Era la oportunidad que había buscado, pero una serie de deseos internos fueron más fuertes y la hicieron cambiar de rumbo.
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— Vení a trabajar conmigo, acabo de ganar el concurso para ser jueza de segunda instancia en lo penal y quiero tenerte en mi equipo le dijo esa tarde, mientras terminaban de acomodar la oficina, luego de una intensa jornada de trabajo.
— Es la oportunidad que cualquiera quisiera tener. Pero no puedo aceptarla, te agradezco de corazón, respondió un tanto acongojada.
Hacía tiempo que Bárbara Street sentía que cada año se le hacía más difícil tolerar el frío de los meses de invierno en la Argentina. Sí, sonaba un tanto extraño que ese fuera el argumento para apuntar a un cambio radical en su vida. Pero era lo que su cuerpo y su mente le decían y ya no podía luchar más contra eso.
Nacida y criada en Posadas, en la provincia de Misiones, desde pequeña había estado acostumbrada al clima tropical. Recuerda su infancia y la de su hermana, con la que se lleva tan solo quince meses, como una época privilegiada. “Teníamos pileta en casa. Entonces ese era el punto de reunión obligada tanto para nuestra familia como para los amigos. Es más, llegó un punto en el que mi mamá nos pidió que cada vez que alguien nos visitaba, tenía que traer jugos para el tereré y galletitas para la merienda. ¡Claro! A la pobre se le iba un sueldo en supermercado. Por eso, desde que tengo uso de razón, para mí el calor está unido a la diversión, a pasar momentos entre amigos y familia”.
Ya entrada en los primeros años de juventud y luego de completar sus estudios como chef y organizadora de eventos, cuando se mudó a Rosario decidió retomar la carrera de abogacía, que había dejado incompleta y finalizar, también, aquella formación. Estudió en la Universidad Nacional de Rosario y hoy, a la distancia, asegura que esa fue una de las mejores decisiones que tomó en su vida. “La facultad me abrió la cabeza, amé las clases y los profesores. Y aunque no fue nada fácil trabajar y estudiar al mismo tiempo, estoy agradecida”.
Fue en ese contexto de grandes esfuerzos que pudo empezar a trabajar con quien luego se convertiría en su jefa y amiga. Y antes de que se recibiera, su profesora de la materia Procesal Penal, una profesional excepcional, la invitó a sumarse a su equipo. “Ella fue mi maestra de vida más allá de ser mi profesora en la universidad. Con el tiempo se convirtió en una gran amiga y quien me daría la posibilidad de seguir escalando en mi carrera laboral. Pero tuve que rechazar la oferta. Por dentro sabía que no era lo que deseaba para el resto de mi vida”.
El clic había sucedido en unas vacaciones que se había tomado con su hermana. El destino: Playa del Carmen, en México. “Pasamos diez días en la playa y el mar, como viaja aquel que ahorra para hacerse unas lindas vacaciones cada tanto. Pero la experiencia marcó un antes y un después en nuestras vidas y, al regreso, comenzamos a pensar seriamente en la posibilidad de dejar nuestra vida conocida atrás y empezar de cero en ese maravilloso lugar. Nos iba bien económicamente. No fue por dinero que tomamos la decisión. Buscábamos un cambio. Y además odiamos el frío con toda nuestra alma. El frío nos cambiaba el humor. Como si fuera poco, Rosario estaba cada vez más insegura y nos habían robado varias veces en la calle”.
El deseo se fue haciendo realidad
Las hermanas comenzaron a averiguar cómo instalarse en México, cómo revalidar sus títulos, cómo viajar con sus perros adultos mayores, Mao que hoy tiene 17 años y Hochi de 12, entre otros tantos trámites más. El proceso fue largo. Les llevó cerca de dos años ya que tenían la intención de viajar con algo de dinero ahorrado. También tuvieron que presentarse a una serie de entrevistas en el consulado mexicano. Y así, con ese horizonte claro, Bárbara se recibió de abogada un 30 de diciembre de 2015 y el 4 de enero de 2016 pagó las visas para emprender viaje. Ya no había marcha atrás. Renunciaron a sus trabajos, se despidieron de la familia en Misiones, arreglaron la casa en la que vivían para ponerla en alquiler y un 1 de junio con 34 y 35 años se subieron al avión.
Al comienzo el choque cultural les impactó. “Uno piensa que habla la misma lengua, pues no. Los argentinos hablamos muy rápido, los mexicanos hablan demasiado lento. Nosotros tenemos mil palabras para decir lo mismo. Ellos tienen solo dos o tres para expresar un concepto. La comida es un capítulo aparte. No existen las tapas de tartas, ni de empanadas, ni queso como el que comemos los argentinos, ni prepizzas y podría seguir. Pero uno se acostumbra y hoy no puedo vivir sin tacos de cochinita, sin un asado con arrachera y una buena cerveza con michelada”.
Bárbara pudo revalidar su título. Tuvo que volver a estudiar, presentar una cantidad importante de documentos y finalmente logró tener su cédula. “Hacer derecho penal aquí no es fácil. Y, de a poco, me fui metiendo en el mundo de la migración primero por mi propia experiencia. Pues al ser extranjera me vi forzada a practicar un poco este derecho migratorio y también porque miles de personas conocidas me empezaron a escribir para que los asesorara en el proceso”.
Su hermana, que es arquitecta también pudo revalidar su título aunque con la pandemia se quedó sin empleo. Pero retomó un viejo oficio que había aprendido de su madre y hoy se dedica a coser vestidos. “La verdad le salen de lujo y está trabajando para una tienda en Tulum. Está muy contenta con sus tiempos, creando, que en definitiva creo es lo que le gusta hacer”.
Cerca de la magia
Las hermanas descubrieron que Playa del Carmen les resulta simplemente mágica. “Lo primero que me llamo la atención es que el cielo parece más cerca, hay días que parece que si estirás un poco los brazos podés tocar las nubes. Las noches tienen esa brisa de mar que te acaricia y la luna y las estrellas brillan como no recuerdo que brillaran en Argentina. El mar no tiene comparación, ese azul transparente (cuando hay sargazo hay que respirar y aguantarse). Aquí comencé a bucear, es como meditar, es un mundo que no te pertenece, vas concentrado, escuchando solo tu respiración. Este es un lugar internacional, así que tenés amigos de todo el mundo, aprendés otros idiomas, comés otros platillos, y tu cabeza se abre a otras experiencias. Y lo más importante: acá vivo sin ropa prácticamente, siempre en chanclas, short y tops, y adentro de la casa en bikini. Mi bebé nació acá y se acostumbró tanto a andar desnudo que cuando lo tengo que sacar a la calle me dice que no quiere usar ropa. Definitivamente ganamos en calidad de vida, aprendimos a disfrutar de todo sin tantos cuestionamientos internos”.
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