Harold Bloom Cómo descubrir a un genio
El crítico literario norteamericano más respetado, más odiado y más leído, habla de su nuevo canon de autores que seguramente venderá millones
NEW HAVEN.– Harold Bloom, el crítico literario más feroz del planeta, el ogro negro de la academia norteamericana, el profesor de Literatura de Yale cuyas palabras hacen temblar a escritores e intelectuales, vive en una casita que parece sacada de Hansel y Gretel, llena de flores y animalitos de peluche.
“Mmmm, reconozco que puede sonar un poco raro. Pero todos tienen nombres literarios”, concede con una sonrisa mientras hace lugar en el sillón al lado de Mac Gregor, un murciélago violeta y gordito llamado así en honor del que acompañaba al poeta Dante Gabriel Rosetti.
Es el comienzo del ciclo lectivo en la Universidad de Yale, y Bloom se encuentra preparando su curso anual sobre Shakespeare. Preparando es una forma de decir: el curso lo dicta desde hace más de 40 años, y a Shakespeare lo sabe de memoria. Todo Shakespeare. Y Milton también. “Cuando era un estudiante, decían que lo recitaba de atrás para adelante”, aporta Jeanne, su mujer, que está en la cocina, donde las ollas y sartenes luchan por hacerse lugar entre los libros que incluso allí invaden todo.
En la puerta de entrada se acumulan pilas con más textos, aún sin abrir. Y los pasillos están bloqueados con cajas de las editoriales. “Hay un solo lugar de la casa donde no leo: el baño. Lo evito por razones cabalísticas”, dice Bloom, misterioso. Luego aclara que, según esa tradición judía, no se puede llevar libros sagrados al inodoro. “Y, para mí, todos los libros son sagrados”, aclara arqueando sus enormes cejas grises.
Pero, respecto de los autores, algunos evidentemente le resultan más sagrados que otros. Tanto, que el mes próximo aparecerá en las librerías norteamericanas Genios, un recorrido por las que considera las “cien mentes creativas ejemplares”, San Agustín, Shakespeare, Balzac, Dante, Cervantes, Hemingway, Octavio Paz y Borges, entre otros. En la Argentina lo publicará la editorial Norma y, tal como sucedió con El canon occidental, Shakespeare o la invención de lo humano, Qué leer y por qué, y Cuentos para niños inteligentes de todas las edades, se espera que sea un best seller internacional.
“Por supuesto, los otros críticos, los llamados posmodernos sobre todo, lo van a odiar. Pero los estudiantes, y especialmente el público en general, que quiere saber de los autores y su capacidad creativa, no del multiculturalismo, la ideología, la política y todas esas cosas que tapan la verdadera literatura, lo van a seguir con interés e incluso muchos me van a escribir cartas. Yo no creo que sea un icono, pero de esta manera he podido establecer un vínculo muy especial con millones de personas. Incluso hay varios argentinos que me escriben. Es la historia de mi vida”, dice con cierto orgullo y unos ojos eternamente tristes. En el fondo suena la música de Mozart (recurre al jazz cuando no está trabajando) y a pocos metros, Jeanne, psicóloga escolar retirada, le organiza las citas y contesta los cientos de mails que recibe por día, porque Bloom es completamente reacio a cualquier adelanto tecnológico a la hora de escribir o comunicarse. Ni siquiera la máquina de escribir le resulta aceptable. Todo lo hace a mano, desde los ensayos cortos hasta los libros de 900 páginas como el de los genios, en unos viejos anotadores con espiral.
–¿Qué es exactamente el genio literario?
–El genio literario es algo muy difícil de definir, y que necesita de la lectura profunda para ser verificado, pero en pocas palabras se trata de la capacidad para aumentar y extender el nivel de conciencia del lector. Encontrar lo extraordinario en otra persona es enamorarse, y muchas veces termina en una desilusión. En cambio, confrontar lo extraordinario en un libro –sea éste la Biblia, Platón, Dante, Shakespeare, Proust– es beneficiarse casi sin costos. Los textos que nos dejaron los genios literarios constituyen el mejor camino para llegar a la sabiduría, que yo creo que es el verdadero uso de la literatura en la vida.
–¿La literatura sirve para la vida cotidiana?
–Dudo que para casos puntuales, pero tiene un efecto acumulativo. El poeta Wallace Stevens decía que la literatura era una extensión de la vida. Yo simplemente creo que, cuando es buena –ni que hablar del producto de los genios–, sirve para conocernos más a nosotros mismos y tener un conocimiento más profundo del prójimo. Ni el cine ni la televisión nos pueden dar eso. Nos pueden proveer de información, o deslumbrar con imágenes. Pero no nos vuelven más introspectivos, ni nos llevan a descubrir el significado de la compasión. Sólo el libro lo logra. En la cultura visual, el hombre está necesariamente solo. A través de los libros, aunque físicamente estemos solos, leyendo en un rincón, podemos estar unidos en la conciencia con varias generaciones.
–¿Cómo calificaría el genio de Borges?
–Borges tenía un genio bastante restringido, pero genio al fin. Lo que escribió son romances que se retrotraen a las cinco o seis historias básicas que a lo largo de la historia se fueron contando de mil maneras distintas. Lo mismo que hicieron sus admirados autores anglosajones como Stevenson, De Quincey o Chesterton. Borges se da maña para refrescar esas historias, darles una perspectiva distinta, pero sus mejores cuentos están, en realidad, en el límite entre la ficción y la prosa simbólica.
–¿Qué es lo que restringe su genio?
–Que se mantiene dentro de límites cuidadosamente establecidos. No intenta hacer lo que sabe que no puede. Por ejemplo, Borges no puede darnos una representación de un ser humano posible, uno no lee los cuentos de Borges para encontrar personalidades. Lo que sí encuentra son seres emblemáticos, calculados, instancias de la literatura retroalimentándose y resurgiendo en formas deliciosas y elaboradas. Su arte es inmenso, pero no inventa nada.
–Si Shakespeare ya lo inventó todo, como sostiene en su libro Shakespeare y la invención de lo humano , Bush y Ben Laden, ¿ya estaban en Shakespeare?
–Sin duda. Bush, que para mí es un fascista semianalfabeto, podría estar en el Polonio de Hamlet, aunque entre ambos, me quedo con Polonio. Y Ben Laden, en el personaje del moro de Tito Andrónico: un asesino liso y llano. Ni siquiera es el Yago de Otelo, porque éste era profundamente malvado, pero a la vez sutil.
–En su nuevo libro, todos los genios mencionados están muertos. ¿Quedan genios literarios vivos?
-Sí, muy pocos, como Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera o Cien años de soledad (aunque éste me gustó menos), Thomas Pynchon, Philip Roth o José Saramago. Claro que ser un genio literario no implica ser inteligente para otras cosas. Por ejemplo, Saramago estuvo en Ramallah y dijo que eso era un nuevo Auschwitz. Algo que no sólo es una estupidez, sino que también es imperdonable. Conozco a Saramago, estuvimos mucho tiempo juntos cuando me dieron un título honorario en la Universidad de Coimbra y admiro varias de sus novelas, que son excelentes. Pero cuando habla de política, arrastra el estereotipo estalinista de siempre. Dice que Israel obedece al “dios de la venganza”, con lo cual es evidente que no entiende nada de teología. Incluso dijo que los ataques suicidas palestinos son una buena forma de resistencia. Ojalá siga escribiendo cosas maravillosas, pero ¡que no hable de política ni de teología! Yo lo voy a seguir leyendo, pero nuestra relación personal se enturbió. La última vez que nos vimos, fue puro apretón de manos. Me cuesta mucho darle un abrazo.
–¿Cómo era usted de chico? Me cuesta imaginarlo.
–Mi lengua materna era el idish y primero me enseñaron a leer en hebreo. A los 4 años, me enseñé yo solo a leer en inglés. Por eso lo hablo de una manera un poco extraña, que es lo que sucede cuando uno aprende un idioma a través de la vista (así que aunque leo sin problemas en castellano, ni intento hablarlo). Pero reconozco que era un chico muy raro. Las mismas cosas que me gustan a los 72 años son las que me gustaban a los 9 o 10, como Shakespeare, o William Blake. Me gustó la alta literatura desde muy chiquito, y los libros para niños sólo los conocí cuando tuve mis propios hijos y empecé a leerles en la cama.
–Pero nunca Harry Potter...
–Escribí una reseña de uno de los libros de la serie para The Wall Street Journal titulada ¿Pueden millones de lectores estar equivocados? La respuesta es sí, y el editor me dijo que nunca en la historia del diario habían recibido tantas cartas de lectores furibundos. Para mí, Harry Potter está mal escrito, es una acumulación de clichés y punto. Para que se dé una idea, Stephen King, el escritor de esas basuras de terror, dijo que Harry Potter era bueno porque los chicos que comenzaban por esa serie terminaban leyéndolo a él.
–¿Y un chico que comienza por Harry Potter, no puede terminar en Shakespeare o alguno de los genios de su libro?
–Sólo es imaginable si se cree en los milagros.
Maestro de por vida
Todos los años es la misma historia, cuentan los profesores de Yale: el primer día de clases, Bloom entra a un aula que rebalsa de estudiantes, sentados hasta en las ventanas y los pasillos. Es su famoso curso anual de Shakespeare y, como siempre, se junta un centenar de chicos, unos 80 más de los que puede acomodar la sala. Bloom suspira y dice: “Desafortunadamente, es muy difícil conducir una clase de más de 20 personas. Así que les voy a tener que pedir que cada uno de ustedes escriba ahora un ensayo diciéndome cuán bien conocen a Shakespeare, cuánto de Shakespeare han leído y por qué les gusta Shakespeare... Después me llevaré a casa los trabajos y mañana a la mañana tendrán una lista de elegidos”.
Aunque todavía no saben si serán parte de la clase, todos toman notas furiosamente mientras Bloom comienza a hablar de Hamlet, del Rey Lear, de Julieta. Luego se va a pasear por los pasillos y los estudiantes, en la tradición de años y años anteriores y, sin duda de años y años por venir (Bloom no tiene el menor interés de jubilarse) se le acercan tímidamente y entregan sus trabajos. “De acá me van a tener que sacar muerto o a la fuerza –dice con una sonrisa–, pero todavía enseñando.”