Helmut Ditsch: artista extremo
Nació en Villa Ballester y emigró a Europa, casi con lo puesto, para estudiar arte. Al margen de críticos y galerías, se convirtió en el pintor preferido de empresarios y poderosos; su obra podrá apreciarse desde el jueves en la Feria del Libro
Llega al lugar del encuentro –un bar cool de Palermo Soho acostumbrado a albergar prototipos de modernidad exagerada– y los cuellos se estiran imprudentes. La altura elegante, la cabellera rubia por encima de los hombros, los lentes de sol como grandes antiparras, las botas de víbora en exagerada punta cuadrada y una chaqueta de terciopelo con incrustaciones de piedras y bronce hacen que nadie tenga en cuenta el decoro ni el disimulo. "Si no los tiene en cuenta él…", parecen justificarse las miradas, mientras se le clavan por todos lados. En ese lugar frecuentado por artistas, intelectuales y aspirantes a ambos rubros que, por lo general, hacen lo imposible por hacerse notar, Helmut Ditsch lo logra con sólo traspasar la puerta.
Es argentino –de Villa Ballester, para más datos–, vive en Dublín, Irlanda. Se fue del país sin dinero, pero llegó a vivir en un castillo y a tener una Ferrari último modelo estacionada en su garaje. Es uno de los plásticos argentinos vivos mejor cotizados del momento (según muchos, el más cotizado) y por sus cuadros se pagan cifras más altas que por una obra de Berni, pero ignora las reglas del mercado y trabaja al margen de las galerías. Aunque las personas que lo ven entrar en el bar no saben nada de todo eso, perciben que ahí, frente a ellos, hay alguien raro, especial. Es que a Ditsch, además de ser artista, le gusta parecerlo.
Su madre murió de cáncer cuando él tenía siete años y su padre no tuvo mejor idea que decirle que de allí en adelante ella estaría en las flores y en las montañas. Hoy, 35 años después, se le iluminan los ojos cuando cuenta cómo escurrió el dolor a través de una inquietud artística sorpresiva. Quería ser pintor –"tenía que serlo… fue algo intuitivo, no racional; no tenía opción"–, pero quizás el mundo del arte no estaba preparado para él. "Tuve la suerte de toparme con mala gente", dice, sin disimular cierta ingenuidad. Fue estafado por un galerista y la decepción no tardó en llegar. La desilusión fue grande. Y la decisión, drástica: no pintaría más. Como si la necesidad de trascender lo llevara más arriba, escaló el Aconcagua. Mitad en castellano y mitad en algo parecido al alemán, cuenta que allí, a 6959 metros de altura, en la cima, lo esperaba la revelación: "Una puerta que debía abrir". Subir a la montaña –cuenta– fue una proyección.
Al bajar todo tomó otro color. "Supe que no tenía que demostrarle nada a nadie y me convertí en una persona feliz", dice y gesticula, en castellano y en alemán.
Hacer cumbre
Feliz, y con la consigna de permitirse una segunda oportunidad, vendió la vieja moto Honda 900, su única posesión por entonces, y sacó un pasaje a Austria. Lejos, muy lejos de Villa Ballester. "Si bien yo había » aprendido pintura solo, pensé que había un conocimiento al que tendría que tener acceso: aquellas técnicas de los grandes maestros, para mí, debían estar guardadas en algún lugar, y ese lugar era Austria", dice.
En Viena, golpeó a las puertas de la Academia de Bellas Artes y mostró sus trabajos. Con lo que hacés no tenés ninguna chance, fue el veredicto.
Sin prisa pero sin pausa se preparó y, contra todo pronóstico, aprobó el examen de ingreso. En la academia comprendió, ni más ni menos, cuál era la diferencia entre pintar y hacer arte. Y aceptó lo más doloroso: que él sólo había hecho lo primero. Sin piedad, rompió todas sus obras (que hoy valdrían varios miles de dólares) y se dedicó a terminar sus estudios. Ya con el título de "artista" en la mano, y la convicción de que efectivamente lo era en el corazón, alquiló un atelier y se puso a trabajar. Un día hizo una obra de arte y se sorprendió, dice.
Al margen de los críticos, de los medios y del sistema de galerías, que no se preocupaban en prestarle demasiada atención, Ditsch se convirtió, de repente, en el artista mimado de empresarios y poderosos de Austria. Su atelier comenzó a ser visitado por gente que pagaba diez veces más por una obra exclusiva, sin que el dinero pasara por manos de un solo intermediario.
De allí a vender un cuadro por 300 mil dólares al Banco Nacional de Austria y a obtener fama mundial hubo sólo un paso. Después llegaron el castillo (del siglo XIX y con 40.000 metros cuadrados de parque en Dublín, Irlanda), la Ferrari amarilla (a la que le siguió una gris y después una roja) y la ropa llamativa. Sus "disfraces".
Como a sus obras, con igual monumentalidad, Ditsch se estaba creando a sí mismo. Encerrado en un claustro para pintar durante cuatro meses, obligándose a sesiones de 36 horas de trabajo sin parar para comer o dormir, el pintor gestaba al artista que alguna vez había imaginado. Al mito propio que día a día se preocupa por alimentar. Incluso mientras habla para esta nota.
–¿Sos un extravagante?
–En el sentido de cómo trabajo, sí. De la responsabilidad con la que trabajo, no tanto. Extravagante, diría, porque me decidí por un sueño y no le temí al fracaso. Porque el fracaso iba a ser en primera instancia material y a eso no le temía… Pero creo que soy muy normal. La extravagancia es, en parte, devolverle algo a la gente. Cuando yo tengo puestos mis disfraces es por respeto al que está delante de mí. Por respeto a lo que él quiere ver de un artista. Es una forma de agradecerle a la gente. Materializar lo que ellos quieren vivir, lo que necesitan vivir pero no pueden.
–Es parte del rol del artista…
–En parte es así…
–¿Y qué pasa con la frivolidad?
–La frivolidad es un tema que a mí me molesta mucho…
–¿No hay algo de frivolidad en querer vivir en un castillo, tener una Ferrari, vestirse raro?
–Es que no tenemos que ver sólo la cáscara. Hay que ver cómo viví dentro del castillo.
–¿Cómo vivías en el castillo?
–De una forma muy austera. De hecho, ya no vivo allí porque no puedo estar con tanta gente alrededor para trabajar. Ya no tiene sentido. El castillo no era para mí: era para que los coleccionistas que venían se sintieran bien. Ahora que me encierro y tengo que estar solo no necesito eso. Además, me costaba una fortuna…
–¿Cómo es tu día de trabajo?
–Arranco con el mate; después voy a correr y, mientras corro, ya empiezo a hacer los trabajos de "oficina": voy pensando qué tipo de pintura tengo que preparar y evalúo hasta dónde quiero avanzar ese día. Llego, me ducho y empiezo a pintar. Las primeras dos horas son para volver al estado de inspiración. Hay toda una ceremonia: empiezo lento y cada vez me voy volviendo más efectivo. A las 15 o 18 horas de trabajo estoy en el tope de efectividad. Estoy cansado, pero efectivo. Ahí tengo que decidir si parar o seguir un día más y ser cada vez más eficiente. Porque las 18 horas que siguen son aún más eficientes que las anteriores. La eficiencia de 36 horas sin parar es la que tendría en 72 horas normales, parando para dormir y comer. Pero después de estar tres días a ese ritmo quedo caput… muerto… Así y todo, ahorro tal vez uno o dos días.
–¿Y por qué el aislamiento?
–Es que estoy tan conectado con lo que hago que si alguien entra en el atelier mientras trabajo puede darme un síncope. Una vez me di cuenta de que perdía una hora por día lavando pinceles y calculé la cantidad de horas que perdía al año. Contraté asistentes, pero sentía que me faltaba algo. Me ponía celoso de que mi asistente lavara los pinceles. Me di cuenta de que es necesario, al terminar el día, lavar los pinceles yo mismo y tratar a mis instrumentos con mucho amor. Para mí es necesario hacer eso. Es parte de mi ceremonia.
Musas, ceremonias, inspiración… ninguna palabra, por más presuntuosa que pueda parecer, lo es en boca de Ditsch. Su tono es casi pedagógico. El de un divulgador. Como cuando dice cuánto influyen las endorfinas ("la única droga" que consume) en su inspiración: "Es que el cuerpo, que es una máquina genial, tiene una droga que se llama endorfina, unas hormonas de placer que recibe el cerebro y te dicen okay, sigamos así porque está todo bien… Después de tantas horas de trabajo yo estoy con las endorfinas superpuras y ¡estoy feliz! No necesito comer, y mi cerebro me dice ¡bien!, sigamos, que esto está genial. Pero si las endorfinas no se producen, el cerebro te dice bueno, pará Helmut, que estás cansado, se te irritan los ojos, te tiembla la mano, tenés hambre, seguí mañana…
Esencias mínimas
Grandilocuente, obsesivo, ambicioso, igual que su discurso es su estilo de trabajo. Desde arriba de un andamio rasca, frota y puntea las telas. Los cinco o seis metros de lienzo no lo llegan a amilanar. Tal vez porque desde donde está, doblado frente a un hielo de óleo azulado, no puede ver la monumentalidad de lo que está haciendo.
–¿Por qué trabajás en formatos tan grandes?
–Yo quiero que frente a mis hielos el espectador esté en el hielo. Que esté metido ahí. No hay nada compuesto artificialmente. Soy un traductor y un reductor de lo que es la naturaleza. Imaginate que estás delante de un paisaje que no es un florero. Mis motivos pueden ser 100 kilómetros de cordillera. Lo que yo hago como artista es reducir todo eso a una esencia mínima. Traducirlo. Reducirlo a un formato mínimo comparado con el modelo.
–¿Reconocés algún rasgo consciente de tu historia personal en tus pinturas? ¿Hay algo de esa búsqueda de tu madre en la naturaleza?
–Sí, pero no me hice artista por haber tenido una situación extrema. Creo que eso marcó especialmente la temática.
–Hablás de "situación extrema" y alguna vez definiste tu obra como "realismo extremo". En tu vida los extremos parecen ser determinantes…
–Realismo extremo es mi postura frente a la vida. Frente a las cosas que hago. Tiene que ver con lo autobiográfico y con mi carácter. Yo creo que para llegar a lo sublime fue necesario canalizar las energías, y eso es algo extremo. Mi pintura nunca fue hecha a medias. Desde que empecé, no me bastaba con comprar una tela. Yo tenía que tener 30 telas delante.
–Desde la crítica, siempre se emparentó tu obra con el fotorrealismo, el fotonaturalismo, el hiperrealismo. Si tuvieras que definir vos mismo tu estilo, ¿qué dirías?
–Es posmedial. No es fotorrealismo, no es hiperrealismo. El hiperrealismo se basa en tomar un objeto y crear la mayor noción de realidad, pero eso es concentrarse en el efecto y no es lo que yo hago. Yo estoy abriendo una dimensión espiritual. El objetivo es llegar a las emociones y no solamente al asombro que puede provocar el perfeccionismo de una técnica.
–¿Y por qué posmedial?
–Posmedial porque en los 80 surge todo el arte medial…
–Mediático, sería…
–Posmediático… Sí… Lo mío es realismo posmediático, así se llama. Esa es la definición correcta. Porque lo que hago es de algún modo la respuesta a todo lo que se hizo con el arte conceptual. Por eso es posmediático. Vuelve a la pintura, vuelve a todo lo que se creyó que estaba muerto y con una fuerza avasalladora.
–Algunos críticos dicen que pintás "la soledad de la naturaleza", o "el silencio de la naturaleza". ¿Qué pintás?
–Cuando hay una figura humana dentro del cuadro, automáticamente se convierte en una escena. Es un personaje con el que te podés identificar o no. Pero no hay lugar para vos. Yo prefiero quitar ese personaje para que vos puedas entrar. Yo juego con perspectivas y con la geología del paisaje para que el espectador tenga la sensación de que puede entrar, de que eso lo está envolviendo. Para mí, el final de la vida es como un horizonte al que nunca se puede llegar. Algo a lo que, como no es un punto material, nunca podremos llegar. Es un punto de transformación. Cuando la vida cambia para pasar a otra cosa… Esa es la filosofía de mi pintura… No es melancólica… Melancólicos son los sabores que te pueden acompañar, pero mi filosofía es… Tiene… Es… (piensa y duda; duda y piensa). Yo creo en la evolución. Más que un revolucionario, soy un evolucionario. Intento no romper tradiciones, sino sumarlas y darles la chance de que evolucionen.
–¿Cuál es el espacio de la cordura y la locura en tu vida?
–La gente no puede entender que yo me encierre durante cuatro meses a pintar. Les parece que estoy loco.
–¿Y qué pensás vos?
–Yo sé que estoy completamente cuerdo. Lo que pasa es que esa cordura es tan extrema que, para la norma, es una especie de locura.
Más datos: www.helmut-ditsch.com
Para ver su pbra
El pintor y el público argentino
Hace cinco años, los cuadros de Helmut Ditsch llegaban por primera vez a las paredes del Museo Nacional de Bellas Artes. El récord de público convalidó el interés masivo por su obra. En la Feria del Libro, que abre sus puertas al público el jueves próximo, se producirá el reencuentro del pintor con los argentinos: en el Pabellón Rojo se presentarán cuatro de sus imponentes obras. Paralelamente se lanzará el libro El triunfo de la naturaleza. El volumen, desarrollado como artículo de lujo (fue editado en Alemania y saldrá con un valor de venta de 190 pesos), tiene más de 200 páginas y fue traducido a tres idiomas.