A mediados de marzo, la comunidad artística se debatía entre el pánico, el desconcierto, la contención solidaria –vivos gratuitos para compartir la angustia ante lo desconocido– y los primeros y tímidos intentos por fomentar una economía a la gorra en el desierto que se abría bajo nuestros pies. Fiel a su estilo, sin vergüenza ni intermediarios, Hernán Casciari reaccionó rápido. Al ver que todos los recitales de cuentos que tenía programados para los meses siguientes –incluida su primera gira por Estados Unidos– se cancelaban, anunció su paso al streaming. Pero no sería, en su caso, solo un paliativo anímico para tiempos de crisis: sería también un gran negocio.
El 12 de marzo, un día después de que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia del covid-19, Casciari dijo en Twitter que tenía una idea trasnochada, pero que podía ser perfecta. Pidió contactos de "capos reales" de las grandes startups de delivery. Se comunicaron representantes de Rappi, PedidosYa, Glovo y Uber Eats y el autor improvisó una pequeña subasta: la marca que ofreciera más dinero en cupones de regalo se convertiría en sponsor de su ciclo. "No fue una negociación privada –dice Casciari–. Lo supo la gente al mismo tiempo que yo".
PedidosYa ganó la compulsa con un cupón de US$9 y así nació "Streaming con delivery": cada noche de sábado del primer semestre del coronavirus, Casciari se conectó desde su casa en el barrio porteño de Villa Urquiza y contó historias para su comunidad de fans. Por un ticket de $800, el usuario accedía al vivo y a una cena de alguno de los cientos de locales afiliados a la promoción. Streaming sin delivery, $500. Streaming más un ebook: $600. Vendió un promedio de 2000 tickets por función; o sea, unos 150.000 espectadores –calculando tres personas por IP– se conectaron para ver a Casciari en directo a lo largo de las primeras 24 funciones. Al final de cada lectura, liberaba la grabación completa en YouTube.
Un día después de que la OMS declarara el estado de pandemia, el hombre que hace una década se volvió emblema de autogestión editorial y que, como narrador, convoca a miles de fans ya tenía un plan para conseguir sponsor para sus shows por streaming.
Seis meses más tarde, Casciari recuerda los distintos "niveles de vergüenza" que atravesaban los colegas a la hora de adaptar su trabajo al tiempo nuevo. "En países como el nuestro, cuando sos artista, hay como una culpa a lo económico que para mí hay que sacársela de encima rápidamente". Esa ambición frontal y ese impulso innovador lo convierten en una criatura rara de la escena cultural, en un escritor-emprendedor que negocia en público y que asume que el dispositivo de rentabilidad alrededor de su obra es parte central del proceso creativo. "El proceso es un marketing genuino. Generalmente se identifica al marketing con mentir, con no decir toda la verdad, con mostrar solamente la pata de la sota, con exclusivizar. Para mí, el marketing más alucinante es el de hacer partícipe al que va a jugar con vos: «Estamos buscando a un tipo que ponga la plata para que vos te lleves la comida». Decírselo a la gente, no reunirte con el tipo antes. El tipo me chupa un huevo. Pero la gente va a seguir estando conmigo siempre".
Cuando hablamos para esta entrevista, faltan un par de días para que lleve su ritual pandémico a un autocine de la zona de Mercedes, su ciudad natal. Luego de que eso ocurra, tras despedirse de la noche fría con los pelos al viento y la voz medio tomada, escribirá un mensaje en Twitter que resume su parábola: "Empecé a pensar historias a los 12 años. Pero nunca se me hubiera ocurrido la de un escritor que vuelve a su pueblo, cerrado en pandemia, y lee en streaming a unos vecinos en auto, con barbijo, que aplauden a bocinazos cuando pasa un dron. Mucha fantasía".
No es raro que se sienta cómodo en el caos. Casciari fue hecho para esto. O, más bien, el producto de sí mismo que viene elaborando desde hace dos décadas parece haber dado con el ecosistema perfecto: una sociedad global confinada e hiperconectada, ávida de historias simples, emocionantes y divertidas. Humanos recluidos necesitados de interacción comunitaria. "Sacando el costo social, este mundo me resulta mucho más divertido, más dinámico que el anterior, y al mismo tiempo me cuesta un montón mostrarme feliz –reconoce–. Así que trato de poner siempre por delante el costo social, pero desde la mirada más egoísta: que siga así toda la vida. Lo que más me gusta hacer, que es leer cuentos en voz alta, o escribirlos, o producir, lo puedo hacer a una velocidad tremenda. No hay límite geográfico. No hay «localidades agotadas». Todo el tiempo que dejé de perder en aviones, en hoteles, lo capitalicé en sacar libros y en hacer cosas que había dejado de hacer. Todo es completamente nuevo, y cuando cambian las reglas es cuando más curioso me pongo".
En estos días se cumplen 10 años desde que renunció al grupo editorial Mondadori. Ese portazo que convirtió en bandera y charla TEDxRíodelaPlata fue el punto de partida de un camino de autogestión que terminó de estallar en los últimos meses. Casciari dirige su propia editorial desde casa. Además de la revista Orsai, comercializa sus libros solo a través de su página web. La pandemia multiplicó tanto las ventas que en un momento de la cuarentena debió alquilar una cochera en el frente para armar un depósito. Reimprime cada 25 días y todas las mañanas, antes de que sus colaboradores empaqueten los envíos, dedica un tiempo a firmar cada ejemplar. "Tengo la sensación de que toda la gente que antes iba a Yenny preguntando por un libro mío y le decían «no, Casciari no va a librerías» terminaba comprando uno de Sacheri, y ahora están todos buscando en internet y lo encuentran rapidísimo. Es un quilombo alucinante".
Sacando el costo social, este mundo me resulta mucho más divertido que el anterior, y al mismo tiempo me cuesta mostrarme feliz.
Sus dos últimos libros salieron en agosto y septiembre: el último recopila sus columnas para La Nación publicadas entre 2008 y 2010 y el anterior, Los consejos de mi abuelo facho, reúne algunos textos inéditos y otros no tanto escritos en los 90, en especial durante el año en que Chichita, su madre, lo mandó a vivir a la casona del abuelo Marcos en San Isidro para tratar de enderezar al adolescente tardío en que se había convertido: un proyecto de escritor con muchas ínfulas y poca disciplina que, a sus 26 años, llevaba más de una década firmando artículos en los diarios de Mercedes y gastándose el dinero en cocaína. El pequeño hallazgo de Los consejos de mi abuelo facho son dos relatos escritos en esos meses de encierro y desintoxicación bajo el ojo vigilante de Don Marcos. Florencia, su hermana, encontró el material haciendo orden al comienzo del aislamiento. Apuntados en un cuaderno de hojas rosadas, "El contorno" y "El entorno" son las memorias fragmentarias y prematuras de un joven que buscaba su voz a los ponchazos.
"Fue raro leerlo –dice Casciari–. Todo lo que es anterior al diskette lo perdí o lo quemé: seis novelas, muchísimos cuentos... todo muy malo. Tengo conciencia de lo horrible que era todo eso. Este cuadernito no se quemó ni se perdió porque quedó en la casa de mi hermana. Me llamó un montón la atención porque no era algo que escribí para hacerme el inteligente. Yo en esa época escribía para hacerme el inteligente. Por eso era malísimo todo: era una ausencia absoluta de estilo y a la vez me subía a cualquier estilo todo el tiempo. Pero, en cambio, en esos papeles rosas no utilicé esos recursos porque era un texto de respuesta a una discusión con mi abuelo, no era algo para mandar a un concurso. Y entonces tiene, no mi estilo de hoy, pero una ausencia de estilo que me interesa mucho. Si bien no está bueno, tampoco me da vergüenza, y sobre todo me hizo ir a ese lugar, a ese año, y eso estuvo bueno".
Eran meses de ir y venir de Mercedes a Buenos Aires, rebotando como una bola de flipper entre la seguridad del pueblo y las ganas de comerse el mundo. "Cuando nacés en el interior se da mucho eso: te la pasás yendo a Buenos Aires a tratar de asentarte, te pegan dos palazos y volvés. Tenés la red familiar, la casa... Y era una época en la que yo tomaba mucha merca, entonces volver a Mercedes cuando me quedaba sin nada era muy contraproducente, porque no hay nada que hacer en Mercedes más que tomar merca. La decisión de mi vieja de mandarme con mi abuelo fue muy arriesgada, pero al mismo tiempo me salvó".
Marcos era un hombre duro. Había puesto muchas fichas en su primer nieto y Hernán había defraudado todas las expectativas. Casciari quería conseguir un trabajo cualquiera y andar por ahí, pero el abuelo lo puso en caja: "Tu trabajo es escribir, adelgazar y dejar el vicio". "Sentí mucha humillación ese tiempo –recuerda–. Pero esa humillación destrabó un candado literario que hoy entiendo que fue muy importante. Pero la pasé bastante mal. La resaca de dejar de tomar, la acidez... tengo el recuerdo de tomar mucho Uvasal ese año, por la acidez que te deja la merca mala. Y la escritura, que yo la tenía como una excusa de vagancia, fue definitivamente desafiada por mi abuelo, que entendía que yo era un mentiroso. Y me ayudó mucho a escribir en serio. A escribir más. Mejor. A preocuparme por eso. A sentir que había gente que me discutía".
–¿Qué tenías en Buenos Aires, más allá de ese abuelo?
–Era un ir y venir permanente. Generar negocios, pequeñas cosas, hacer radio, revistas. Lo que pasa es que Mercedes me resultaba un territorio mucho más propicio. Pensá que, cuando yo llegué a la casa de mi abuelo, había fundido un diario en Mercedes (El Domingo). Fundé y fundí un diario en dos años. Y antes de eso, de los trece a los veintipico, escribí columnas de opinión en los tres diarios locales. Venía trabajando todo el tiempo. Me quedaba sin plata. Me iba un año de mochilero, buscaba historias, las escribía para los diarios, volvía, ganaba concursos literarios de afuera. Vivía de eso. Fue mi rutina hasta el 98.
Ese año, Casciari obtuvo un premio de Radio Francia Internacional por su cuento "Nosotros lavamos nuestra ropa sucia". El relato, un pastiche pintoresquista escrito con habilidad de falsificador, hoy se lee como una parodia del realismo mágico, pero era un ardid estético para quedarse con la plata. Casciari dice que "stalkeaba un poco a los jurados" para ver qué clase de texto podían elegir y diseñaba los relatos para complacerlos. "Yo era consciente de que no tenía una voz, y me causaba muchísima vergüenza decirlo.No encontré esa voz hasta que apareció internet, y es una voz muchísimo menos inteligente que la que proponía tener cuando era un nabo escribiendo".
Cuando lo invitaron a recibir el premio, pidió a los organizadores postergar el viaje, ya que se jugaba el Mundial y no quería conocer París tomada por los turistas. Finalmente voló en el 99 y ahí conoció a Cristina, una catalana de la que se enamoró. Se quedó a vivir en Barcelona, se casaron, tuvieron una hija –Nina, hoy de 16 años–, él armó una empresa de clipping y mientras tanto creó el Weblog de una mujer gorda. Ese folletín pueblerino narrado por el personaje de ficción Mirta Bertotti fue seguido apasionadamente por miles de usuarios. Le valió el premio al mejor blog de la Deutsche Welle (2005) y una adaptación teatral de Antonio Gasalla –Más respeto que soy tu madre– que fue un éxito bestial. Las regalías le permitieron montar las bases de su negocio independiente: fundó Orsai, renunció a las editoriales y alimentó su perfil de escritor popular fuera del canon, un campeón en el arte de la anécdota con realidad aumentada.
Yo era consciente de que no tenía una voz, y me daba muchísima vergüenza decirlo. No encontré esa voz hasta que apareció internet.
Para festejar los 10 años de su salida del mainstream, Casciari lanza este mes ¡Renuncio!, una antología de sus 25 cuentos favoritos que tendrá ediciones traducidas al inglés, portugués, francés, italiano y catalán. El sistema de venta será el mismo que el de todos sus productos: solo a través de su página web y de servicios internacionales de mensajería.
–¿No vas a hacer convenios con editoriales para distribuir en otros países?
–Nunca jamás.
–¿Cómo creés que pueden funcionar tus libros fuera del público hispanoparlante?
–No me importa. Sé que a la larga van a funcionar muy bien. Le decía el otro día a Nina: "Esta plata que me estoy gastando en traducciones, en todo esto, la vas a recuperar vos cuando yo esté muerto". O sea que no es para mí. Pero está muy bien que lo haga, que los derechos sigan siendo míos, que la republicación sea de mis hijas. Capaz que no lo voy a ver yo, pero lo que escribo es tan simple que va a funcionar muy bien en cualquier idioma, cuando alguien se ponga media pila para darse cuenta.
–Solés definirte como un vago que escribe, pero esa idea contrasta con toda tu actividad emprendedora.
–Me siento un vago hasta el día de hoy. Esto lo discuto mucho con mi mujer, pero tengo una sensación muy interna –aun cuando sé que no es verdad– de que me mueve el mismo motorcito que a esos maridos que no pegan una, esos tipos que están todo el tiempo con un proyecto y qué sé yo, pero en realidad son unos vagos que los mantiene la mujer. En el fondo, yo soy eso.
–Solo que funciona.
–Solo que funciona. Pero funciona por una gran cosa que pasó muy al principio, que no fue mérito mío ni estrategia, que es la creación de comunidad. En un momento, al comienzo del siglo, yo hice algo que sin querer generó comunidad; me di cuenta rápidamente de que ahí estaba el truco y lo que hice fue alimentar bien esa comunidad. Pero todas las ideas que se me ocurren, sin comunidad, me hacen ser ese marido que no tiene laburo. Las ideas que tengo no son buenas, lo que pasa es que cuando vos tenés 7000 personas que dicen "vamos a hacerlo", una idea más o menos termina siendo buenísima. Es buena solo porque 7000 dijeron que sí.
–¿Ese es el número de tu comunidad?
–No, 7000 son los que pagan el primer día. La comunidad es muy numerosa, pero si yo ahora mismo, mientras estamos hablando, tiro un tuit que diga "pongan US$50 en esta cuenta y el mes que viene les digo por qué", 7000 ponen el primer día.
–Leí tu crítica al pedido de subsidios de los escritores. Decías que si en lugar de quedarse con el 10% que les dejan las editoriales se ocuparan de comercializar los libros por su cuenta, estarían en otra situación. Se entiende el punto, pero ¿sos consciente de que tu caso es excepcional, que sos una especie de unicornio en el mundo editorial?
–Sí, pero también sé por qué, eh. La diferencia es saber por qué. Yo no les estoy hablando a los que recién empiezan, les estoy hablando a los que venden 10 o 15.000 libros con Planeta o Emecé. A los que recién empiezan les doy el buen consejo: "Creen comunidad, no sean boludos, no gasten su energía en esta pelotudez, gástenla en esto otro, que es para siempre". Pero a los que están pidiendo la Ley del Libro les digo: el 90% de lo que ustedes no tienen lo podrían tener si tuvieran dos dedos de frente. Obvio que sí. Pero bueno, qué sé yo, todo bien: pidan subsidios.
–¿Tenés relación con otros escritores?
–No, ninguna. La única relación que tengo es con Pedro Mairal, pero si fuera fiambrero también la tendría, no es una amistad de escritores. Después no tengo mucha relación, ni participo de cosas que hacen los escritores, primero porque no me siento mucho de ese palo. Y después porque tengo una tara social muy fuerte y tampoco tengo mucha relación con nadie. Soy muy de adentro, muy de casa.
–¿Te seguís definiendo más como un contador de anécdotas que como un escritor?
–Yo tengo una conciencia muy fuerte de qué clase de lector soy. Soy mucho más sibarita como lector que como autor, y desde ese lugar entiendo que mi aporte no es tanto literario como de comunicación. En nada de lo que escribo vas a encontrar un aporte literario. Sí vas a encontrar aportes de comunicación, de tratar de ser simple sin ser básico, que también te lleva un laburo tremendo a la hora de escribir. Pero hay gente que labura tremendamente un párrafo para que se les pare la pija a los que leen mucho, y es un gran trabajo, lo que más me gusta del mundo es cuando un párrafo está escrito maravillosamente bien. Ese lector sibarita que soy, si no me conociera, no abriría un libro mío. Mis libros tienen en la tapa una vaca y un toro cogiendo. No soy la clase de autor que me gustaría encontrarme de golpe. Porque estoy demasiado expuesto a un marketing, hago cosas que no tenés que hacer cuando sos escritor. Hago otras.
–¿Al escritor que quisiste ser en tus primeros años le sorprenderían las cosas que hacés ahora?
–Creo que internet abrió unas puertas que no estaban a la vista. El otro día, Chiri (Christian Basilis, su mejor amigo y cofundador de la revista Orsai) me recordó una conversación que grabamos en el 95, donde me preguntaba cómo me veía en el futuro, y mi respuesta fue muy graciosa, porque la no existencia de internet no me dejaba fantasear correctamente. Yo le decía: "Por un lado, me veo teniendo un gran medio, porque es lo que más me gusta, pero al mismo tiempo mi fantasía verdadera es estar tranquilo en mi casa, no sé cómo se pueden conjugar". Hay algo que estaba esperando que ocurriera y que por suerte ocurrió, que es internet. De chico pensaba que ser escritor era escribir y nada más, pero lo que está pasando es muchísimo más divertido. A veces, me dan ganas de que el chico de 15 años se enterara de que esto era mucho más divertido de lo que él pensaba.
Entre 2012 y 2014, cuando todavía vivía en Barcelona, Casciari grabó 300 cuentos de tres minutos para el programa de Mario Pergolini en Vorterix. Lo primero que le entusiasmó fue la plataforma de edición Audacity, y cómo podía usarla para reescribir sus cuentos: la compresión, la redefinición del ritmo, la adaptación radial; en esas dos temporadas se convirtió en un narrador en voz alta. Pergolini le propuso hacerlo en vivo. Casciari creyó que sería una especie de feria donde mucha gente leería sus cosas, pero era un show suyo en El Teatro, e iban a cobrar US$12 la entrada. Cuando vio que las 600 localidades se habían agotado, no lo podía creer. "Seiscientas personas para ir a ver a uno leer. Ahí me cambió el chip rápidamente. Dije, listo, esto es divertidísimo".
El 6 de diciembre de 2015, a los 45 años y recién divorciado, Casciari sufrió un infarto mientras estaba en Montevideo con Julieta, una chica a la que acababa de conocer y de la que se estaba enamorando. La historia quedó inmortalizada en el libro El mejor infarto de mi vida –Disney compró los derechos para producir una película o serie que se estrenará en 2021– y marcó el comienzo de su nueva vida. Sobrevivió, formó pareja con Julieta, tuvo a su segunda hija (Pipa), se radicó otra vez en Buenos Aires y prácticamente dejó de escribir para dedicarse a contar historias en escenarios (solo o junto a su familia), en el aire de Metro (acaba de presentar Casa radio, los lunes a las 22 junto a Andy Kusnetzoff), en la medianoche de Telefe, en spots de Cabify.
A los 30 me fui a España, a los 40 hicimos la revista y a los 50 va a empezar algo grande. Me acuerdo de esos proyectos, no de las crisis.
Cinco años después, todavía no puede creer que haya estado tanto tiempo lejos. "Cometí un error, por lo menos los últimos cinco años que estuve en España. Entiendo por qué y todo, pero la felicidad que me da estar acá... no se va, boludo, como que no me termino de acostumbrar, es muy loco. Me sigo levantando y diciendo «qué bueno que estoy acá». La única espinita que tengo es que Nina está allá, sobre todo ahora, que hace cinco meses que no nos vemos. Antes de la pandemia venía religiosamente cada dos meses. La extraño mucho. Sacando eso, estar acá es magia".
–Te escuché decir que, a veces, sentís que fuiste un escritor de 30 que redactaba los parlamentos para un viejo que los leería en el futuro.
–Me da mucho esa sensación. Escribir en todo mi proceso español fue tremendamente divertido. Y lo que me divierte contar ahora es igual. Me levanto con ganas porque sé que ese es mi trabajo. Y no me pasaría eso, creo, si no fuera mío lo que cuento. Es recuperarlo, ponerle otro matiz. Es volver a escribir también, de otra manera. Cuando leo y veo que la gente se está riendo, en lugar de seguir adelante con el cuento como está escrito, los hago desparramar de la risa con algo nuevo que se me ocurre sobre esa escena que viví, y la semana siguiente ya está incorporado para siempre. Y muchas veces me pasa que, después de años de contar un cuento en vivo, vuelvo al texto original y me parece apenas el esqueleto de la historia. Es muy lindo, es un juguete que no sabía que existía.
–¿Cambió mucho tu rutina después del infarto?
–Empecé a tomar siete pastillas por día, de las cuales sigo tomando cuatro, que son de por vida. Desde ese día dejé de fumar y de comer con sal. Y empecé a caminar, primero en Parque Saavedra, después en una cinta, y eso sí me cambió la pandemia. Me achanché. Estos últimos cinco meses no hice ejercicio, lo cual me preocupa un poco. Pero después a nivel pulmones y estómago, sal, cigarro, marihuana... lo dejé todo. Además, ahora soy diurno. No sé, es como que me cambió real la cabeza. No sé si fue tanto por el infarto como por volver. Estar acá me tranquilizó mucho, me hizo mejor.
–Estás por cumplir 50. ¿Qué creés que te espera?
–Vamos a hacer bestialidades que todavía no puedo contar. Se cumplen 10 años de la revista a fin de año. Orsai nació como un volantazo a los 40; para engañar a la crisis de los 40 dijimos: "Vamos a hacer una cosa muy loca". Y ahora, a fin de año, nos viene la de los 50.
–¿En qué se diferencia la crisis de los 40 de la de los 50?
–No sé. Siempre las utilizo como excusa para pegar un volantazo fuerte. A los 30 me fui a España, a los 40 hicimos la revista con Chiri y a los 50 va a empezar algo grande. Con el tiempo, me acuerdo de esos proyectos, no de las crisis. Al final, no hay crisis. Si podés engañarla con un gran recuerdo de esa época, me parece que zafás.