Por Paula Senderowicz
Una artista plástica hereda el archivo deBoleslaw Senderowicz, uno de los fotógrafos publicitarios y de moda más deslumbrantes de los 50 y 60 que, además, era su abuelo. Con ese material, y los propios recuerdos, recupera su historia y su obra a través de un libro. Aquí, el adelanto de algunas imágenes y del prólogo.
Diez cajones de madera de 10 x 34 x 55 centímetros: en su interior, ciento dos mil negativos ensobrados, ordenados y numerados, con sus fechas selladas en tinta; treinta y dos cajas con contactos, pruebas y copias en papel. Un archivo de imágenes es una provocación, un llamado a zambullirse en la intimidad de un mundo.
Mis visitas al estudio de mi abuelo comenzaron cuando yo tenía tres años. Eran los 70, y el Estudio Senderowicz se había instalado, una década antes, en un primer piso amplio de estilo francés sobre la avenida Santa Fe al 1600. Tuve el privilegio de verlo trabajar de cerca. Los encargos para avisos publicitarios eran asiduos: recuerdo las reuniones entre él y el cliente, donde intercambiaban ideas y posibles eslóganes de propaganda. Boleslaw bocetaba a lápiz, aplicaba a mano cierta tipografía, mientras se tomaban otras decisiones de la campaña a desarrollar. La presencia de mi papá, Andrés, era fundamental y, con los años, además de ocuparse de la administración, sería el director del laboratorio.
Sender, como lo llamaban sus colegas y amigos, tenía una mirada especial hacia las modelos. Solía decir: "Son pequeñas actrices que viven con admirable sinceridad breves instantes de muchas vidas diferentes". Yo las veía posar sus vestidos de alta costura con gracia y profesionalismo. Boleslaw solía pasar un largo rato a solas observando, en penumbras, el espacio de la sala de tomas, que contaba con recursos innovadores: entre las lámparas estaban las luces de tungsteno con retardo, los flashes electrónicos con generador, los paraguas de tela refractaria. Antes de pasar a la acción, delineaba la estrategia, los procedimientos para construir la imagen. Después convocaba al equipo para preparar el escenario; juntos ubicaban la persona o el objeto a fotografiar; él desplazaba la cámara de galería para encontrar la perspectiva y el encuadre precisos, así componía sobre el vidrio despulido.
Ya se tratara de productos comunes –como un tubo de dentífrico– o de las producciones de moda más sofisticadas, Boleslaw dirigía la puesta de luces con minuciosidad; subyacía la preocupación por cumplir con la necesidad del cliente y los plazos acordados para la entrega. Mientras disparaba contaba en voz alta los segundos de la exposición. Se cargaban varios chasis, se cambiaban las placas; se hacían decenas de tomas. Los laboratoristas se escabullían con el material para procesarlo; cerraban las puertas, estaba prohibido pasar. A veces, yo conseguía entrar. En la penumbra del laboratorio reinaba un aroma ácido, veía la proyección sobre el papel, presenciaba la mágica aparición de la imagen flotando en la cubeta.
El departamento tenía un pasillo largo. Al comienzo estaba el laboratorio de blanco y negro; hacia el final, el de película color. El laboratorio color fue de los primeros que hubo en la ciudad, y producía imágenes adelantadas para su época, motivo por el cual adquirió gran importancia entre sus colegas.
Boleslaw impulsaba el trabajo comunitario, convencido de que las personas eran mejores al unirse.Aun así, precisaba sus momentos de soledad; una vez finalizada la tarea de selección y dadas las indicaciones para el copiado, iba hacia la mesa de retoques. Le gustaba permanecer en su mundo privado, extraviarse entre dibujos, tipografías, tiralíneas y negativos; yo lo observaba todo.
Bolek lo llamábamos en familia. Inmigrante polaco nacido en Lodz en 1922, su familia emigró a Buenos Aires en 1925. Con el tiempo él elegiría nacionalizarse argentino, reformular su identidad entre lo heredado y lo elegido; no volvió a hablar su lengua natal; y aunque era en general de pocas palabras, se expresaba en un cuidado español.
En su casa del barrio de Martínez, solía pasar las mañanas de domingo en el taller ubicado en el altillo. Ahí había herramientas bien ordenadas, las utilizaba para arreglos del hogar, restauración y ejecución de objetos de arte. Yo tendría unos siete años; él me enseñaba a lijar madera, pulir piedra y modelar cera. A media mañana bajábamos al living. Mientras escuchábamos sinfonías de Mozart él fumaba su pipa. Había un sillón Chesterfield de cuero negro, una pared cubierta con cuadros; algunos eran obsequios de sus amigos Guillermo Roux, Lito Lijalad, Jorge Kleiman, otros, experimentos realizados por Bolek en distintos estilos: retratos en líneas de carbonilla; una gran mancha de rojo cadmio informalista sobre fondo negro; escalas de colores de óleo aplicadas en meticulosas geometrías. Mientras me los mostraba preparaba aperitivos; unas gotas de licor de menta alcanzaban para teñir la soda de color verde viridián traslúcido; el denso carmín de la granadina atravesaba el verde en un desplazamiento lento y se depositaba en el fondo del vaso. Es posible que esta atmósfera de cuadros, colores y música haya sido el comienzo de mi amor por la pintura.
Bolek a veces hacía bromas, movía el bíceps de su brazo izquierdo, diciendo que un enano habitaba en su interior. Esta actitud lúdica y fantasiosa la aplicaba a todo.
A los 17 años comencé la Escuela de Bellas Artes. Cuando salía de las clases iba al estudio de avenida Santa Fe como colaboradora, ya de manera regular. Recibía a los clientes, daba una mano en la puesta en escena de un producto, estaba atenta a los detalles como colocar la hojita de menta sobre la gelatina de color. Habían pasado años y nosotros, los visuales, continuábamos hipnotizados por todo lo traslúcido; humo y vapor fueron temas en algunas de sus fotos, así como luego lo serían en mis cuadros.
En 1994 tuve mi primera exposición individual. Bolek hizo las reproducciones de mis obras a la perfección. Se enfermó antes de la inauguración, pero me dijo que le hubiera gustado estar presente. Hoy día, mientras uso sus espátulas de metal para mezclar pigmentos, dialogo con algunas de sus máximas: "Es importante graduar minuciosamente las mezclas y el contraste de los tintes para las sombras" o "sabemos que la poesía no precisa tecnicismos".
El archivo fotográfico Senderowicz llegó a mis manos tras el fallecimiento de Andrés, su hijo mayor y mi padre. La investigación del material comenzó junto a Valeria González, licenciada en Historia del Arte, investigadora independiente, y Nicolás Levín, fotógrafo. Con ellos pasé largas jornadas mirando las fotografías impresas, muchas de las cuales habían circulado en catálogos, revistas y soportes para gráfica publicitaria. Hechizada ante la vastedad del material, armé un grupo de asistentes: Valentina Ansaldi, Sofía Reitter y Emilio Neiman. Con lupa, negatoscopio y guantes, encaramos la revisión y digitalización de los negativos, algunos de vidrio, la mayoría en celuloide en formato medio y placas de gran tamaño. Las obras, algunas históricas, otras inéditas, se repartían entre escenas de teatro, fotonovelas, personalidades, producciones de moda, paisajes, plantas industriales, viajes y campañas de publicidad.
(…)
Recuperar una historia fotográfica y profesional de cincuenta años es compleja. ¿Con qué criterios elegir las fotos? ¿Por cuáles habría optado él? Imposible saberlo. He aquí mi arriesgada selección de sus obras, que demuestra sus intereses y trayectoria. Espero que los ayude a comprender quién fue y cómo trabajaba Boleslaw Senderowicz.
Sobre Boleslaw Senderowicz (fragm.) Por Diego Guerra
La actuación de Boleslaw Senderowicz en el ámbito de la moda y la publicidad abarcó casi medio siglo, entre los años 50 y su muerte, en 1994. Durante ese período, el Estudio Senderowicz fue el responsable de campañas para un gran número de marcas argentinas y multinacionales que formarían parte central de la memoria colectiva de varias generaciones, cuyos gustos y consumos contribuyeron a moldear. También inmortalizó un abanico de rostros que va de Ante Garmaz y Karin Pistarini a Susana Giménez, en cuya campaña del jabón Cadum –aquella del ¡Shock!– realizó la gráfica en escenarios naturales y "cataratas" recreadas en el estudio. Pero además de todo esto, la figura de Senderowicz fue fundamental para la jerarquización de la fotografía como actividad artística y profesional, desde su participación en empresas colectivas como el Foto Club Buenos Aires, La Carpeta de los Diez o la Asociación de Fotógrafos Publicitarios de la Argentina.