza tremendo. Habré estado dos o tres segundos inconsciente, pero si estamos acá sentados tomando un té es porque se ve que sobreviví, ¿no?". El que habla es acaso uno de los pilotos de su generación más reconocido. Tiene 101 años, se llama Ronald David Scott –se lo conoce como Ronnie–, y fue uno de los 270 pilotos argentinos de la RAF.
"La comunidad británica acá era consciente de lo que pasaba. Ya se había peleado contra los alemanes en el ’14. Se sabía lo que eran. No se podía perdonar lo que hacían. Era algo concreto e ineludible. En nuestro país muchas veces pasan cosas y no se hace nada. Hay una frase que he escuchado tantas veces que dice: ‘Y… bueno’. Pero en ese momento no se podía decir ‘y... bueno’. Había que hacer algo y lo hicimos", dice.
La vida quiso que su relación con los conflictos armados no terminara ahí: casi cuarenta años después sería su hijo quien fuera piloto del ejército. Con una diferencia: no volaría en defensa de la Corona británica, sino en contra, como parte del ejército argentino.
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John Gifford Stower nació el 15 de septiembre de 1916 en la provincia de Jujuy. Se alistó como voluntario y formó parte de la RAF como piloto de un bombardero Wellington. Después de varias misiones, su avión fue derribado y cayó al agua. Él sobrevivió junto con todos los tripulantes, pero fueron capturados por el ejército alemán y enviados a Stalag Luft III, un campo de prisioneros. De allí logró escapar y se dejó recapturar para poner en marcha un plan mayor: organizar una fuga masiva.
Así lo hicieron: 75 prisioneros británicos, muchos de ellos de la RAF, se fugaron de aquella prisión. Sin embargo, fueron recapturados. Por orden directa de Hitler, que sentía que su ejército había sido avergonzado con la fuga, 50 de esos prisioneros fueron ejecutados, entre ellos, el argentino John Gifford Stower, uno de los cerebros de esa gran fuga. Fue fusilado en algún lugar de un bosque alemán.
Su historia sí fue inmortalizada: es uno de personajes de la película El gran escape (1963), con Steve McQueen y James Garner. Pero otra vez se omite un detalle: aquel hombre libre era también argentino.
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Stanley me toma la mano. Gracias, dice. Gracias. En sus ojos se forman dos medialunas de lágrimas. No caen, están ahí contenidas debajo de sus ojos rojos. A pesar de sus 94 años, tiene la voz firme. Le cuesta un poco caminar por una lesión que arrastra en la columna desde que su avión tuvo que aterrizar de emergencia, el 1° de abril de 1945, en territorio alemán. Pero tiene el carácter fuerte como un roble. El Roble Coggan, a bordo de un Halifax, volando rasante para detener al fascismo. Alguien pudo escribir su leyenda en las tantas crónicas de la gran guerra. Se escribirá ahora, en estas líneas que llegan, en su caso, a tiempo. Aunque no todos los héroes pudieron esperar, él sí.
Los ruidos de los autos entran por el balcón de su casa, un primer piso en Lomas de Zamora. Hay insignias de distintos países colgadas en la pared. Un escudo de armas original, una señal vikinga, carteles en danés de bienvenida. Los colecciona su hijo, Danny, que nos recibe contando historias de familia. En la habitación, conviven dos diplomas de honor: uno al padre de Stanley de parte de la Corona británica, por haber peleado en la Primera Guerra Mundial. Otro, al lado, del Congreso de la Nación Argentina, a él, por haber peleado en la Segunda.
"En 1942 cumplí 18 años y le dije a mi padre que quería irme de voluntario. Me dijo que él no me podía parar porque también había sido voluntario en el ‘14. Y así es como zarpé el 10 de diciembre de ese año, convencido. Yo siempre había sido un defensor de la democracia. Y antes de que Hitler llegara a la Argentina, lo iba a ir a combatir sin importar dónde fuera. Realmente era un hombre sin corazón. Le gustaba ser lo que fue: un dictador", dice.
Realizó 14 misiones a bordo de un Halifax cuatrimotor y 15 en un Lancaster. "¿Qué sentía mientras piloteaba?", repite después de escuchar la pregunta. No tarda en responder: "Nada. Nosotros tomábamos dos pastillas: una para no adormecernos, porque teníamos muchas misiones de noche, y otra para tranquilidad emocional. Así que sentía tranquilidad. Para ser piloto hay que tener un corazón de mármol y olvidarse de todo el resto. Porque hay tanto que hacer que es imposible si no. Hay un objetivo y hay que cumplirlo, y así es como ganamos la guerra", recuerda.
El 3 de abril de 1945 ya todo estaba terminando. Lo mandaron bombardear un centro neurálgico de ferrocarriles en la zona de Ruhr, Alemania. Fue el día en que las pastillas para la tranquilidad dejaron de funcionar. En su Remedios de Escalada natal, zona sur del conurbano bonaerense, Stanley había trabajado más de dos años en una central de ferrocarril. Y ahora tenía que destruir una especie de maqueta de su hogar. Lo hizo, sin embargo.
"Estaba bombardeando y me sentí muy afectado. ¿Te imaginás lo que significó para mí? Era como bombardear mi casa… Y eso me hizo mal. Me hizo mal. Tal es así que, al volver, estaba aturdido, y una esquirla de cañones antiaéreos me llegó a destruir uno de los motores internos del avión y me lesionó la pierna. Además, dejó averiado el motor de aterrizaje. Avisé a la base y me dijeron que amenizara en el Canal de la Mancha, es decir, que aterrizara en el agua. I’ve got juice, les respondí. ¡Tengo petróleo, tengo jugo! Haga lo posible de llegar a Dover, me respondieron, al sur de Inglaterra. Entonces, di la orden de eliminar material pesado, y entre todas las cosas que descartaron tiraron mi paracaídas, que incluía mi almohadón del asiento. Así que tuve que aterrizar forzosamente sin tren de aterrizaje y sentado en un asiento metálico. Y lo logré, no le pasó nada a la tripulación, pero me lastimé mucho la base de la columna y la pierna. Fue mi última misión. Pasé 30 días en el hospital y a los cinco días de salir, el 8 de mayo de 1945, la pesadilla terminó".
Cuando se enteró, se arrodilló y miró al cielo. Era mucha la gente que por entonces miraba al cielo para agradecer. "Yo había elegido ser piloto porque, de todas las posibilidades que había, estar en el cielo era la que te ponía más cerca de Dios", dice.
"Gracias, pensé. Mi granito de arena surtió efecto, pensé. Dios me ayudó. Sí, eso pensé. Y hasta el día de hoy sigo pensando igual: Dios me ayuda a tener 94 años y estar en pie".
Lo desmovilizaron el 25 de julio de 1946. El 27 se subió al barco y el 29 salió de Londres. Al mes estaba en Buenos Aires, yendo con otros camaradas a una parrilla en la avenida Corrientes.
–¿Qué siente, Stanley? ¿Qué significa haber estado ahí?
–Pienso que forma parte de mi historia. He pasado por cosas lindas, cosas feas… pero siempre proyectándome a algo mejor. No me puedo quejar por lo que he vivido, y en especial en este momento, donde es necesario que todos tiremos del mismo lado. La cinchada es a todo o nada, y yo estuve muy cerca de nada. Por eso rezo a la mañana y a la noche para que haya paz y tranquilidad, y que podamos ver las cosas lindas que hay en este mundo. Guerra, no. No quiero saber más nada de guerras. Si hubiera otra guerra me tiraría del balcón, porque las guerras no traen nada. Tenemos que tirar todos juntos. Debemos hacerlo en la Argentina, carajo. Debemos tirar todos juntos.
Lucas Garabento
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