“Hay que matar a Quiroga"
Plaza de la Victoria, octubre de 1837
Así recuerda José Vicente que le dijo el coronel Francisco Reinafé aquella sosegada tarde en el patio de los Oliva, mientras el sol se hundía tras los cerros y las torcazas arrullaban en sus nidos. Recuerda el temblor de anticipación en la voz enérgica de su hermano, pero también el frío que recorrió su propio espinazo al oírlo.
Facundo era hombre de temer. Por algo podía florearse en las calles de Buenos Aires sin que nada lo rozara. Estaba protegido por un hechizo, según decían. ¿Acaso el poderoso Juan Manuel de Rosas le temía, como siempre le temieron López y tantos otros que se postraban ante su sombra? No, José Vicente estaba seguro de que la mirada azul del Restaurador no se desviaba ante los feroces ojos morunos del Tigre de los Llanos.
Ambos se medían, se respetaban y se cuidaban las espaldas.
Francisco había sido siempre el más audaz del clan, y el que deslizó en los oídos de los otros Reinafé la consigna: "matar o morir", aplicada a Quiroga.
Por la mente de José Vicente desfilan ahora imágenes de la vida en la dulce Córdoba, sacudida por las luchas civiles, pero dispuesta a florecer en diamelas y jazmines. ¡Ah, si él pudiera retroceder los días! Estaría recibiendo el mate de manos de la hija de Oliva, soñando con acariciar su talle en la noche perfumada, en lugar de sentir el roce áspero de la cuerda en su cuello sudoroso. La moza estaba prometida a su hermano Francisco, que siempre salía ganando, pero él podía imaginarla suya en ese trance final.
Matar o morir, les había dicho. Ya habían matado, tocaba el turno de morir. Sólo la muerte lo salvaría del ansia de degüello de las huestes del Tigre.
Hay algo peor, sin embargo, un temor sin nombre, oculto y horripilante, que galopa en su pecho: el rumor que el viento lleva por llanos y montañas, ululando entre los postigos entreabiertos, colándose en las casas cuando los candiles se apagan.
- -¡Facundo no ha muerto! Viene desde el infierno a vengar lo de Barranca Yaco.
Y el rumor alcanza alturas vertiginosas. José Vicente cierra los ojos y ve una galera avanzando a los saltos, envuelta en polvareda, bajo un sol que raja la tierra. Escucha las voces que nunca oyó:
- -¡Allá viene! ¡Quiroga está pasando!
Le aseguraron que nadie quedó vivo, que no se supo quién mató al general. ¿Cómo era posible, entonces, que esa noche hubieran aparecido nueve cruces sobre la sangre lavada por la lluvia?
El gobernador cordobés reniega de su pesadilla, que bien merecida la tiene por pagar a Santos Pérez una misión que todos rechazaban.
¡Maldito Facundo, que no perdona! La imagen de su ojo perforado por la bala certera lo persigue. El bramido de su voz le taladra los oídos. El peor castigo no es la horca que aprieta su carne, sino aquel silbido tenebroso que cala hondo en su cabeza:
Facundo vive, vive, vive…
(NOTA DE LA AUTORA: la muerte de Facundo Quiroga, ocurrida en una emboscada el 16 de febrero de 1835 en un paraje perdido de Córdoba, sigue gestando misterio, tanto por la sospecha de quién pudo ser el instigador, como por haberse anoticiado el propio Facundo, más de una vez, del peligro que corría. Al morir el general nació la leyenda, y se dice que durante mucho tiempo los paisanos se persignaban al pasar por el sitio, en señal de respeto y temor. En los años presentes se descubrió que los restos de Facundo, trasladados al cementerio de la Recoleta, se guardaban en un ataúd oculto entre muros, quizá para preservarlo de ultrajes, y de pie, según mentada costumbre de caballeros castellanos).
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