Halston, una historia de minimalismo y excesos
La miniserie de Netflix pone en valor el legado del primer gran diseñador de los Estados Unidos
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El viento de Washington obligó a Jacqueline Bouvier Kennedy a sostener con su mano el tocado que había elegido para la ceremonia inaugural. Fue apenas un segundo, pero las cámaras captaron al nuevo presidente sonriendo ante el percance de vestuario de su esposa: sabía que detestaba tener que usar sombrero. Era enero de 1961 y el mundo que seguía la transmisión en vivo puso los ojos en la elegante simpleza de ese pequeño accesorio: no se parecía a ninguno de los que llevaban las mujeres de los otros funcionarios. Como Jackie, era distinto, y estaba destinado a ser un ícono del sueño americano.
El creador del pillbox hat vivía a su vez su propio sueño. Nacido en Des Moines, Iowa, y criado en Indiana, Roy Halston Frowick había llegado hacía poco más de dos años a Nueva York, pero ya era el diseñador en jefe de la sección de sombreros de los exclusivos almacenes Bergdorf Goodman cuando recibió el pedido de la futura primera dama. Había comenzado como sombrerero en Chicago, a donde llegó para estudiar a los 20 años y descubrió rápidamente que su talento para el dibujo no necesitaba de la formalidad de la academia. No tardó en lograr reconocimiento y clientela y hasta abrió su propia tienda en la Magnificent Mile. La ciudad de los vientos ya le quedaba chica cuando se mudó a Manhattan, en 1958. Fue amor a primera vista: alto, guapísimo y con sus eternos anteojos negros, pasó en pocos meses de vidrierista a niño mimado de las damas de la élite neoyorquina: Deborah Kerr, Lauren Bacall, la socialite C. Z. Guest y, por supuesto, también Jackie. Las conquistó con su mejor secreto, que había aprendido de un famoso peluquero con el que se asoció en Chicago: poder estar realmente en su cabeza, saber escucharlas.
Fue eso lo que hizo ante el encargo de la mujer de John Fitzgerald Kennedy: no podía diseñar una pieza desproporcionada ni incómoda para una joven que no estaba acostumbrada ni ansiosa por ponerse un sombrero. El pillbox estaba hecho para no quitarle protagonismo, pero era imposible no admirar su diminuta perfección. Con esa premisa se lanzaría la carrera de quien desde entonces fue para todos “Simplemente Halston”, como rezaba el slogan que él mismo recitaba en sus anuncios.
Se dice que el mérito del primer gran diseñador americano fue sacarle la vergüenza a la moda de su país: sus diseños eran la prueba de que la practicidad no estaba reñida con la elegancia. En una paleta neutra en la que reinaban el negro, el rojo y el blanco roto –como el color de la enorme e ilegible mancha de su biblioteca de Montauk, donde acomodaba los libros con el lomo hacia atrás–, prescindía de adornos que llamaran la atención y se concentraba en las texturas y estampas de los géneros para destacar la forma de las prendas y de quienes las llevaban. Lo muestra la vestuarista Javeriana San Juan en la miniserie biográfica de Ryan Murphy –basada en el libro Simply Halston: The untold story (1991), de Steven Gaines– que se entrenó en Netflix: era capaz de tirar una tela en el piso y convertirla con un corte en el mejor vestido de noche. Los llamaba sus “little nothing”, y en efecto, se sentían como no usar nada. “Su ropa te dejaba ser libre”, ha dicho una de sus musas, la top Karen Bjorsen; “era como si bailara con vos”, definió la más entrañable de sus amigas y otra de sus musas por excelencia, Liza Minnelli, a quien vistió para todos sus shows y películas, y hasta llegó a rediseñar por completo a pedido de ella el vestuario de Cabaret sin llevarse ningún crédito.
Liza, a su vez, correspondía a su amigo con asistencia perfecta en sus desfiles, en los que incluso cantaba y bailaba, como muestra la serie de Murphy, en la que tiene un papel coprotagónico de la mano de la actriz Krysta Rodriguez. La artista, que consideraba a Halston “un hermano mayor y su protector”, se convirtió a su vez en la principal guardiana de su legado, lo que la llevó incluso a reunirse con Ewan McGregor –el fantástico Halston de la serie dirigida por Daniel Minahan– para asegurarse de que su interpretación honrara la memoria del hombre que, según sostiene en el documental de Frédéric Tcheng sobre el ascenso y caída del diseñador, “puso a la moda americana en el mapa”.
El cuello halter, los vestidos en batik cortados al bies, la manga murciélago, los pantalones fluidos, la sastrería de inspiración masculina, y sus versiones disco en seda iridiscente impusieron el glamour sin esfuerzo, sensual, pero cómodo y atemporal que fue su sello. La esencia de su estilo, para Vogue, cabía en esas flores tropicales de las que no podía prescindir, y que declaraba, como McGregor en la serie de Netflix, “parte de su proceso creativo”: era suntuosamente minimalista, como sus amadas orquídeas.
Su máximo exponente fue el Ultrasuede, un género similar a la gamuza pero resistente al agua y lavable –¿quién sino alguien pendiente de las necesidades de las mujeres podía pensar en eso?–, con el que creó los vestidos camiseros con los que cumplió su mayor ambición: vestir a todas las americanas. Halston tradujo a la moda la libertad sexual de la época y la democratizó: sus diseños se adaptaban a todos los cuerpos y, gracias a una serie de acuerdos y licencias con grandes almacenes, estaban al alcance de miles de mujeres que aspiraban a verse como sus “hastonettes”. Fue el exeditor de Vogue André Leon Talley el que bautizó así a la corte de estrellas que, encabezadas por Minnelli, se convirtieron en las embajadoras de su nombre: la joyera Elsa Peretti, las modelos Pat Cleveland, Alva Chinn, Bianca Jagger, Iman, Bjorsen y Margaux Hemingway; y las actrices Anjelica Huston, Elizabeth Taylor y Lauren Hutton, con las que brilló en la red carpet de los Oscars.
De smoking y bufanda de seda blanca, entendió antes que nadie que la moda también era marketing personal y espectáculo, y sacó a la figura del diseñador de bambalinas para convertirse él también en una celebridad. Sus musas lo seguían por Manhattan, de las galas benéficas más chic a Studio 54, y del mítico club de Broadway a su casa del East Side neoyorquino, con plena conciencia del show: cada aparición era un desfile. No en vano su amigo Andy Warhol –que junto Truman Capote, Tennessee Williams y su ilustrador y mano derecha Joe Eula fue parte de aquel entourage de talento y hedonismo–, definía a esos desfiles como “la forma de arte de los setenta”.
De día, la fiesta de creatividad desbordada seguía en su estudio de la Olympic Tower, donde la cocaína se mezclaba entre géneros y orquídeas como parte de las atenciones para sus clientas. Las recibía con su uniforme de trabajo de polera negra, pantalones marineros y eternos anteojos negros detrás de los que ocultaba con elegancia sus excesos. En la cima de su carrera y de la espectacular torre de Onassis, Halston compartía con Warhol la pasión por un taxi boy venezolano que para muchos precipitó su decadencia. Con Victor Hugo, pareja de Halston durante más de una década, el diseñador y el artista armaron las vidrieras más escandalosas de la época, con maniquíes que representaban amas de casa, con carteras de Hermès y electrodomésticos, o vestidas de novia y rodeadas de dólares; elementos del pop de Warhol como bidones de detergente Brillo o sus famosos papeles pintados de flores; juguetes sexuales y objetos sadomasoquistas; y que en muchos casos fueron denunciadas y censuradas.
El padre del pop vio en Halston a un artista con el que se identificó de inmediato. Si Warhol era el downtown y lo alternativo, Halston era el uptown y lo institucional. Reverenciados cada uno en su disciplina, se fascinaron con la desfachatez vulgar de Víctor Hugo, cuyo sexo y torso fueron retratados en muchos de los desnudos de Warhol. El diseñador conoció al caraqueño en 1972, el año en el que ganó los premios más prestigiosos de la Moda y a meses de vender su nombre en una cifra millonaria a Norton Simon –conservando su lugar de director creativo–; esa fortuna y el hambre de excesos de su amante fueron parte del cóctel que desencadenó la caída épica que lo llevó a ser echado de su propia firma.
La marca sumaba valijas, carteras, lencería, ropa de hombre, muebles, uniformes para líneas aéreas, y el legendario perfume pensado para oler como su ropa –limpio y sensual–, con frasco diseñado por Elsa Peretti, que terminó de volver masiva la aspiracionalidad de su estilo. Bajo la presión de ese proceso expansivo, Halston acomodó sus horas de trabajo para no perder el tren de Víctor Hugo. Su amante estaba a cargo del menú a base de caviar, champagne, taxi boys y cocaína de las noches de orgías post Studio 54 en su casa de 700 m2 en la calle 63 del Upper East Side que hace unos años compró quien se convirtió en el heredero natural de su estilo: Tom Ford. En el enorme living gris plagado de obras de Warhol, que era a la vez el fotógrafo especial de los encuentros, los sillones estaban tapizados en Ultrasuede, ese género a prueba de manchas de todo tipo que el mayordomo, también venezolano, se empeñaba en limpiar tras cada fiesta.
El contrato que firmó en 1983 por una línea accesible para los almacenes JC Penney, a meses de que su marca pasara al grupo Esmark, fue la estocada final para su imagen. El multimillonario acuerdo, que lo obligaba a producir ocho colecciones anuales, hizo que los retailers de lujo, como Bergdorf Goodman, la tienda que marcó su despegue neoyorquino, lo consideraran demasiado barato para su clientela y dieran por terminada su larga y fructífera colaboración. Studio 54 había sido clausurado tres años antes, pero sus adicciones y sus gastos estaban fuera de control: se ausentaba tan seguido de su estudio que sus nuevos jefes contrataron un plantel de diseñadores asistentes para cumplir con las entregas, algo que Halston vivió como una traición. Faltaba poco para que Esmark y J.C. Penney cambiaran la cerradura de su oficina y se quedaran con lo más preciado que había construido: su marca.
Enfermo de cáncer de pulmón, tras una vida de hacer del cigarrillo en la mano uno de sus sellos personales, y diagnosticado con HIV en 1988, el diseñador se mudó a San Francisco para escapar de Victor Hugo –que llegó a robarle los cuadros de Warhol y los candelabros de Peretti de su casa mientras agonizaba– y estar más cerca de su familia. Murió en 1990, a los 57 años, en el hospital presbiteriano de esa ciudad, sedado y lejos incluso del glamour decadente con el que retrata su final Ryan Murphy. El nombre de Halston ya era parte de la historia de la moda, pero había dejado de ser suyo.
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