¿Hay arte en la cocina?
La polémica comenzó cuando hace poco invitaron al famoso cocinero catalán Ferran Adrià a una de las mayores citas mundiales con el arte: la Documenta de Kassel. ¿Por qué un chef en un encuentro de artistas? Un recorrido histórico entre ollas y pinceles ofrece pistas para pensar cuándo el arte se mete en la cocina
Disfrutar de la textura de una mousse de chocolate puede ser tan increíble como observar las manzanas de Paul Cézanne. O la perfección de una tortilla de papas puede fascinar tanto como el David de Miguel Angel. La belleza de lo que comemos viene del gusto y del olfato; comparte con las artes visuales la vista, el tacto y el oído, y al mismo tiempo muchas personas viven en un restaurante sensaciones similares a las que pueden experimentar en un museo.
¿La producción de un cocinero puede convertirse en un objeto artístico? Y si acotamos la pregunta: ¿las creaciones del denominado "mejor cocinero del mundo", Ferran Adrià, son obras de arte? Más exactamente, ¿cuándo hay arte en la cocina?
La polémica se abrió en Europa a partir de la invitación que el curador de la Documenta de Kassel (Alemania), Roger Buergel, le hizo a Adrià para participar como uno de los artistas españoles invitados a la exposición de arte alemana. Muchos opinan que su cocina es marciana, única, de diseño, que rompe barreras y prejuicios, y que por ese espíritu innovador está más cerca del arte de vanguardia que de la alimentación.
Sin embargo, Adrià explicó que esta nueva incursión de la gastronomía en un museo no será para él, sino para los cocineros. "Allí voy en representación de todos, porque el debate va a ser si la alta cocina puede codearse con otras «altas» artes. Sé que sólo soy cocinero y voy ahí desde la humildad." Y señala: "No soy Picasso ni lo pretendo; comprendo que haya gente que se moleste. Sé que es duro que inviten a un cocinero. Pero, ¿qué es arte? No lo sé. Si a esto quieren llamarlo arte, muy bien. Si no, también; eso no depende de mí", resuelve.
Con historia
En un recorrido por la historia del arte aparece rápidamente la íntima conexión entre los alimentos y la gastronomía.
Por un lado, los artistas que en algún momento utilizaron la comida como elemento de representación visual. Por otro, los que se valieron de ella como herramienta de ruptura.
Leonardo da Vinci construía sus maquetas con la técnica del mazapán, aprendida de su padrastro pastelero; muchas veces eran devoradas por sus seguidores, confundidas con los pasteles extravagantes propios del artista. El manierista Giusseppe Arcimboldo (ver foto) plasmaba pictóricamente frutas y verduras para conformar sus retratos. Para celebrar el regreso de Guillaume Apollinaire de la guerra, Picasso y algunos amigos representantes de las vanguardias organizaron un banquete donde ofrecían platos como Hors d’oeuvres cubistas, futuristas, etc., Meditaciones estéticas en ensalada, Café de las veladas de París; y hacia 1930, los futuristas buscaban trasladar los efectos artísticos a la vida cotidiana con la aspiración de hacer de la vida una experiencia estética. Marinetti escribió: "Vendrá el tiempo cuando la vida no será un simple objeto de sustento y trabajo; tampoco una vida de ociosidad, sino una obra de arte". Salvador Dalí era otro promotor de ello cuando declaraba que "los órganos más filosóficos del hombre son sus mandíbulas".
La hora del eat art
Para mediados del XX, surgen las corrientes de arte conceptual, y dentro del arte de acción, o happenings, aparece el movimiento eat art, o arte comestible. Las primeras fueron prácticas artísticas realizadas por Joseph Beuys y Daniel Spoerri, creador de la serie de piezas Eat-Art, que consistían en confrontar las relaciones culturales arte-cocina con el objetivo de tomar conciencia sobre la vida. Crearon restaurantes temporales, como el Spoerri, donde se servían banquetes en los que prevalecían la ironía y el humor. Las propuestas buscaban vincular al espectador con la obra de una manera activa para convertirlo en consumidor directo. En las obras comestibles, además del alimento, los artistas incorporaban una carga simbólica y cultural que surgía del intento de democratizar el arte y proponerlo como efímero y eventual.
Más tarde, a comienzos de los setenta, el español Antoni Miralda, que recientemente realizó un seminario en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), construyó el Food Culture Museum de Barcelona, junto a la francesa Dorotheé Selz (el año último expuso sus esculturas comestibles en la Alianza Francesa). Esbozaron un panorama gastronómico de la sociedad posindustrial con obras que circularon por todo el mundo.
En el ámbito nacional, entre otros, Víctor Grippo utilizó las papas, conectadas con electrodos, en una instalación que asociaba la alimentación básica con una función energética. Ya a mediados de los sesenta, Marta Minujín implementó el alimento en sus obras y durante la década de los setenta realizó el Obelisco de pan dulce, una réplica del Obelisco porteño, de 36 metros de alto y recubierto con 10.000 paquetes de pan dulce, luego distribuidos entre el público; Toronjas, en el Museo de México, donde 20 personas ordenaron pomelos en un cuadrado mientras entonaban una canción que conjugaba el arte con la naturaleza, o la Venus de queso, entre muchos otros happenings.
¿Cuáles son entonces las variables que intervienen para emitir un juicio sobre cuándo hay arte? Como la historia lo demuestra, la idea de fusionar diferentes oficios artísticos no es nueva y responde a un fenómeno mundial derivado del posmodernismo, que tomó mayor envión a mitad del siglo XX. La inclusión de diferentes técnicas, escuelas y disciplinas a la hora de crear cualquier manifestación cultural es una característica propia de la contemporaneidad.
El público está acostumbrado a disfrutar exquisitos platos en los museos, es decir, en los restaurantes de los museos, con los códigos del servicio y la cocina que los hacen propios del género del discurso gastronómico.
Pero en pocos días más, cuando comience una nueva edición de la Documenta (el 15 de este mes), los platos saltarán del otro lado de las paredes, allí donde el arte se visita.
Lo que nadie sabe es qué presentará Adrià; él se encargará de mantener el enigma hasta el corte de cintas. Este hombre, movido por la exploración de territorios desconocidos, tanto en la cocina como con la ciencia y ahora en el arte, declaró que primero había comenzado a preocuparse: "¿Qué hacer? Podía pensar en una performance, en una instalación, pero no me sentía satisfecho. Creo que será algo conceptual, sencillo, evidentísimo".
Que un cocinero sea invitado a crear su producción en un ambiente museístico como es Documenta hace que los elementos del discurso gastronómico presentes en su obra cambien de sentido. Inmerso entre esas paredes, su creación obtiene la legitimidad artística dada por los códigos del contexto que caracterizan al sistema del arte.
El objeto, antes plato, obra ahora, es legitimado por un curador; fue pensado para ser exhibido con un ambiente iluminado especialmente, un montaje diseñado y la idea de estar ahí para ser disfrutado por un público específico. Estas condiciones y algunas más le imprimirán al producto presentado por Adrià un estatuto artístico. El juicio valorativo sobre la obra habrá que posponerlo... hasta después de la presentación.
Para saber más: www.universes-in-universe.de/car/documenta
www.elbulli.com
Fotos: Francesc Guillamet/Gentileza El Bulli
Prefiero no
Por Miguel Brasco
Desde aquel no tan lejano ayer en que una lata de basura abollada pata pata por Andy Warhol fue categorizada como art exquise en una galería de Nueva York, cualquier cosa pasó a ser admisible en el ámbito neo post-post ganz avant-garde, ultraminimalista del marketing estético plus-que-dernier cri de nuestro tiempo. ¿Por qué, entonces, no habría de ser aceptada la figuración del cocinero à la mode Ferran Adrià en la muestra Documenta? "Eso no es arte", objetan los misoneístas. "¿Cómo que no?", dicen los fans. "Adrià debe ser considerado como una instalación gourmet."
Yo me opongo, quiero aclarar. No por el chef catalán, cuyo imaginativo estilo culinario reconozco como prodigioso, sino como paso uno para que se recomponga la simple relación de antaño entre los cocineros y sus comensales. En la cual aquéllos aderezaban morfis simples suculentos y sabrosos, y éstos se los comían con apetito feliz y satisfecho. Ese estado de cosas empezó a desmoronarse al adquirir los cocineros gradual status mediático de star-chefs famosos, meta TV. La imaginación a las marmitas, se decían a sí mismos al afeitarse cada día. Y así, después, en vez de milanesa con fritas doble a caballo empezaron a mandarnos a la mesa mistral d’oeufs sobre crocantes de nalga en torrecita con un chijete de espuma alrededor. El chijete son las fritas. ¡Qué original, Pepe! Pero ya nada tiene el gusto de los buenos tiempos y uno no hizo salivación para crocante, sino para milanesa. Así que no, prefiero no: volvámonos a fojas cero.
Las judías blancas rumbo a Kassel
Desde que Roger Buergel (Berlín, 1962) invitó al cocinero Ferran Adrià a exponer en la Documenta de Kassel (Alemania), la mayor plataforma del arte contemporáneo, que abre sus puertas el próximo día 15, un alboroto ha sacudido los cimientos del arte español. Son las judías blancas una obra de arte? ¿Pueden considerarse los salmonetes Gaudí o el gazpacho de Bogavante una instalación? Silencio de radio. Nadie le discute al mandamás de El Bulli, su restaurante de Girona, donde hay que reservar con seis meses de antelación, sin garantías de tener mesa. El curador Buergel avivó la herida narcisista de los artistas hispanos cuando dijo que Adrià "es el tipo más inteligente de su generación, capaz de hacer de la comida un fetiche. Una suerte de operación conceptual a la Duchamp". Adrià está acostumbrado a la fama. Fue tapa de Le Monde y de The New York Times. Nació en Barcelona en un barrio obrero y toda su vida ha sido una manifestación de que la cocina es un arte. Sirvió en la boda de Leticia y Felipe de Asturias con su maestro, Juan Mari Arzak, y durante seis meses al año experimenta lo que servirá en los otros seis. Su biblia personal dice que el plato perfecto es una tortilla de papas: "Nada más brillante que batir un huevo; esa idea minimalista desecandenó una ola de creatividad secuencial"·
Yo opino
Ricardo Araujo (chef de Al Andalus)
"Si un plato pasa sólo por el diseño, la textura y los colores, y el sabor es sólo un agregado sin importar si alimenta o no, no sirve. Yo elijo primero qué quiero dar de comer, qué combinaciones van a ser saludables. Luego pienso en el color y en la forma, y quiero que ésta sea preciosa. El comensal empieza al revés: primero mira, luego le cae saludable. No estoy de acuerdo con la cocina de diseño y no considero que cocinar sea un arte".
María Barrutia (Restó)
"Creo que un cocinero puede ser convocado junto a otros artistas para crear en relación con un tema o para exponer en una bienal. El caso de la bienal es el más complicado. ¿Cuál es su obra?, ¿quién está «habilitado» como artista para exponer en una reunión de arte? Creo que el fin primero de la cocina no es artístico, es nutritivo y edónico. La cocina no es un arte y los cocineros son profesionales que dominan la técnica de la cocina".
Christophe Krywonis (Christophe)
"La cocina es un arte menor, sí, porque es un arte efímero. La veo como algo que entra por el ojo. Siempre la gastronomía y el arte estuvieron unidos, pero de ahí a que la gastronomía sea arte, hay un tramo. Uno puede ser cocinero por amor al arte; los genios son artistas. Yo hago las cosas con mucho placer, pero no soy más que un artesano. Sin embargo, Adrià es el Julio Verne de la gastronomía: es un creador".
Ada Cóncaro (Tomo I)
"Hay que ver cuáles son las premisas para que algo sea arte. Lo que hace el cocinero es totalmente efímero. La comida en sí misma no es una obra de arte, no es para mirar. El arte en la comida es subjetivo y está en lo que vos sentís. Mi concepción de la comida no sólo tiene que tener una composición visual, estética: tiene que haber algo muy importante, el sabor, y eso no se puede calificar en una bienal de arte".
Ramiro Rodríguez Pardo (Sinclair)
"Todos los imperios trataron la comida como arte; sólo hay que leer los libros del imperio francés, como la enciclopedia de cinco tomos que habla de la cocina arquitectónica. La cocina es una más en el abanico del mundo de las artes. Siempre lo fue"