Héctor Olivera y el recuerdo de La Patagonia rebelde
A 47 años del estreno, su director, que acaba de cumplir 90 años y que publicó recientemente sus memorias, cuenta detalles de un rodaje especialmente difícil
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Héctor Olivera se describe como un fabricante de temas. El cineasta de 90 años, antiperonista sin pruritos, no duda en reconocer cuando Juan Domingo Perón avivó el estreno de La Patagonia rebelde –adaptación del libro de Los vengadores de la Patagonia trágica, de Osvaldo Bayer, sobre los trágicos sucesos de 1921: la lucha protagonizada por obreros anarcosindicalistas de la Patagonia y su posterior fusilamiento por parte del Ejército–, cuya exhibición fluctuó simultáneamente con los últimos días de vida de Mi General, como el mismo Olivera lo llama. “Mantuvimos una reunión con el ministro de Defensa, Dr. Ángel Federico Robledo, un funcionario muy respetable que nos echó un balde de agua fría. Cuando le dijimos que habíamos producido el film con el apoyo del INC, un organismo nacional, comentó: ‘El Estado a veces se equivoca’”, recuerda Olivera del film emblemático que hoy cumple un nuevo aniversario: se estrenó el 13 de junio de 1974. “Salimos muy preocupados de la reunión e iniciamos una campaña que incluía exhibiciones para la prensa y el gremio cinematográfico. También organizamos una proyección para diputados y senadores de la Nación en el cine Callao, a media cuadra del Congreso. Finalizado el acto, estábamos con Osvaldo [Bayer, autor del libro original y colaborador del rodaje] y los tres socios de Aries en el hall del cine esperando comentarios favorables y promesas de apoyo. Pero los legisladores se fueron rápido sin mirarnos. Pasaban las semanas y la película seguía sin ser autorizada. El escribano Eduardo Ares, secretario del ente, nos dijo que la razón oficial por la que no se calificaba era porque en nuestra ficha técnica la duración decía 103 minutos y que ellos la habían medido y les daba 102. Su preocupación después de calificada fue: ¿qué escena inconfesable íbamos a incluir en ese minuto de diferencia?”.
-¿Qué hicieron?
-No podíamos hacer nada. La postergación indefinida del estreno nos estaba empezando a traer problemas financieros, que fueron aliviados por algo imprevisto: como distribuidores estrenamos La gran aventura, dirigida por Emilio Vieyra y producida por Fernando Molina, nuestro exjefe de producción, con Víctor Bo, Graciela Alfano y Ricardo Bauleo. Era una comedia de acción y aventuras que funcionó muy bien. El 1° de mayo, Perón echó de la Plaza de Mayo a su antes llamada juventud maravillosa, que para él se había transformado en jóvenes imberbes, integrantes o simpatizantes de unos montoneros enemigos de la CGT y de la derecha peronista, o sea del mismo Perón. Para nosotros, abril y mayo fueron dos meses angustiantes de continuas visitas a Emilio Abras, secretario de prensa y difusión, con quien llegamos a tener una relación amistosa. Finalmente, la película se estrenó el 13 de junio.
-¿Por qué les dieron la aprobación?
-¡Fue por Perón! Me enteré de los motivos muchos años después. El Dr. Carlos Seara, uno de los médicos que en la Quinta de Olivos se turnaba para controlar día y noche su salud, comentó en LA NACION algo que ampliaría en una entrevista con Nelson Castro. Dijo que en varias ocasiones fue invitado por Perón a ver cine en la residencia. Y estuvo presente cuando se proyectó La Patagonia rebelde. El General en la proyección aprobaba las escenas y comentaba en voz baja: “Fue así, fue así”. Cuando terminó dio su veredicto. “La película está muy bien, pero la tengo que censurar porque no se puede dar esta imagen del Ejército, precisamente en este momento”. A pesar de este comentario tan lapidario, a principios de junio, un par de días después nos llama Octavio Bordón, director del Ente de Calificación Cinematográfica, y nos dice que la película estaba autorizada. Era un viernes; el lunes siguiente fuimos al cine Atlas. En esa sala levantaron el estreno de una película norteamericana y nos dieron –para el jueves 13– una muy buena programación en barrios y suburbanos con una sala de estreno inmejorable: el Broadway.
-El clima político se estaba enrareciendo.
-Es cierto. Parecía un milagro: el día anterior al estreno, en una reunión en la Plaza de Mayo, sin saberlo o quizá presagiándolo, Perón se despedía de la vida diciendo “Llevo en mis oídos la más maravillosa música…”, refiriéndose al clamor de sus descamisados en esa plaza del romance. ¿Por qué Perón autorizó la exhibición? Pocos días antes, el presidente había leído que el General Laureano Anaya declaró a la prensa que el Ejército obedecía a sus mandos naturales. “¿Y a quién va a obedecer si no?”, preguntó indignado Perón. El comentario de Anaya era característico de cuando estaba revuelto el avispero de las Fuerzas Armadas. El General, que le tenía poca simpatía al comandante, preguntó: “¿Cómo era esa película de la Patagonia en la que aparece el tío de Anaya?”. “La Patagonia rebelde”, le contestó Abras. “Que se dé en todos los cines del país”. Al día siguiente de convenir el estreno con la SAC publicamos un primer aviso anunciando que la película había sido autorizada y que se estrenaría el jueves siguiente. La noche del estreno, los Montoneros coparon toda la platea pullman gritando cánticos. Confieso que los odié porque, con la misma arbitrariedad que el gobierno había detenido durante dos meses el estreno de la película, en cualquier momento podía prohibir su exhibición. Por suerte, no pasó nada y el film siguió en cartelera con excelentes críticas y gran éxito de público. Sentí que, a los 43 años de edad, el director se había equiparado al productor.
-¿El rodaje dónde fue?
-Comenzó en unas serranías de Río Gallegos y continuó en la estación de ferrocarril de Puerto Deseado. En Pico Truncado nos alojarnos en carromatos que pertenecían a YPF. El rodaje estaba planeado en las estaciones de ferrocarril Tehuelches y Jaramillo, que eran lejos, por lo que debíamos levantarnos a las 5. Ahí filmamos escenas muy importantes: el enfrentamiento de los huelguistas con la tropa que venía a bordo del tren y el fusilamiento de Facón Grande. Después regresamos a Puerto Deseado y estábamos en el traslado a Río Gallegos cuando se me presentó una delegación de actores con unos problemas.
-¿Qué pasó?
-Federico Luppi, Tacholas Graña y Héctor Pellegrini me plantearon que el convenio laboral establecía que los actores debían viajar en avión. Les contesté que en ese pueblo no había aeropuerto. “Pero el convenio establece que los actores debemos viajar en avión”, insistieron. Los productores [Fernando Ayala y Osvaldo Repetto] estaban en Buenos Aires, así es que asumí ese rol y le di instrucciones al jefe de producción para que accediera a la demanda gremial. En Río Gallegos nos distribuimos en varios alojamientos y los doce actores se instalaron en un chalet que era de Gas del Estado. Entonces apareció un tal Hoffmann, estudiante de leyes laborales, contratado por la Asociación de Actores y SICA, de los técnicos. Su función como delegado gremial conjunto era velar por el cumplimiento de los convenios colectivos de trabajo. Resultó muy curioso que, cuando por primera vez los sindicatos resolvieran controlar con un profesional una filmación tan lejana, lo hicieran con una película que exaltaba un sindicalismo puro. Cuando alguien le comentó este hecho a Luis Brandoni, secretario general de la AAA, contestó: “Esta es una película producida por una empresa. Si fuera hecha por los compañeros, sería otra cosa”. Querido Beto: ¡La otra cosa sería nada. No se hubiera hecho! Terminado el rodaje en Río Gallegos, la caravana partió para Río Turbio, donde nos alojamos donde pudimos ya que no había hoteles. Las mujeres fueron a parar a una mezcla de posada con prostíbulo llamado El Gato Negro.
A rodar mi vida
Guionista, productor y director, Olivera ha trabajado en más de un centenar de películas. Junto con Ayala crearon en 1956 Aries Cinematografía Argentina, una productora de cine y televisión cuyo logo, un crespón gestual que gira de izquierda a derecha hasta quedar firme en el centro, resulta tan familiar como el león de la Metro Goldwyn Mayer.
Olivera acaba de publicar sus memorias, en un volumen que editó Sudamericana y cuyo título es Fabricantes de sueños. Es la síntesis de un hacedor que saltó de la comedia psicodélica (Psexoanálisis, 1968) al cine testimonial (Las venganzas de Beto Sánchez, 1973), que como productor se transportó sin trances del revisionismo histórico a la comedia (produjo las sagas de Porcel y Olmedo), de las postales con música para promocionar artistas –tituladas hiperbólicamente Argentinisíma (1972) y Argentinisíma II (1973)– a los primeros rockumentales (Rock hasta que se ponga el sol, 1973; Buenos Aires Rock, 1983).
Si sus trabajos como productor y director conforman una lista ecléctica, la de los personajes con lo que trató resulta abrumadora. Lo recibió Jorge Luis Borges para la adaptación de un cuento suyo (El muerto, de 1975, contó además con la adaptación de Juan Carlos Onetti); convocó a Edgardo Giménez, emblema del Di Tella, para crear la escenografía de Psexoanálisis, y fue testigo del crecimiento de María Luisa Bemberg, guionista de Triángulo de cuatro (1975), dirigida por Ayala. También participó de la trilogía de Los éxitos del amor, La playa del amor y La discoteca del amor (una de las joyas más subvaloradas del cine argentino, escrita y dirigida por un novato Adolfo Aristarain).
Las idas y vueltas de la adaptación y el rodaje de La Patagonia rebelde se conectan, más allá del territorio y la anacronía, a las aventuras de las películas de otro cineasta que rodó en esa geografía: Carlos Sorín. Ciertas imágenes evocan el dramatismo de La película del rey (1986), en la que el rodaje peligra a cada minuto. La falta de indígenas es reemplazada por maniquíes. O la infinita carencia de Historias mínimas (2002), una historia en la que la estepa tiene reservada siempre una sorpresa.
“Era un sábado por la tarde –cuenta en el libro–, estábamos filmando la escena de Zavala enfrentando a los peones, alrededor de trescientos extras formados en una amplia doble fila. —Corte y se copia, dije y caminé unos pasos buscando el ángulo para hacer la próxima toma. Giré: —¡Cámara aquí!, grité y me asombré al ver a todo mi equipo inmovilizado. Se aproxima el tal Hoffmann y, señalando su reloj, me dice: —Son las seis y no llegó la merienda. —Pudo haber tenido algún problema en el camino, estamos en medio del desierto… El delegado hizo un gesto de no es mi problema y se alejó. Miré a mi gente, consternado, pero nadie se movió”.
Olivera recuerda que se alejó hacia el horizonte y caminó hasta que, detrás de un cerrito, apareció la Estanciera que traía la merienda y que había pinchado una goma antes de llegar. Y también que, al atardecer del día siguiente, cuando estaban por filmar el fusilamiento de Schultz (Pepe Soriano), se le presentaron dos delegados de los actores para informarle “que los compañeros habían decidido no trabajar si el señor Bayer continuaba en el rodaje. —¡Qué disparate!, reaccioné, ¿por qué esta decisión? —Porque anoche dijo que nuestra entidad había metido en la película un agente de la CIA. Mandé llamar a Osvaldo, a quien le repetí la acusación y, ante mi asombro, dijo: —No es verdad, yo no dije eso. Mi amigo, a quien ya conocía bien, peleador como ninguno, no era de desdecirse. Ante mi estupor siguió un breve silencio y Bayer agregó con aire ingenuo: —Yo dije que la Asociación había contratado a un agente de la SIDE. Se pudrió todo”.
En su libro de memorias, Olivera apela a los recuerdos en clave coloquial, una narración que huele a esas biopics que se exploran desde la posteridad, como si los hechos cotidianos se hubieran edificado con el temblor de un nervio histórico. Ahora, Olivera cortó casi todo los vínculo con el cine, incluso el de ser espectador. “No sé nada de lo que pasa en el cine actual. No tengo tiempo para eso. Soy un nonagenario, ¿cuántos años más puedo vivir? Dos, cuatro, ¿ocho?”, se sorprende de su propio cálculo.
-¿No ve cine argentino?
-No. Veo algunas series, pero muy poco. No tengo ganas de someterme a ver mil capítulos de una historia.
-¿Cómo se llevaba usted con la crítica?
-Nunca tuve relación con la crítica. No tenía nada. Una vez leí algo así como “con la soberbia acostumbrada de Olivera”, pero ni siquiera le pregunté a ese crítico a qué soberbia se refería.
-¿Qué crítico fue?
-No importa. No lo voy a decir.
-¿Usted no se veía como parte de un cine costumbrista que perdía terreno frente al Nuevo Cine Argentino?
-No. ¿Qué es el Nuevo Cine Argentino?
-¿Alguna vez tuvo algún otro problema con un actor en un rodaje?
-Sí, tuve uno con un actor secundario. Hoy es bastante famoso en la televisión. Tampoco voy a decir el nombre.
-¿Es cierto que reemplazó a Roger Corman en la dirección de una película?
-No exactamente. Traté con él por una producción internacional cuando sumamos a Sandro Sessa en Aries. Fue una de las diez películas que Corman produjo con su productora Rodeo. Estaban filmando Wizards of the Lost Kingdom (La guerra de los magos, 1984) en Iguazú, cuando el actor Bo Svenson anunció que no le gustaba el director, a quien quería lanzar por la Garganta del Diablo. ¿Y yo qué puedo hacer?, le respondí a Sandro. Dirigirla. Sabés que a Roger no se le pueden trasladar problemas. En fin, dirigí una película en la que el protagonista preadolescente Vidal Peterson, cuando yo estaba por pedir cámara, inevitablemente señalaba su reloj pulsera y me decía con el índice alzado: “The law of the State of California...”, por una ley que establecía que, cada dos horas, los menores de edad debían tomar clase con una maestra recibida en ese Estado. El insoportable jovencito pasó a ser un santo comparado con el protagonista, que entendía que la versión de que su personaje era un pacifista. ¡Y no quiso hacer las escenas de combate! Lo llamé a Roger y su respuesta fue: Con un fondo neutro, filmá primeros planos mirando a cámara, a derecha y a izquierda, arriba y abajo, y después medios planos tirando sablazos al centro y a cada lado; dale prioridad a las escenas que quiera filmar y envíamelo de regreso cuanto antes. Pero mi problema insoluble fueron los personajes secundarios: eran todos monstruos o animales indefinibles, con nombres más extraños que sus disfraces. En fin, terminé la película sin entender muy bien quién era quién y seguí los consejos de Roger. Un maestro. Dos meses después Roger me mostró la película terminada: le había incorporado escenas de combate y lucha de un bodrio que había producido en México siete años antes. Dos años después, en su antedespacho descubrí una placa que decía: A Roger Corman, productor de Wizards of the Lost Kingdom, el video infantil más vendido en 1984 en el Reino Unido. ¡Y la dirigí yo!
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