El psicólogo Edgar Cabanas cuestiona “la aparente legitimidad científica de la psicología positiva”
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La felicidad se ha vuelto “egoísta”, se ha convertido en un “negocio”, en “un producto de consumo”. Así lo cree el psicólogo Edgar Cabanas, quien también cuestiona “la aparente legitimidad científica de la psicología positiva”.
Por eso, le dice a BBC Mundo, al aproximarse a investigaciones y literatura sobre la felicidad, hay que hacerlo con “cierto escepticismo y mirada crítica”.
Junto a la socióloga Eva Illouz escribió el libro Happycracia: cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas.
Con este término, buscan analizar el impacto del “discurso de la felicidad” en la sociedad. Y es que cuestionan muchas ideas que “la industria de la felicidad”, que mueve sumas millonarias de dinero, ha popularizado.
Algunas, señalan, llegan a generar “culpa” y frustración, como sugerir que la felicidad es una elección o la frase “Si quieres, puedes”.
Cabanas reivindica la alegría, especialmente la que es compartida, “frente al discurso individualista de la felicidad”.
A continuación la entrevista con el doctor en Psicología, profesor e investigador en la Universidad Camilo José Cela y en el Centro de Historia de las Emociones del Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano en Berlín.
¿Por qué es “una buena noticia”, como dijo en una charla TEDx, que “de la felicidad también se sale”?
Creo que es importante que se salga porque uno de los problemas principales que tiene todo este discurso de la felicidad es que se ha convertido en una obsesión, casi a veces como una especie de adicción a una promesa que nos hacen los gurús, la literatura o los coaches de la felicidad, de una mejor vida, más plena, en la que estemos más desarrollados. Sin embargo, esa es una promesa trampa.
La promesa de que podemos ser felices o tener una buena vida siguiendo una serie de recetas y pasos aparentemente muy sencillos y que además sólo dependen única y exclusivamente de nosotros es muy atractiva, pero ficticia, que nos hace estar constantemente preocupados y obsesionados con nosotros mismos, con nuestros pensamientos y emociones.
Esa felicidad en realidad nunca llega. Es una meta que nunca se llega a cumplir, es una meta insaciable porque es un proceso sin fin y eso nos embarca en la trampa y nos deja como adictos a tratar de consumir estos productos.
Una persona, por ejemplo, que compra un libro de autoayuda para autorrealizarse o para ser feliz, no compra sólo uno, compra el siguiente y el siguiente. Si en realidad tuvieran esas claves de la felicidad que dicen tener, con leer un libro de esos bastaría para ser feliz ¿no? Y sin embargo no es así.
Nos embarcamos en este consumo constante y, en ese sentido, hay que salir de ese bucle y eso es lo que quería remarcar, que tenemos que ser conscientes de que es una trampa.
Usted señala que la idea de que ser felices está en nuestras manos puede llevar a sentimientos de culpa y sufrimiento para quienes no nos sentimos felices. ¿Cómo influye eso en nuestra salud mental?
De forma bastante negativa.
Cuando se dice que ser feliz depende únicamente de uno mismo es una promesa atractiva ya que sólo tú eres necesario para llevar una buena vida, para alcanzar tu potencial, para sentirte bien. Sin embargo, no es así.
Es curioso que en ninguna definición de felicidad a lo largo de la historia, de la filosofía, se eliminara por completo el papel de las circunstancias a la hora de definir cuando uno se siente bien.
En esta idea contemporánea de felicidad prácticamente todos esos componentes están reducidos a su mínima expresión, cuando no es que están fuera de la ecuación completamente.
De hecho, una de las cuestiones que se popularizó mucho, aunque no tiene ninguna validez, es esa famosa fórmula de la felicidad que dice que el 50% de la felicidad depende de los genes, el 40% de la voluntad de uno y sólo un 10% de las circunstancias.
Es decir, un 90% de la felicidad se define como dependiente de uno mismo y no de todo lo que es circunstancial, que en realidad es todo, la vida entera: es el salario, la clase social, la cultura en la que se vive, la familia que se tiene, el apoyo con el que se cuenta... todo eso es solo un 10% y eso es curioso.
Generalmente, en esta idea de felicidad se dice que depende de uno mismo porque al fin y al cabo está convertida en un producto de consumo y, ¿qué te puede ofrecer un gurú si no te puede ofrecer cambiar tu familia, un mejor trabajo, mejores circunstancias, mejores relaciones sociales o un aumento de salario? Te va a brindar guías o consejos que son dependientes de uno mismo.
Aunque esta promesa es bastante atractiva, el mensaje perverso es el de la culpabilidad absoluta porque cuando uno no consigue ser feliz o no consigue estar bien, que en la mayoría de los casos es el resultado, porque esa felicidad prometida nunca se consigue, uno se empieza a sentir mal por no ser feliz y culpable porque se le ha dicho que es el único del que depende su felicidad.
Uno se queda sin alternativa porque uno es el único responsable. Entonces esto genera sensación de frustración, de culpabilidad por el fracaso, pero en un principio atrae porque pareciera que te empodera.”Depende de ti, sólo de ti”, dicen. Pero es que no es tan sencillo.
Eliminar el papel de las circunstancias ni es verdad, ni es realista, ni en última instancia es bueno porque juega en contra de esas personas a la hora de tratar de sentirse mejor.
¿En qué momento, como sociedad y como individuos, nos empezamos a obsesionar con la felicidad?
Desde hace relativamente poco. No siempre fue así.
Toda esta cultura de que la felicidad depende de uno mismo, que se asocia a la literatura de autoayuda, a mercaderes de la felicidad, personas en principio especializadas en dar consejos para hacer que la gente sea más auténtica, se conozca mejor a sí misma, descubra su potencial y lo desarrolle al máximo, es una tradición que viene de los años 50 y 60, y viene creciendo en Estados Unidos.
Fuera de Estados Unidos ha sido un discurso generalmente muy minoritario, que sólo se ha extendido a partir del año 2000, cuando se fundó lo que se conoce como la psicología positiva, que pretendía hacer ciencia de todo este discurso, que siempre ha estado muy ligado a la cultura popular de Norteamérica.
El mercado de la autoayuda también se ha ido extendiendo globalmente. En el año 2000 hubo un consumo de literatura de autoayuda mucho menor que el actual y, según los datos, no ha parado de crecer.
Es un mercado que además no se ha resentido con ninguna de las crisis. La crisis financiera del 2008 fue un acicate para que este mercado surgiera, así como también conceptos que ya todos conocemos. Resiliencia y mindfulness, que se globalizaron a través de la literatura de la autoayuda, la ciencia del bienestar, de los coaches.
Se ha hecho cada vez más frecuente el bombardeo constante en redes sociales, medios de comunicación, revistas de salud, de noticias al respecto o consejos.
En esa búsqueda por tratar de ser felices, también hay un gran temor al dolor o a la tristeza, por eso quizás es que nos obsesionamos con la felicidad. ¿Es así?
Sí. En realidad, en cuanto más hemos hecho énfasis en que la felicidad es lo más importante en la vida. Incluso a veces se ha dicho que es lo único importante que hay en la vida, como si fuese la única meta y, además, como si tuviéramos claro qué es la felicidad.
Podemos debatir si es o no lo más importante, pero para eso tenemos que saber qué es, porque si no, no nos vamos a poner de acuerdo y una de las curiosidades es que en realidad nadie sabe definir qué es la felicidad.
Si dependiera de uno, única y exclusivamente ¿cómo sabe un gurú de la felicidad qué es lo que yo necesito para ser feliz, si su felicidad no coincide con la mía o yo no puedo entender la tuya, o nadie puede entender la mía. ¿Cómo nos podemos poner de acuerdo si es algo muy individual?
Y si no es tan individual, eso va en contra del discurso que hace énfasis en que la felicidad es cosa de uno. También tendríamos que ser capaces de definirla al menos para saber cómo hablar de ella o estudiarla.
La ciencia de la felicidad habla de ella, pero no sabemos qué es porque no la ha definido.
Detrás de esto hay una estigmatización progresiva de lo que se han denominado emociones negativas. Yo he insistido muchas veces en que no hay emociones negativas ni emociones positivas. Esto es una clasificación errónea. Las emociones nunca son positivas ni negativas, sino que su negatividad o su positividad dependen del contexto y de la función que lleve a cabo cada emoción en cada momento determinado.
Por ejemplo, nosotros podemos tener ansiedad y esa ansiedad puede generarnos mucho sufrimiento, pero hay cierta ansiedad que es buena: cuando nos enfrentamos a una competición deportiva o a un examen. Es una ansiedad facilitadora y por lo tanto es buena, tiene un papel.
Se ha dicho que es malo enfadarse, que es una emoción negativa. El enfado es una reacción que puede ser muy negativa cuando no está justificada, cuando desemboca en acciones violentas o abusos. Pero es positiva cuando, por ejemplo, se trata de luchar contra una injusticia y nos hace movilizarnos para cambiar lo que está mal. En ese caso, el enfado es bueno.
Uno puede decir que tener una imagen optimista del mundo siempre es bueno, pero no.
A veces el optimismo nos sirve para tener cierto nivel de expectativa y motivarnos a hacer cosas, pero otras veces nos produce una sensación equivocada sobre nuestras capacidades y por tanto, erramos en lo que nos proponemos, calculamos mal, juzgamos mal nuestras posibilidades.
Incluso a veces tanto optimismo hace que esperemos que algo salga bien, pero no nos ponemos a hacer lo necesario para que salga bien. Cierto nivel de optimismo, a veces llama a la inacción.
Las emociones no se deben estigmatizar porque si uno las experimenta, se siente doblemente mal: se supone que uno no puede aburrirse, uno no puede enfadarse, uno no puede estar triste.
La tristeza no es agradable, pero el que no lo sea no quiere decir que no sea una reacción relativamente normal ante ciertos elementos del entorno y que sea una reacción a veces saludable.
¿Cómo no vas a estar triste cuando sufres una perdida? Las pérdidas, grandes o pequeñas, van asociadas con cierta tristeza y eso es normal y es sano.
Lo que no es sano es sentirse mal además por estar triste, porque se nos castiga doblemente: por un lado, se nos castiga por la propia emoción y por el sufrimiento que lleva.
Y, por el otro, está la idea típica de este mensaje positivo de la felicidad sobre la responsabilidad personal, que nos hace sufrir por sentirnos culpables porque somos nosotros los que no estamos haciendo lo que deberíamos hacer para salir de esa tristeza o para no sentirla.
Se nos dice: “Es que eres tú, te estás quedando ahí, anclado en esa tristeza. Si no haces nada por salir es porque no te estás esforzando lo suficiente”. Ese mensaje de culpa es un castigo doble.
Usted ha hablado de las personas que aun sintiéndose bien, sienten que necesitan estar aún más felices, que no han llegado al máximo de su felicidad y la siguen buscando. ¿Por qué pasa eso?
Esa es una de las cuestiones centrales de muchos de los argumentos que presentamos en el libro, lo que denominamos como happycondriacos.
Hacemos un juego con la idea del hipocondriaco, que es la persona que cree que siempre tiene algo, que está enferma, aunque verdaderamente no le esté pasando nada.
El happycondriaco tiene esta constante obsesión con una idea que resulta insaciable.
La idea no es que uno esté mal y entonces quiere estar mejor, sino que, sobre la base de este discurso en el que la felicidad es una meta que no tiene fin, hay gente que también se pregunta cómo podría estar mejor de lo que ya está, aunque esté bien.
Y es que el no estar del todo bien es síntoma de que te falta algo y esto es una cuestión perversa de este discurso: no es que te ofrezca estar bien cuando estás mal, es que siempre te ofrece estar mejor aunque estés bien, porque ese ‘mejor’ nunca tiene fin. Siempre uno puede ser más feliz.
Es este happycondriaco obsesionado con que siempre está mal, aunque esté bien. Como el hipocondríaco, cree que está mal porque no está lo suficientemente feliz. Es decir, cree que, por ejemplo, no ha desarrollado todo su potencial, que no se conoce del todo a sí mismo, que siempre podría sacar mejor partido de sus pensamientos, de sus emociones, que puede ser más eficiente en algo.
¿Cuándo llegamos a ser felices? Es algo que no se nos dice desde este discurso. Nadie nos dice: “Usted ya es feliz, no haga más”.
Lo que se nos dice es que uno nunca llega a ser del todo feliz y que aunque uno esté feliz, no debe bajar la guardia, porque siempre tiene que estar constantemente alerta, no vaya a ser que uno se relaje sobre sí mismo y entonces pierda todo eso que ha conseguido respecto a su felicidad.
Es muy parecido al discurso del desarrollo personal: ¿cuándo uno se ha desarrollado personalmente? ¿cuándo ha descubierto su potencial? Son preguntas que no tienen respuesta, porque contestarlas implicaría ponerle un punto y final al negocio. No le permitiría añadir actualizaciones a su producto.
En parecido a los productos de consumo: si compra un software o un teléfono celular, nunca va a tener la mejor versión porque las mejores versiones van a estar por salir.
¿Qué vacío encontraron en la sociedad los mercaderes o gurús de la felicidad, como usted los llama, para expandir sus ideas?
Ahí se da una confluencia de múltiples cambios culturales y económicos, como por ejemplo el creciente individualismo, la expansión del libre mercado en todos los ámbitos de la vida.
Y, por supuesto, el surgimiento de este discurso científico, la idea de que esto se puede estudiar científicamente, de que hay una garantía científica detrás, un conocimiento contrastado, objetivo, que no es una ocurrencia de ciertas personas.
Eso también ayuda a darle cierta credibilidad a este tipo de discursos, un marchamo científico, que, en el libro, también ponemos muy en duda: la idea de que algo como la felicidad se pueda estudiar científicamente.
Creo que lo que han encontrado es que hemos tenido varias décadas de dificultades económicas y sociales crecientes e importantes.
Yo creo que cuanta más sensación tenemos de que es imposible cambiar lo que está a nuestro alrededor, cuando no confiamos en que los políticos vayan a ayudar a arreglar las cosas, cuanta más impotencia sentimos, cuando lo que al fin y al cabo importa, que es que el bienestar social, que nos debería dar a todos la garantía para estar bien, disminuye, se resquebraja, hay una especie de retracción hacia uno mismo.
Uno empieza a pensar más en sí mismo y no tanto en los demás, en lo que puede hacer por uno y no tanto en lo que puede hacer por los demás. Uno piensa más en cambiarse a uno en vez de cambiar las circunstancias porque cree que no variarán.
Esa sensación no sólo de individualismo creciente, sino de sentir que hay pocas posibilidades de hacer cambios grandes en el mundo, es también un factor importante que pesa en lo que nos ofrecen: nos bastamos nosotros mismos. Va a la idea de sálvate tú, sálvese quien pueda, pero sobre todo, sálvese usted sin necesidad de preocuparse por los demás o de esperar ayuda de los demás.
Y en ese proceso el bien común va quedando a un poco de lado, ese proyecto de sociedad ¿no?
Yo creo que sí. Y es curioso porque la idea de bienestar, el estado de bienestar, siempre ha sido una idea del Estado del bienestar, es decir, social, político, económico.
La idea de bienestar siempre se ha asociado a ese Estado, a esa sociedad, que ponía ciertas bases de justicia, de equidad, de dignidad sobre las cuales se construía, donde había un cuidado para todos.
Y ahora, cuando se habla del bienestar, en realidad es el bienestar personal. Esa idea de bienestar o de felicidad se ha ido sustituyendo: preocúpese de usted, nadie lo va a rescatar, haga lo que mejor le convenga, ocúpese de su salud.
En realidad, son cosas falaces, pues vemos que la idea de salud individual es una cosa muy poco importante cuando se compara con la salud social. Lo vemos con el coronavirus. Uno puede cuidarse todo lo que quiera, pero en realidad lo que importa es que todo el mundo tenga un nivel de salud alto o de lo contrario no sirve de nada preocuparse por uno mismo.
Algo así pasa con la felicidad. Es decir, uno puede preocuparse por sí mismo y sin embargo darse cuenta de que uno no puede estar bien si alrededor las cosas no va bien, porque somos seres sociales. Queramos o no dependemos de todos.
Si no hay un bienestar social, no va a haber un bienestar individual. Pero, todos estos discursos están sustituyendo esa idea de bienestar social por la de bienestar individual. Y yo creo que es un error.
¿Tiene sentido empecinarse en buscar la felicidad?
No tiene sentido, al menos no la felicidad tal y como nos la prometen hoy en día.
Hay estudios interesantes que afirman esta paradoja de la felicidad: cuanto más uno se empeña en ser feliz, más está boicoteando su propia felicidad.
Es muy parecido a como cuando uno quiere salir de fiesta con la idea de que la va a pasar fenomenal y luego llega a la fiesta y es un día normal. Uno la pasa peor porque creía que iba a ser mejor de lo que es. Es decir, basta con empeñarse en disfrutar para no disfrutar.
También se le llama la paradoja hedónica y ha sido una cuestión de reflexión filosófica.
John Stuart Mill, uno de los grandes defensores de la felicidad, al final de su vida dijo que no valía la pena hacer de la felicidad la meta principal de toda nuestra vida, porque ni sabíamos qué era la felicidad, ni dónde buscarla y porque cuanto más nos empeñáramos, más nos íbamos a frustrar persiguiéndola.
La respuesta es que debemos salir de todo este discurso de la felicidad y para ello debemos dejar de obsesionarnos con ella.
Muchas personas hacemos resoluciones para el año que está por comenzar. ¿Qué le diría a alguien que ha pensado: “Este año voy a ser feliz o me voy a esforzar por ser más feliz”?
Hacer propósitos es algo normal que mucha gente hace, es una convención social, como también lo es no cumplir ninguno o casi ninguno, así que nadie debe preocuparse por eso. Todos estos propósitos están hechos para no ser cumplidos, lo cual es curioso.
Le diría que no haga muchos y que si quiere hacer el de la felicidad, que por una vez haga uno distinto: en vez de “voy a ser más feliz” que haga “voy a hacer que alguien sea más feliz”, que es distinto.
No está centrado en nosotros, sino en otros. Es decir, que esa felicidad no vaya hacia nosotros, sino que vaya hacia otros. Eso está fuera de esa paradoja del hedonismo y seguramente sea más beneficioso para todos, si lo que buscamos es la felicidad de los demás y no la nuestra propia.
Ese sería mi consejo de propósito de Año Nuevo.
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