Tuvo una vida difícil, una infancia complicada con algunos momentos felices, pero un príncipe en su futuro la esperaba...
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Hasta el día de hoy, los recuerdos de la infancia de Mariana permanecen en gran parte borrosos. Lo que sí sabe es que tuvo miedo y que solía escapar a la casa de la vecina, Tita, que le peinaba su pelo ondulado y le servía chocolatada. También recuerda tardes de risas con sus hermanos, mientras jugaban vaya saber a qué, un pasatiempo que los sacaba de su realidad olvidable. Aquella dimensión que solían crear reventaba como una pompa de jabón cuando se escuchaba la puerta de entrada, la voz de papá y los reclamos de mamá, que le pasaba el parte de lo mal que se habían portado.
“No tuve una infancia feliz, aunque sí tuve momentos felices en mi infancia, que no se los atribuyo a los mayores, sino a nuestra capacidad de niños de crear nuestros propios mundos para escapar de las verdades duras, sobrevivir, salvarnos”, reflexiona Mariana. “No éramos los únicos que la pasaban mal en el barrio… nos dejó heridas”.
Cuando Mariana cruzó el umbral de la infancia todo se complicó más, mucho más. Los castigos por besar a algún varón o llegar más tarde de lo acordado, eran memorables, así como las peleas entre papá y mamá, que parecían escalar a medida que pasaban los años.
Y así, entre guerras externas y batallas interiores, llegaron los 16 y, ¡por fin! Mariana sintió que una luz se iluminaba en su camino.
Un amor y un pasaje a la salvación
Para mamá, 16 significaba ser mayor. Como chica de pueblo, ya no estaba mal visto que noviara y, si bien los retos no habían cesado, algo en la actitud de sus progenitores hacia ella había cambiado: “Después lo entendí”, explica Mariana. “Si pasaba algo, es decir, quedar embarazada, ya no era tan terrible en sus ojos. Yo ya no era su responsabilidad”.
Lo que los padres de Mariana nunca comprendieron es que en sus planes jamás había estado tener un hijo, su plan era otro y tenía más bien sabor a libertad: ella quería escapar. Por eso, cuando Alfredo entró en escena, fue en él en quien vio la oportunidad.
Alfredo había cumplido los 18, cordobés como ella, era hijo de alemanes y soñaba con emigrar y conocer el mundo. Esto lo supo Mariana en la fiesta de cumpleaños de su amiga, Lucía, quien los presentó, “segura de que íbamos a pegar onda”, cuenta Mariana hoy.
“Lucía no se equivocaba”, continúa. “Me enganché con Alfredo, me enamoré de sus sueños, me enamoré de sus ganas de irse, me enamoré de la idea de que con él tenía un pasaje de salida de ese infierno”.
La partida del amor y un plan
A mamá no le caía muy bien Alfredo, pero lo disimulaba delante de él, para después lanzarle unas cuantas críticas a Mariana, como “quién se cree que es”, “¿se cree Gardel por tener pasaporte alemán?, “ojo nena con los de esta clase, piensan que porque hablan idiomas son mejores que gente como nosotros”.
Mariana, mientras tanto, había aprendido a callarse la boca y decirle a mamá todo que sí. Sabía que la corroía la envidia, no solo hacia Alfredo, sino hacia ella, y sus posibilidades de construir una nueva realidad diferente a la que había vivido.
Todo marchaba según el plan, aunque un obstáculo surgió en el camino: la partida de Alfredo antes de lo esperado. Él, con 19, había conseguido una beca de intercambio universitario y ella ni siquiera había terminado el colegio: “Podría haber dejado mi último año del secundario, pero eso sí ya era una locura”, reflexiona.
Alfredo la calmó, le dijo que a sus 20 iba a volver, se iban a casar y juntos se iban a ir a vivir a Europa. Y entonces, a partir del comienzo de su amor a distancia, Mariana descubrió algo que le partió el corazón.
La revelación
Mariana contaba los días para irse. El infierno de su hogar seguía vivo, los recuerdos de su infancia la atormentaban por las noches y, con Alfredo lejos, todo había empeorado, aunque se escribían cada semana cartas manuscritas, allá por 1988. Obsesionada, la joven le contaba que imaginaba qué ropa llevaría, que se dispuso a investigar todo sobre Alemania y a aprender el idioma a escondidas: “No le podía mencionar a mamá nada de mi plan. La sola idea de que yo me fuera la ponía loca”.
Y entonces, cuando apenas faltaban dos semanas para el regreso de Alfredo, un pensamiento perturbador emergió claro: “No lo amo”, le confesó a Lucía.
Su enamorado llegó en una mañana helada de julio. El mismo día la pasó a buscar por su casa, le regaló un perfume y chocolates Ritter Sport, “tenés que probar el de nougat”, le dijo, “te va a encantar”. Y esa misma tarde, le extendió una cajita de terciopelo con un anillo: “Te amo. Casémosnos y seamos felices lejos”.
El plan era volar a Europa casados a fin de año, pero a medida que las semanas pasaban, el castillito de arena comenzó a derrumbarse: “A mis 18 y con todo el enojo que acumulaba de mi vida, la realidad era que nos peleábamos por nada. O más bien, yo lo peleaba a él por todo”.
Agosto llegaba a su fin, lo que indicaba que octubre se acercaba. Ese era el mes que tenían imaginado para pasar por el civil y, por supuesto, aunque no tenían una gran boda que esperara, había detalles que tenían que culminar, como contarles a sus padres, hacer trámites y reservar fecha.
Entre peleas casi adolescentes y miedos ocultos, septiembre promediaba cuando Alfredo le dio el ultimátum a Mariana, quien una tarde de lluvia torrencial quebró en llanto y le dijo que no podía hacerlo: “Pero si nos amamos y vos querés dejar esta pocilga atrás”, reclamó él.
“Hoy, décadas después, me queda más claro que nunca: quería escapar, pero no estaba enamorada. Sabía que lo iba a condenar a mis propios demonios. En aquel momento ni yo misma sabía bien por qué no aprovechaba la oportunidad”.
“Hoy sé que, a mis pocos años, había tomado una decisión sabia. En el fondo sabía que, cuando uno no resuelve sus traumas, no hay escape que valga, estos te persiguen a todos lados”.
Mariana tardó muchos años en dejar el pueblo, pero un día lo logró. Todavía hay partes de su infancia muy borrosas, pero se considera feliz.
Con Alfredo son buenos amigos.
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