Hallazgos en el Valle Sagrado
A pocos kilómetros de la antigua capital incaica, la magia de la naturaleza rivaliza con el misterio de los sitios arqueológicos. En bicicleta y por la ruta menos conocida, un recorrido por una región que es inagotable cantera de sorpresas
Pruebo varias, doy algunas vueltas y me decido por una. La elección no es arbitraria: cada vez que me dispongo a andar en bicicleta tengo que estar segura de que somos compatibles, ya sea para una tarde o para toda la vida. Si algo de ella me incomoda no soy capaz de disfrutar del todo, por más interesante que sea el camino. La bicicleta es un medio de transporte mágico: puede, en potencia, llevarnos a cualquier lado, y existe con un único fin: viajar. Cuando uno aprende que lo importante de un viaje no es llegar a destino, sino disfrutar la ruta, se da cuenta de que cada medio de transporte ayuda a vivir la travesía de manera distinta. Y hay lugares que invitan a ser viajados en bicicleta.
Cuando llegué a Cusco, mi amiga Mirla (una peruana que había conocido en mi primer viaje a su país) me recibió con dos sorpresas: entradas para el recital de Calle 13 y la promesa de hacer un paseo en bicicleta por una ruta menos conocida del Valle Sagrado de los Incas. Pocos días después estábamos probando bicis y preparándonos para el recorrido. Salimos de mañana, un domingo, en un grupo conformado por seis viajeros, un guía, una peruana con sus dos hijos y el conductor. Parte del recorrido iba a ser en bicicleta y parte en combi, porque hacer todo en bicicleta nos hubiese llevado varios días (y, confieso, mi estado físico no era como para hacer ciclismo de alta montaña).
La primera parada fue el mercado de Chinchero, una feria indígena que se realiza todos los domingos en la plaza principal del pueblo: los pobladores de distintas comunidades cercanas se congregan en el centro y llevan sus productos para intercambiar o vender. Chinchero es uno de los centros agrícolas más importantes de la zona, lo que explica que haya gran producción de papas, habas, cebada, trigo y ollucos. Las mujeres, vestidas con sus ropas típicas y sus trenzas, ofrecían frutas y verduras o cocinaban al paso en algún rincón, mientras los hombres trabajan en sus artesanías o hablaban con los visitantes. De lejos, los telas, ropas y carteras extendidas en el piso formaban un arco iris de los colores típicos del altiplano. Una nena, tal vez en representación de todas, me saludaba a escondidas de su madre y se reía.
Salimos del mercado y, en medio de una ruta rodeada de parches de tierra amarilla, verde y naranja, nos subimos a las bicicletas y empezamos a pedalear. Tal vez en unos años olvide con exactitud cómo era el paisaje que atravesamos o cuántos kilómetros recorrimos, pero nunca me voy a olvidar del aire frío que me daba en la cara, del sonido de las ruedas que avanzaban sobre la tierra, de la velocidad de las bajadas y de las curvas, de la soledad del trayecto. La ruta estaba vacía, parecía existir sólo para nosotros; a medida que pedaleábamos nos dábamos cuenta de que no éramos más que visitantes privilegiados en ese rincón de Perú.
Atravesamos pueblitos sin nombre, esos que parecen existir porque hay una ruta cerca (o, al contrario, que dieron existencia a ese camino que estábamos recorriendo). Por momentos sentía que mi presencia rompía la intimidad del lugar, que era de mala educación atravesar un pueblo a toda velocidad sin que nadie me hubiese invitado, pero cada vez que me crucé con algún habitante recibí un saludo cordial y una sonrisa. Vi más animales que personas: una chica con treinta ovejas, una señora con tres vacas, un chico con un perro. Y al entrar en contacto con cada uno de ellos, aunque fuera por pocos segundos, no pude evitar preguntarme cómo sería la vida ahí, cuáles serían los sueños, los deseos, las alegrías y las tristezas de alguien que, por su condición humana, era igual a mí pero que había nacido en una geografía y en una realidad distinta.
La siguiente parada fue Moray, un lugar que había visitado cuatro años atrás (¡en taxi! porque no había quien nos llevara), durante mi primer viaje a Perú, siguiendo la recomendación de una viajera chilena que nos había asegurado que aquel lugar poco conocido valía muchísimo la pena. Si bien ya sabía qué nos esperaba, el lugar volvió a impactarme. Moray, ubicado a 3500 msnm, fue un centro inca de experimentación agrícola. Visto desde arriba, está conformado por 15 círculos concéntricos construidos en una depresión terrestre. Si bien no hay nada comprobado, hay quienes dicen que la zona fue formada por el impacto de un meteorito y que, siglos después, los incas la adaptaron a sus necesidades. Cada escalón de la terraza tiene un microclima distinto, lo cual habría permitido a los incas cultivar alimentos que no podrían haber crecido a la misma altura.
La última parada del trayecto fue en un lugar que también había visto en mi viaje anterior, pero que esta vez me pareció salido de otro mundo: las Salineras, cientos de cuencos construidos sobre la ladera de una montaña con el fin de recolectar sal. La primera vez que lo visité me había parecido un lugar vacío, marrón; esta vez, todo era blanco y lleno de vida. Los cuencos estaban llenos de agua, y la sal estaba apilada en pequeñas pirámides a los costados. Caminé por los senderos de las salineras y me senté a observarel trabajo de la gente local: el agua salada baja de la montaña y queda estancada en diversas depresiones hasta que las llena, luego se evapora y deja un montón de sal, y esa sal es recolectada y procesada por la gente del pueblo. Día tras día, año tras año, década tras década, el ciclo de la sal se repite, los cuencos se llenan y se vacían de manera infinita, imitando al ciclo de la vida.
Unos días después, un avión me llevó de vuelta a Buenos Aires. Mientras despegábamos y Lima se achicaba en mi ventana, pensé en cómo cada medio de transporte cambia la forma de relacionarse con el camino. El avión es un aparato mágico que nos saca de una geografía y, en pocas horas (o minutos) nos deposita en otra totalmente distinta. La cultura, el clima, la realidad del lugar en el que acabamos de aterrizar no tienen nada que ver con nuestro punto de partida: qué pasó, en el medio, nunca lo sabremos. Por eso, si me dan a elegir, siempre que pueda viajaré en tren, en colectivo, en bicicleta, a pie, en cualquier medio de transporte que me permita ver y vivir, poco a poco, el cambio de paisaje.
¿Querés ir?
- En Cusco hay agencias que ofrecen paseos en bicicleta por el Valle Sagrado. Si se hace de manera independiente, conviene ir acompañado de alguien que conozca la zona.
- Otra opción para visitar Moray y las Salineras es tomar un autobús desde Cusco y bajarse en el desvío de Moray (a 13 km de las terrazas de cultivo). Allí habrá taxis esperando para ir a las ruinas. El precio es negociable.
- Los mejores meses para recorrer esta región son mayo y septiembre. No conviene ir en julio, que es el mes más frío. Tampoco en la estación de las lluvias (noviembre a marzo).
Aniko villalba
Tiene 27 años, es fotógrafa y escritora, y desde 2008 se dedica a recorrer las más diversas geografías y escribir. Una viajera profesional, empeñada en descubrir la belleza que encierra cada rincón del globo. Más sobre ella en su blog, viajandoporahi.com
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