La inspiradora historia de Aldo Donnantuoni, “el rey del orégano”, uno de los mayores productores de la especia en el país
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“Saltaba en una pata”. Así describe la felicidad que sintió cuando, a los siete años, le anunciaron que iba a cruzar el océano rumbo a América en busca de un futuro mejor. Aldo Donnantuoni vivía en Rofrano, provincia de Salerno, Italia, en un pueblo sumido en la miseria y devastado por la guerra. Quizá, si la fortuna lo acompañaba, podría dejar de usar zapatos fabricados con viejos neumáticos. También se ilusionaba con la idea de no cuidar más a los chanchos, tarea que su padre le había encomendado y él detestaba. Además, no tenía dudas, del otro lado del Atlántico comería algo más que pan duro.
Aldo era un chico inquieto y curioso, pero con grandes sueños. Sus padres, Francesco y Sofía, fantaseaban con que algún día llegaría a ser “ingegnere” o “avvocato”. La Argentina lo esperaba con los brazos abiertos.
Sin embargo, nunca se graduó. Ni siquiera tuvo la oportunidad de pensarlo. Desde el 16 de abril de 1951, día que bajó del barco Provence aferrado de la mano de su hermana mayor, en el puerto de Buenos Aires, superó situaciones tan extremas que, irónicamente, solo lo impulsaron hacia adelante.
“He vivido sentado y acostado en la pobreza”
Aldo pronto va a cumplir 80 años. En Mendoza, donde se radicó cuando tenía apenas 17, muchos lo llaman “el rey del orégano”. Aunque nunca lo va a decir abiertamente, por discreción y pudor, forjó una pequeña fortuna. Tiene campos y una empresa próspera. Lleva siete décadas en la “tierra prometida”, pero no perdió el acento italiano. Ahora, con mucha emoción, recuerda sus días en Italia: “He vivido sentado y acostado en la pobreza, por eso sigo llevando una vida austera y moderada, convencido de que la perseverancia y el ahorro son fundamentales para obtener grandes resultados”, reflexiona.
Los recuerdos lo llevan hasta Rofrano, una zona de montañas pedregosas donde vivía con sus padres, sus dos abuelas y su puñado de hermanos: “Italia había quedado destrozada por la Segunda Guerra Mundial y cada uno debía rehacerse como podía. No había recursos ni alimentos. Mi madre perdió tres hijos por falta de asistencia y yo me salvé de milagro cuando contraje pulmonía y no había medicamentos. Mi padre caminó, ida y vuelta, más de 70 kilómetros hacia un pueblo vecino para traerme penicilina. Me curé como por arte de magia e hicimos una promesa a la virgen de Pompeya”.
“¿Cómo eran mis días? Por la mañana iba a la escuela y, a la tarde, ya en casa, me asignaban la tarea de cuidar a los chanchos, algo que detestaba. Me terminaban castigando porque solía escaparme con los vecinos... y los chanchos terminaban comiendo las huertas cercanas. La comida escaseaba, la tierra no era apta para sembrar demasiado trigo, que enseguida se agotaba. Arábamos con un buey, un animal útil y muy preciado, a quien llamábamos ‘Bello’.
“Pasaba el día con mis hermanos, con quienes subíamos la montaña. Teníamos zapatillas caseras, hechas ‘a medida’, fabricadas con el caucho de los neumáticos. Mi padre les hacía un agujero adelante, desde donde salían los cordones que atábamos a los tobillos. Ojo, eran zapatillas resistentes a las piedras y las espinas: jamás se rompían”.
El viaje a la Argentina
En marzo de 1951, Sofía acompañó a sus hijos Aldo y Anna hasta Salerno para que emprendieran la marcha en tren hacia el puerto de Génova. Allí se embarcarían rumbo a Buenos Aires. Estrechó a los chicos en un abrazo y pidió tomarse una fotografía, la última. En su leve sonrisa tal vez sentía la esperanza de volver a verlos pronto en Argentina. En la imagen se puede ver a sus hijos listos para emigrar: Aldo, con un saquito cruzado y raya al costado, mira la cámara de reojo, mientras que Ana sonríe. Parece un escena feliz.
Francesco, el padre de Aldo y Ana, se les había adelantado. Emigró algunos meses antes y consiguió empleo en una fábrica textil porteña. Él los recibiría “del otro lado del mundo”. De a poco, toda la familia emprendería el mismo camino. Sofía nunca imaginó que jamás volvería a ver a sus dos hijos. Tampoco a su marido.
El trayecto en tren desde Salerno a Génova fue desolador: los chicos notaron que todo alrededor de las vías del tren estaba destruido por los bombardeos. Las secuelas de la guerra afloraban a cada paso.
Los días previos a la travesía en barco fueron de una felicidad indescriptible, aunque hoy se le quiebra la voz al evocarlos mientras repasa con memoria prodigiosa un presagio de su abuela: “Siempre andaba con vestidos largos recogiendo higos secos que solíamos robarle o que nos daba como premio. Recuerdo que mi hermana menor le pidió uno y mi abuela le dijo que no, que iba a dármelo a mí porque me iba a la Argentina y ya nunca más iba a verme”.
-¿Cómo fue la travesía en el barco, Aldo?
-Sentía una alegría enorme, más aún porque el primer intento de zarpar fue fallido, ya que con mi hermana nos equivocamos y fuimos a otro puerto... Deseaba marcharme con todas las fuerzas, aún consciente de que se hablaba otro idioma y que no conocía nada del lugar adónde íbamos. Tengo un vago recuerdo de ver a mi madre llorando mientras subía al tren que me llevaba al barco con el mismo trajecito con el que bajé un mes después. Había muchos inmigrantes en la parte de abajo del buque y yo solía burlarme de uno de ellos, que una tarde, cansado, me tomó de ambas manos, me llevó a la proa y me puso en el aire con el océano debajo. Mi hermana casi lo mata. Hicimos escala en Brasil y nos mirábamos sorprendidos con esa gente tan diferente a nosotros.
-Finalmente, llegaron a Buenos Aires.
-Sí, nos fue a buscar mi padre con unos amigos. Me entregaron un paquete de caramelos y creí tener un tesoro en mis manos. Nos prestaron una piecita en Ciudadela, era todo tan distinto... De allí mi padre nos subió al tren rumbo a Bragado, ciudad donde ya vivía su hermana, mi tía Elisabetta. Mi papá se quedó en Buenos Aires, donde tenía trabajo, y poco después de llegar a Bragado mi hermana consiguió empleo como empleada doméstica “cama adentro”. Mi tía me tenía cortito. Había empezado a ir a la escuela y las burlas todavía las tengo en la cabeza… tal vez por el idioma... No hablaba una palabra castellano.
-¿Cómo se enteró de la muerte de su padre?
-Apenas llegamos a Bragado. No habían pasado ni 20 días cuando recibimos un telegrama desde Buenos Aires que nos incitaba a viajar urgentemente. Al llegar, nos encontramos con mi papá dentro de un cajón. Supimos que sufrió un accidente, pero no nos dieron mayores detalles. Lo atropelló un tren... tal vez se resbaló en las vías o lo empujaron... Inmediatamente mi madre nos pidió que regresáramos a Italia. Mi hermana insistía que quería volver, pero yo le dije que ni “atado” volvería. En Italia la vida era rutinaria, no había futuro. Finalmente, nos quedamos en Bragado. Tampoco fue fácil: como mi tía y mi hermana ya no podían cuidarme, pasé a vivir en un colegio de monjas que se solventaba con donaciones, por eso comíamos polenta todos los días. A veces, para darle sabor le agregaban un hueso de caracú. Nunca más en mi vida probé polenta. Éramos 30 pupilos, todos con la cabeza pelada para evitar piojos, que íbamos del asilo a la escuela y de la escuela al asilo. Las burlas recrudecieron: “Italiano pata sucia”, me decían, una crueldad terrible. Todo allí era triste y sombrío, pero lo más triste era la comida.
-¿Qué recuerda de esos años en el internado?
-Con un amigo intentamos escapar en dos oportunidades. Yo tenía 12 años y él era un poco mayor. Una noche preparamos las mejores zapatillas y emprendimos la marcha rumbo a Córdoba. Mi amigo era un genio, fantasioso, soñador. Me había prometido que fabricaría un avión y pronto nos fugaríamos. En el trayecto, eterno, comimos cuices y papas que encontramos en una plantación. Exhaustos, nos tiramos a descansar debajo de un puente. Nos despertó un policía y... vuelta al orfanato. La segunda vez fue parecida. Tocábamos timbre para pedir comida y nos recibió una señora. Nos preguntó si nos gustaban las empanadas y, por supuesto, dijimos que sí, aunque jamás las habíamos probado. De pronto llegó el marido, que era un oficial de policía y estaba de franco, así que nuevamente fuimos a parar al asilo. ¿Cómo salí de ahí? Un día me terminaron echando y me fui a vivir con mi hermana y mi tía, que cosían ropa para un sastre, y yo empecé a trabajar como cadete llevando y trayendo esas prendas.
-¿Cómo llega el orégano a su vida?
-Fue por esos días. Muchas veces, después del trabajo, me quedaba conversando con el sastre. Un día me preguntó si sabía dónde había orégano. Yo sabía, crecía en muchas casas vecinas, así que cada tanto robaba orégano de algún patio y se lo llevaba en rama o en atados. El sastre me pagaba con una moneda que era valiosa, porque con eso compraba un kilo de carne. Al mismo tiempo hacía algunas changas de chapa y pintura de autos junto con mi cuñado.
-Pero se volvió un agricultor. ¿Cuándo y dónde aprendió a trabajar la tierra?
-Me enteré que al lado de Bragado, en el partido de 25 de Mayo, había una escuela llamada Inchausti donde enseñaban tareas rurales. Me presenté y me aceptaron. Durante tres años fue mi segunda casa y aprendí a hacer de todo, a trabajar en el tambo, elaborar queso, miel, criar gallinas y ovejas. Además, ya nadie se me burlaba, me decían “Tano”, cariñosamente. Nos vestían, nos daban la comida. Recuerdo que a los otros pupilos les mandaban encomiendas con regalos y golosinas pero, claro, a mí ni los saludos... y necesitaba dinero. Durante unas vacaciones le pedí trabajo al director, que primero se negó, pero luego vio mis calificaciones y me ofreció ser una suerte de comodín. Trabajaba igual o más que los adultos. pero cuando cobré el primer sueldo me caí de espaldas. Era una fortuna. Fui corriendo a comprarme un traje. Luego de tres años, terminé esa escuela y me mudé a Morón con mi hermana.
-Todavía sigue lejos de Mendoza. ¿Cómo siguió su historia?
-En Inchausti había conocido a un compañero, Jorge Bremer, quien me presentó a un alemán llamado Roberto Buddensieg. Enseguida me hice amigo de él y de su hijo, Juan. Ellos tenían plantaciones de yerbas medicinales y aromáticas entre Mar del Plata y Miramar, entre otros rubros. Lo cierto es que necesitaban un apicultor especializado. Viajé a la costa una noche tormentosa y antes de subir al micro me compré una guía de la apicultura. La leí entera. La familia me recibió maravillosamente y nunca me sentí un empleado, era un hijo, un hermano. Hacíamos miel que ellos vendían muchísimo y la etiquetaban “miel con néctar de flores medicinales y aromáticas”.
-¿Cuándo y cómo recaló en San Carlos, Mendoza?
-Trabajamos dos años, hasta que se cortó la buena racha de la venta de menta a Europa y me ofrecieron venir a Mendoza por tres meses. Me dieron un vehículo y empecé como capataz de la empresa El Cerrito, en Pareditas, San Carlos, con 17 años. Mucha gente me llamaba “Aldo Del Cerrito”, creyendo que era mi apellido. Hasta que empecé a firmar cheques y se enteraron de que mi nombre era Aldo Donnantuoni. Comencé con el orégano de forma precaria, pero el dueño mejoró la técnica para separar la hoja del palo. Implementó maquinaria y herramientas. Durante diez años trabajamos con gran respeto y cariño. Antes de que Roberto se enfermara, le manifesté mi deseo de abrirme camino solo. Ya tenía algún lotecito y veía que el orégano aumentaba. “Voy a probar con el orégano”, le dije. Me prestaron máquinas en desuso que habían quedado de la menta, además de bolsas y muchas herramientas más. Así empecé. Fue en ese momento cuando una mañana me enteré, a través de una carta, que mi madre había muerto en Rofrano. No entiendo por qué, pero no se me escapó una lágrima.
Sofía, la madre de Aldo y Ana, murió en Rofrano, en 1969. El resto de sus hijos, los que aún siguen vivos, Nino, Livio y Elizabeth, están radicados en Alemania y Australia, donde llegaron escapando del horror.
-¿Cuándo conoció a Luisa Berón, su esposa?
-En todo el proceso anterior había que contratar gente y así fue que un día nos conocimos. Un amigo me aconsejó que no estuviera solo. Me decía que nada de lo que hacía tendría sentido si estaba solo. Nos casamos y tuvimos tres hijos, Nuri, Nerea (quien, a diferencia de mí, obtuvo el título de abogada) y Lucas. Muchos años después, en 1995, fuimos por primera vez a Italia con mi familia y visité la tumba de mi mamá. Recién allí comprendí lo que seguramente habría sufrido al no ver más a su familia. Mi vida y mi cabeza cambiaron radicalmente con la llegada de mis hijos.
El golpe más duro: la muerte de Nuri
Aldo jura que el hecho de haber quedado huérfano de padre a los 7 años en un país desconocido, la miseria y el desarraigo, no representaron golpes tan duros como la muerte de su hija mayor, Nuri, el 11 de febrero de 2015, a raíz de un accidente automovilístico en la Ruta 40.
Nuri, que tenía 29 años y estaba embarazada de dos meses, había sido Reina Nacional de la Vendimia en 2005 y es recordada como una de las soberanas más queridas de la historia. La muerte conmocionó a Pareditas y a todo Mendoza.
“Creo que nunca había llorado hasta que murió ella. No sé cómo hago para seguir adelante, pero la vida continúa y el mundo sigue andando. Esto no me pasó solo a mí, sino a mucha gente. El trabajo entretiene, pero el dolor se siente profundo y nunca se va. La angustia, la desesperación siguen latentes y hubiese dado lo que sea para que no sucediera”, reflexiona.
El año pasado, Aldo tuvo otra alerta que lo obligó a modificar sus prioridades: sufrió un infarto y debió ser sometido a un bypass.
“Ya no le doy importancia a cosas superfluas. Las preocupaciones se calmaron”, confiesa este italiano duro como el roble que lleva más de 60 años como proveedor de marcas relevantes de hierbas y aromáticas como La Virginia, Menoyo o Alicante, entre otras.
-¿Cuál es su fórmula del éxito en el trabajo?
-La perseverancia. El levantarse al caer y seguir adelante. También el ahorro, por supuesto. Hoy estoy tranquilo porque les dejo a mis hijos una empresa que funciona y en la que ellos ya trabajan desde hace años. Empecé de a poco, paso a paso, sin que nadie me regalara nada. Por mis orígenes me considero humilde, no sé si merecía tanto, aunque en el fondo uno conserva el “enanito del ego” que a veces viene a golpear el pecho.
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