Hacerte amigos después de los 30 cuesta más, pero no es imposible
Conocer gente a los 30 es difícil; lo sabe cualquiera que lo haya intentado. Cuando apareció Tinder les discutí a todos los tecnófobos que decían que significaba “la muerte del romance”. Argumenté que era una solución maravillosa para este secreto a voces: los que ya no vamos ni a la escuela ni al club ni a la facultad y ya conocemos a todos los amigos de nuestros amigos no tenemos de dónde sacar gente nueva. ¿Y nuestros padres, me contestaban algunos? Nuestros padres no tenían ese problema, o lo tenían en mucha menor medida; la mayoría de ellos ya estaba casado para cuando les tocó el umbral de las tres décadas.
Pero lo que noté en los últimos años es que hay un vacío que las apps de levante no se han ocupado de llenar: el de la amistad. Hacer nuevos amigos puede ser tanto o más necesario que conseguir con quién salir, y no solo para quienes se mudan de ciudad o de país. Muchas personas sienten que ya no son las mismas a los 30 que a los 20, y no todos los grupos de amigos acompañan esos cambios. O tal vez sí, tal vez seguís conservando una relación excelente con tus compañeros de colegio o de universidad, pero aparece en tu vida algún otro interés o deseo que ellos no comparten y que tenés ganas de conversar con alguien. O bien tenés hijos antes que todo el resto de tu grupo de amigos; o a la inversa, todos se embarazan al mismo tiempo y ya no encontrás a nadie que se prenda a un plan post 19:00 hs.
Y la peor parte es que no hay un protocolo para hacer nuevos amigos. Supongamos que voy a una fiesta y un muchacho se siente interpelado por mi sonrisa y mi forma de hablar. No tendría nada de raro que preguntara mi apellido para agregarme en Facebook y, después de un intercambio razonable de likes, me invitara a tomar un trago. Todos interpretaríamos eso como una cita romántica. Ahora, ¿qué puede hacer ese chico (o chica) si en realidad lo que quiere es ser mi amigo? ¿Me puede invitar al cine “como amigos”? ¿Puede charlar conmigo sobre series de Netflix hasta que decidamos que nos llevamos suficientemente bien como para juntarnos a hablar de los problemas que tiene con su ex o su crisis vocacional?
Por lo que vi en la playa, a pesar de que estén con la tablet desde los dos años, los chicos se siguen preguntando entre ellos “¿querés ser mi amigo?”sobre la arena. A veces es más tácito; a muchos hijos únicos las mamás los empujan a que les presten los juguetes a otros chicos para armar grupo; a varias nenas más grandes, de 11 o 12, las vi preguntándole a alguna desconocida la edad y, si concedía la ciudad de procedencia, el colegio. Los adultos no hacemos eso, y tengo una hipótesis sobre por qué.
En una época que celebra la independencia absoluta, el deseo de afecto está profundamente estigmatizado. En Tinder y en Happn hay mucha gente que busca afecto, solo que eso no se puede decir; y te van a acusar de ingenuo si lo sugerís siquiera. Estamos todos muy ocupados haciéndonos los duros, los difíciles. Por suerte, en las apps de levante tenemos una pantalla más o menos explícita: la búsqueda de sexo. No digo, por supuesto, que no haya gente que esté detrás de eso, ni que haya algo que esté mal con esa búsqueda. Pero me parece claro que en los tiempos que corren lo que “queda bien” desear es el sexo sin compromisos, sin molestar a nadie (aunque si sos mujer también pueden despreciarte por esto mismo; al qué dirán nunca le viene bien nada).
En este caso, además, el machismo nos pega a varones y mujeres, aunque de maneras distintas, como demuestra Marilyn Yalom en su libro The Social Sex: la amistad femenina siempre ha sido despreciada, y las mujeres hemos sido por décadas acusadas de ser brujas competitivas que se odian entre todas y están esperando la mínima distracción para apuñalar a la otra por la espalda. Sin embargo, no son pocos los estudios que demuestran que las mujeres nos apoyamos más en nuestras amistades: los hombres que se quedan viudos, escribe Yalom, suelen sobrevivir menos a sus mujeres, cuando no pueden casarse de nuevo. Las cargas que la masculinidad tradicional impone sobre los varones hacen que a veces les cueste más abrirse con sus amigos y compartir vínculos de verdadera intimidad; el varón se muestra fuerte frente a los otros varones y solo muestra su lado vulnerable a su esposa, novia o amiga platónica. Las viudas, en cambio, históricamente se han apoyado en sus amigas para seguir, y han logrado así sobrevidas más largas y mejores incluso sin volver a casarse. En una sociedad en la que las familias tradicionales cada vez son menos elegidas como la fórmula única de la felicidad, y en la que estamos conversando sobre las situaciones problemáticas e incluso violentas a las que puede conducir la dependencia total de la pareja, la amistad debería ser uno de nuestros cables a tierra más importantes. Por algo una de las primeras señales en un noviazgo violento es la voluntad de aislar a la víctima de sus amigas; y por algo tantas chicas logran salvarse gracias a ellas. ¿Por qué, entonces, nos cuesta tanto hacer nuevos amigos fuera de la comodidad de un entorno institucional como la escuela o la facultad?
El deseo de amistad es deseo de afecto en estado puro; reconocerlo es reconocer que necesitamos algo que no es solamente gratificación instantánea, que necesitamos alguien a quien molestar. Exponer esa necesidad es un acto de valentía en un mundo en el que siempre estamos mostrando lo que tenemos y nunca lo que no, en el que hablar de lo que te falta es “patético” (“ay qué triste esa chica, por favor, que alguien le avise que está haciendo papelones", decimos de cualquier chica que elige contar en redes sociales las cosas que la ponen triste antes de empatizar con ella). Para colmo de males si abrimos Instagram o Facebook la sensación es que todos son Roberto Carlos: todos tienen millones de amigos con los que sacarse fotos en fiestas o que le pongan “diosa te amo” en cada foto que eligen subir. No sabemos nada sobre esos vínculos pero somos muy rápidos para suponer que son sólidos, que son reales, que los únicos que se sienten solos en este planeta somos nosotros.
Pero cuando una encuentra las maneras de sortear todas estas barreras sin dar miedo, hacer amistades de grande es una de las aventuras más enriquecedoras que se pueden emprender. No tenés la ventaja de un pasado compartido, es verdad, pero tanto vos como la otra persona seguramente se conozcan un poco mejor a sí mismas y puedan construir un vínculo desde un lugar honesto y de respeto mutuo de los deseos y las mañas del otro. Y es mucho menos difícil de lo que creés. Es una mentira de Instagram que todo el mundo tiene infinitos amigos menos vos, tan mentira como que todas lograron dejar las harinas o viajar a Europa este verano menos vos. Es un invento aspiracional como cualquier otro.
Con probar no se pierde nada: yo lo llamo “levante de amigos”. Si ves en un cumpleaños a alguien que se ríe de las mismas cosas que vos, o te gustan las cosas que publica en Facebook, conversale un poco hasta entrar en confianza. Un día, como quien no quiere la cosa, le podés contar de una película que querés ir a ver, o un barcito del que te hablaron muy bien. Es como cualquier cita: los primeros 5 minutos pueden ser incómodos, y a veces no sale bien, pero una nunca sabe. En una de esas, el día menos esperado, sucede la magia.
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