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Nina Luzzi se crió en el exclusivo atelier de camisas de sus padres. La niña desde pequeña sintió cierta curiosidad por los nombres que escuchaba a diario en el taller: voile, poplin, oxford, pin point, fil a fil, twill. Reconocer los tipos de tejidos ya era parte de un ritual familiar y durante las mateadas de la tarde solían conversar sobre los títulos de las telas y sus diferentes calidades.
“En casa eran apasionados por las fibras naturales y su excelencia: algodón, lino y seda natural. Hablaban mucho de eso y yo escuchaba atentamente. La pasión por este oficio fue contagiosa. Sin pensarlo y sin darme cuenta, me fui metiendo poco a poco y bien desde abajo, hasta que se me quedó en las venas”, afirma Luzzi a LA NACIÓN.
A sus 18 años realizó su primera camisa. “Me llevó muchas horas. Coser y descoser, hasta que salió”, rememora luego de más de dos décadas en el rubro. Hoy, a sus 44 años continúa realizando artesanalmente diseños (a medida) y, con orgullo, mantiene más vivo que nunca este arte milenario.
Un oficio “a medida” profesional y sentimental
“Camisera de medida”, así suele presentarse Nina cada vez que le consultan sobre su profesión. Con modestia también reconoce que es “Maestra Camisera” (Master Shirtmaker). Su apasionante historia familiar en este oficio traspasa generaciones. Su abuela Dominga Gallo era modista, aprendió en un curso por correo de la Academia Teniente, y fue la encargada de transmitir su sabiduría a su hija, Vecha Bijarra, quien comenzó desde muy jovencita a realizar sus primeras prendas.
Al tiempo, Vecha se convirtió en una experta de la costura. En la década del 70 trabajando en el taller de ‘George’, prestigiosa e histórica camisería de medida sobre Avenida Alvear, que aún persiste, conoció a Walter Luzzi y fue un flechazo a primera vista. “La casa buscaba camisero: hombre, claro; y ellos son tomados casi al mismo tiempo. Mi mamá un poco antes y ocupa el puesto momentáneamente, a la espera de ese camisero estrella al que estaban esperando. Ambos contaban con experiencia dentro del oficio: mi padre venía de ‘Lotti’ y mi madre de ‘Spinetto’. Así comienzan su camino juntos, profesional y sentimental. Papá vivió una infancia difícil, arrancó a trabajar desde muy chico de ‘che pibe’ con un camisero de su barrio. Aprendió espiando mientras barría. Nadie le enseñó, nadie quería enseñar su oficio, había secretos. Se largó haciendo composturas y llevando a cabo todo ese proceso él solo”, rememora su hija.
Pocos años después, se asocian con un amigo sastre, Santiago Lamattina, y abren su propia tienda: Sastrería ‘Giacomo’. En esta época comienzan los viajes al exterior en busca de tejidos: Italia, Francia, Inglaterra. “Eso los distingue enormemente”, asegura. Tras su rotundo éxito se embarcan en una nueva aventura juntos: Camisería ‘Walter Luzzi’, ubicada en Ayacucho y Guido. Un atelier interno, discreto y exclusivo, que fue atrayendo clientes por el “boca en boca”: la mejor publicidad. “Mi padre ocupaba el puesto más importante: la atención al cliente, modelar y probar. Además de la compra de tejidos, tarea fundamental. Mi madre, en la mesa de corte y ocupándose del mismo proceso que mi padre, con las clientas mujeres”, describe.
El probador, un espacio mágico y acogedor
A Nina le fascinaba ir a la tienda a jugar y “pispear” los detalles de cada obra de arte. “De mi infancia tengo muchos recuerdos. Me encantaba ir al taller, no me aburría ni un poco, podía recorrer los rincones tranquila, ya que todos estaban en su labor”, dice. De fondo siempre se oía el característico sonido de la máquina de coser y las tijeras, sin cesar. “Se fumaba mucho en esa época, solían tener en el salón distintos cigarrillos para convidar a los clientes. Charlaban y se tomaban algo en esas citas, café o whisky”, detalla.
A la jovencita el lugar que más le gustaba visitar era el probador. “Había algo ahí. El cortinado grueso y satinado verde musgo, la iluminación cálida, la alfombra mullida y clara, el espejo tríptico de cuerpo entero que te hacía ver especial, repetida hasta el infinito. Los muebles de estilo no pesaban, el ambiente era tan serio y elegante como acogedor, igual que mis padres. A veces pienso que ahí estaba el secreto del éxito”, considera.
Para entretenerse durante la jornada laboral Nina tenía ciertas tareas sencillas. “La más habitual era guardar los rollizos de telas que sobraban de los cortes, para las futuras composturas. Había un orden estricto, se guardaban por apellido de los clientes en determinadas cajas nominadas con letras y apiladas en estantes por orden alfabético. Cientos de cajas cubrían la pared como una gran biblioteca. Era una tarea que a nadie le gustaba pero a mí, cuando era chica, me parecía genial. También solía ser cadete, llevando y trayendo camisas. Hubo grandes épocas donde hermanos, primos y tíos formaron parte del equipo del atelier. Fueron momentos de muchísimo trabajo”, recuerda. Cuando Nina tenía nueve años, su padre murió repentinamente a causa de una enfermedad respiratoria. Vecha se puso al hombro el negocio y continuó al frente sola.
La máquina industrial: un desafío con mayúsculas
En 1995 cuando Nina terminó el secundario se anotó a estudiar arquitectura y para solventar algunos de sus gastos comenzó a trabajar en el emprendimiento familiar. “Mamá me propone aprender a coser composturas, cambios de cuellos y puños; empezar a tomarle la mano a la máquina industrial. Podía tener un ingreso y manejar los tiempos para estudiar. Acepté y comenzó a enseñarme”, cuenta.
Pero reconoce que los inicios fueron frustrantes. “Aunque cosía desde los 11 años con la máquina a pedal de mi abuela, la industrial era distinta. El trabajo en la máquina resultó ser duro; a mi modo de ver y sentir, el más duro de todo el proceso: muchas horas en la misma posición, precisión, prolijidad y velocidad. Poco a poco progresé”, reconoce y recuerda, con lujo de detalles, uno de sus desafíos laborales. “Mamá se iba a uno de sus periódicos viajes a Europa por telas e insumos y me dejó a cargo del local. Debía llevar adelante los encargos en curso y agendar citas para su regreso con los clientes nuevos porque yo todavía no modelaba. Fue excitante para mí y salió perfecto. Una primera y gran experiencia”, confiesa.
Con el paso de los años, se interiorizó con cada etapa del proceso: cortadora, camisera, cuellera, ojaladora, bordadora y planchadora. “Y el más importante: el modelado, la moldearía a medida. Acá es donde está el secreto. Lo esencial. De dónde parte todo”, agrega. Luego realizó la carrera de modelista en el Centro de Estudios Técnicos para la Industria de la Confección (CETIC) , donde aprendió sobre tipos de ligamentos, diseño de tejidos, numeración de hilos, títulos, entre otros. “Es algo que me gusta mucho y a lo que le presto mucha atención. Porque sin un buen tejido, no hay nada”, opina.
Un trabajo 100% artesanal
Luzzi cuenta cómo es el minucioso trabajo de producción artesanal. “A la hora de la creación , el cliente cuenta qué tipo de camisa busca, la ocasión del uso, etc., y a partir de ahí se construye”, expresa. Primero se toman medidas. Luego, se selecciona la tela, el modelo de cuello y los puños. Y a partir de ahí, se hace el molde que permitirá el corte. Se arma un hilván con cuello, puños definitivos y queda lista para probar.
“En la prueba se ve esa camisa específica por primera vez sobre ese cuerpo, es un momento crucial. Se detectan los ajustes con verdadera obsesión para lograr lo preciso: se pinchan alfileres, se toma nota y a veces alguna foto como ayuda-memoria”, detalla. Luego, se traspasan las novedades al molde y se afina la camisa. Queda lista para coser a máquina y hacer las terminaciones de costura a mano definitivas. “Después pasa al ojalado, pegado de botones, bordado de monogramas y por último el planchado. Estas últimas tareas se realizan absolutamente a mano”, asegura Luzzi, quien trabaja con fibras naturales: algodón (en su mayoría), lino y sedas importadas. Sus diseños clásicos son para hombres y mujeres.
De sus padres siempre recuerda varios consejos para lograr la excelencia. “Muchas cosas van de la mano. Lo fundamental: un buen tejido, buena hechura, materiales de calidad como hilos de algodón, los detalles a mano como ojales y terminaciones, botones de nácar, y un buen calce. “Este oficio es muy estricto con respecto a las características del producto. No cualquiera hace una camisa a medida artesanal según las reglas del arte”, considera.
Su madre siempre le recordaba la importancia de observar el cuerpo con el que iba trabajar. “Seguirlo, entenderlo, llevar la moldearía a sus formas. La camisería a medida no es cuestión de modas ni originalidades. Puede haber detalles, pero lo primordial es hallar hasta el milímetro la camisa perfecta para cada cuerpo. Esa camisa que queda como pintada, que no hace arrugas donde no corresponde, que acompaña. Ese es el desafío”, agrega sobre la sabiduría y el amor al oficio que supieron transmitirle. “No puedo evitar emocionarme al hablar de ellos. Los admiro cada día. Dejaron una vara muy alta, y trabajo para estar a la altura”, confiesa.
Modelos clásicos y algunos fuera de serie
Según la artesana, las camisas clásicas no han tenido cambios significativos a lo largo de las décadas. “Cambian pocos detalles en largos períodos de tiempo. Mi madre me contaba que en los 60 se usaban ajustadas como un guante y con cuellos de solapas súper largas. Lo puedo ver en los moldes que quedaron de aquella época y se siguen guardando. Ahora se usan un poco más sueltas y con cuellos y puños más discretos”, asegura. Actualmente, las lisas o con fantasías pequeñas al tono son las más requeridas, luego rayadas y cuadros; y por último, con figuras. ¿Algún modelo extravagante que le haya tocado diseñar? “Una camisa blanca de smoking clásica para una boda con un detalle sutil: un cordoncillo rojo que la atravesaba en diagonal haciendo honor a la camiseta de River Plate”, cuenta.
Empresarios, abogados, jueces, políticos, actores, médicos, arquitectos, cocineros, entre muchos más han lucido camisas con el sello de la familia Luzzi. Entre ellos, Carlos Mesa, Juan Carlos Altavista, Lidia Satragno (Pinky), Constancio Vigil, Guillermo López, Fernando Marín, Jorge Cyterszpiler, José Lata Liste, por tan solo mencionar algunos. “¿Qué ídolo o famoso te gustaría que luzca alguno de tus modelos?”, se le consulta. “No tengo a ninguno en mente, pero cuando veo a alguien con una camisa que le queda mal o no le calza, le quiero hacer una a su medida”, reconoce Nina.
Luzzi se lamenta al ver que en el país cada vez hay menos camiserías a medida. “Voy quedando sola. Es necesario enseñar este oficio, se sabe muy poco. En algún momento me gustaría transmitir lo que aprendí, una manera de que no se pierda, y de devolver todo lo que tuve la suerte de recibir”, expresa.
Cada vez que entrega una nueva prenda siente una felicidad extrema. Le apasiona mantener la tradición. “De esta forma me siento conectada con mis viejos de alguna manera. El hecho de haber heredado un oficio como éste me hace sentir muy privilegiada y con muchas ganas de ejercerlo. “Todos los cuerpos son un desafío que quiero enfrentar, nunca se termina de aprender. Cada camisa es única y siempre te enseña algo”, remata Luzzi. En su mesa de trabajo siempre la acompañan las tijeras de corte y la máquina de coser de antaño. Para ella tienen gran valor sentimental: son el legado de sus padres.
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