Hace 35 años, un picnic en Hungría sirvió de excusa para que 600 personas pudieran cruzar la Cortina de Hierro
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Sopron es una ciudad húngara de unos 60.000 habitantes, cerca de la frontera con Austria. Muchos la visitan por su centro medieval y su cercanía con dos capitales centroeuropeas, Viena y Bratislava, pero más todavía porque se la considera como la Capital Mundial de la Odontología: en otras palabras, los costos de los tratamientos odontológicos son mucho más accesibles aquí que en los países de Europa occidental, lo que le asegura un flujo constante de consultas en sus gabinetes especializados.
Sin embargo, la discreta Sopron tuvo un papel relevante en la historia del siglo XX: fue hace exactamente 35 años, cuando esta localidad fronteriza fue elegida como sede para realizar el Picnic Paneuropeo y reunir, en una celebración común que recordara su pasado compartido, a los ciudadanos de Austria y Hungría. Se dice fácil, pero con la Cortina de Hierro vivita y coleando el evento no era tan sencillo de concretar. Cómo se logró, y las imparables consecuencias que tuvo, se debe mucho al coraje del entonces primer ministro húngaro, Miklós Németh, que se impuso frente a la amenaza representada por el poderoso presidente de la República Democrática Alemana, Erich Honecker, y el temor a la reacción de la Unión Soviética encabezada por Mijail Gorbachov.
El “De inmediato” y los martillazos contra el muro
Las efemérides recuerdan una fecha precisa: el 9 de noviembre de 1989, cuando presionadas por las circunstancias —en la forma de protestas y fugas fuera de control— las autoridades de Alemania del Este no tuvieron más remedio que ceder. Honecker ya había sido desplazado y reemplazado. Al responsable de Información de Alemania Oriental, Günter Schabowski, le tocó entonces dar una conferencia de prensa donde anunciaba finalmente la autorización de viaje para los alemanes del este. Pero Schabowski había leído los documentos que establecían ese cambio histórico —de hecho levantaban la Cortina de Hierro— sin prestar atención, y cuando le preguntaron desde qué momento regía la medida respondió, tomado por sorpresa: Ab Sofort, “de inmediato”. No era exactamente lo que estaba en los planes del gobierno de la RDA, pero encendió la mecha de la libertad.
Los acontecimientos que siguieron dieron la vuelta al mundo y todavía están frescos en la memoria de quienes asistieron, atónitos, a lo que estaba pasando en Alemania: sorpresa global, martillazos contra los ladrillos que dividían la ciudad, jóvenes alemanes trepados al muro y brindando con champagne, familias que volvían a abrazarse, el fin de una era.
Terminar la Guerra Fría no había requerido amnistías ni tratados, como las dos grandes guerras del siglo XX, pero desde luego tampoco había sido ni por la sola voluntad popular, ni por la presión de las cancillerías occidentales. Michael Meyer, entonces corresponsal de Newsweek en Berlín, volvió sobre aquellos hechos en El año que cambió el mundo, un libro donde asegura que “la subtrama más interesante (y sin duda la más decisiva) de ese año de revolución fue la historia de un puñado de cinco o seis altos dirigentes húngaros, con escaso apoyo popular, que se propusieron derribar el comunismo, no solo en su propio país, sino en todo el bloque oriental”. Pero ¿quiénes eran esos dirigentes y cómo lograron esa transformación radical?
Berlín, la ciudad dividida
El Muro de Berlín, que tiene fecha precisa de defunción, también la tuvo de nacimiento: fue el 13 de agosto de 1961, cuando el entonces líder comunista Walter Ulbricht decidió frenar la sangría de ciudadanos —cientos por día— que dejaban el sector oriental de la ciudad para pasar al oeste. Si entre 1949 y 1962 se escaparon unos 2,5 millones de alemanes orientales, entre 1962 y 1989 el número se había reducido drásticamente: alrededor de cinco mil. Más de 300 torres controlaban el muro, custodiadas por guardias con orden de tirar a matar. Casi 200 personas murieron intentando cruzar por encima de la larga pared; otro millar perdió la vida al intentar atravesar otros puntos de la frontera. En sus veintiocho años de existencia, el Berliner Mauer se convirtió en una construcción macabra pero cotidiana, una pared gris y peligrosa que representaba una fractura auténtica en aquella que había sido una sola y orgullosa capital. En 1983, precisa Meyer, una encuesta indicó que “para el 43% de los estudiantes alemanes menores de 21 años sus pares de Alemania Oriental eran Ausländer, o extranjeros”. Parecía que el invento de Ulbricht iba a durar para siempre, o así lo creía Honecker, hasta que los hechos se encargaron de desmentirlo.
Mientras Alemania Oriental y Rumania se consolidaban como los más firmes defensores del sistema soviético en el este europeo, Polonia y Hungría se encargaron de dar las señales de cambio que encenderían la mecha revolucionaria. En Budapest había jurado como primer ministro, el 24 de noviembre de 1988, Miklós Németh. Tenía solo 40 años y se había inscrito en el Partido Comunista veinte años antes —como él mismo evoca en el documental germano-húngaro 1989 (2014), una original recreación de los hechos que llevaron a la caída del Muro— con el objetivo de mejorar la situación de la gente y del país desde adentro. Cuando lo supo, su padre dejó de hablarle durante seis meses y lo conminó en una carta a que no olvidara nunca sus orígenes: “Di la verdad al pueblo y al mundo. Así tu madre y yo podremos caminar en el pueblo con la cabeza alta”.
Propulsado a la conducción del país, atenazado por una crisis galopante, Németh hizo lo que mejor sabía hacer: revisar las cuentas. Y así encontró un gasto sorprendentemente alto, bajo un código secreto que correspondía al ministerio del Interior. Cuando supo que el código se refería al mantenimiento de los 240 kilómetros de frontera electrificada entre Hungría y Austria —la Cortina de Hierro, literalmente— descubrió también que, para reparar sus viejos materiales, que provocaban falsas alertas constantes, había que comprar repuestos con divisas que Hungría no tenía. Era un absurdo: Hungría debía pedir dinero prestado a Occidente… para custodiar la frontera con ese mismo Occidente. En consecuencia, decidió cortar por lo sano: el 2 de mayo de 1989, después de haberlo informado a Gorbachov y con el consenso tácito de Moscú, Hungría empezó a desmantelar el alambrado de la frontera con Austria. No fue en secreto: la televisión occidental filmó el proceder de los guardias de frontera cuando empezaron a retirar secciones del vallado, y un mes más tarde los ministros de Exteriores de Austria y Hungría realizaron, cerca de Sopron, una ceremonia simbólica de corte del alambrado.
1956-1989
En su reunión con Gorbachov en Moscú, Németh —que tenía firmes intenciones de convocar a elecciones libres aunque implicara la casi segura derrota del Partido Comunista— le formuló una pregunta clave y concreta: “Si fijamos una fecha para las elecciones y debemos irnos, ¿intervendría usted como en 1956?”. “Nyet”, fue la respuesta del líder soviético, que la matizó con una advertencia: “Al menos, no mientras yo esté sentado en esta silla”.
La pregunta de Németh era fundamental: en 1956, Moscú había reprimido violentamente los intentos reformistas del primer ministro húngaro Imre Nagy, que había sido torturado y ejecutado. Su cuerpo había sido escondido bajo un nombre falso en el cementerio de la capital húngara durante más de treinta años, pero en 1989 Németh estaba decidido a rehabilitarlo: oponiéndose a la desconfianza de los más fieles dirigentes comunistas, el 16 de junio de 1989 se llevó a cabo en Budapest la ceremonia de reinhumación, con honores, de Imre Nagy. Más de 200.000 personas se reunieron en el centro de la ciudad para asistir al evento, no desprovisto de peligros. Németh recuerda en el documental que le habían recomendado mover la cabeza suave pero constantemente: era la única manera de evitar ser el blanco fácil de un tirador bien entrenado si la ortodoxia comunista decidía sacárselo de encima. Sin embargo, las cosas no pasaron a mayores. Con esa victoria en su haber, el primer ministro húngaro decidió dar otro paso: y ese paso fue permitir la realización del Picnic Paneuropeo el 19 de agosto de 1989.
Fiesta en la frontera austro-húngara
Detrás de la iniciativa estaba la Unión Paneuropea Internacional, una organización independiente nacida en 1923 que había tenido entre sus miembros a personajes como Albert Einstein y Thomas Mann. En 1989, el presidente era Otto de Habsburgo, hijo de los últimos emperadores de Austria, Carlos I y Zita de Parma.
Cuando surgió la idea del picnic, Otto de Habsburgo y el ministro húngaro Imre Pozsgay, parte del grupo reformista de Miklós Németh, presentaron la propuesta al primer ministro: organizarían una reunión amigable en Sopron, el 19 de agosto a las 15.00 hs, como un gesto de hermandad europea que de paso mostraría al mundo la apertura húngara hacia Occidente. Para Németh, sin embargo, el picnic iba mucho más allá: era la oportunidad ideal para permitir la salida de cientos de alemanes del este que estaban pasando las vacaciones de verano en Hungría e intentaban, de paso, cruzar la permeable frontera hacia austro-húngara. El picnic —contó Nemeth al periodista de Newsweek— “va a ser la solución a nuestro problema de Alemania Oriental”.
Budapest estaba llena de alemanes orientales que no estaban dispuestos a volver a su país. Pero muchos de ellos tampoco se animaban a cruzar; el temor a la policía secreta de Honecker todavía era intenso, y con motivos. “Decidimos convertir el picnic en un precedente. Lo utilizaríamos para demostrar que los alemanes orientales podían abandonar libremente el territorio húngaro”, comentó Poszgay años más tarde.
Los preparativos no dejaron ningún detalle al azar: se creó un logo con una paloma blanca volando por encima de un alambre de púas, y se organizaron buses para llevar a los invitados hasta el sitio elegido para el picnic. Se regalaron remeras y se invitó a los medios de comunicación, con Radio Free Europe a la cabeza, para transmitir las informaciones en alemán. Por unas horas, se abriría la frontera. Más aún, la frontera no estaría vigilada de cerca, y los organizadores se encargaron de que el mensaje llegara a los alemanes presentes en Hungría.
Como no podía ser de otro modo, Sopron desbordó. En medio de la música, la fiesta, la cerveza y los globos, los alemanes orientales empezaron a fluir masivamente, y a cruzar hacia territorio austríaco. “Se abalanzaron con la velocidad de un tren rápido”, evocó Németh. Nadie los frenaba. La razón desconocida por la cual Arpad Bella, el militar a cargo de la frontera, no disparó a los fugitivos, apoya la teoría de que para Budapest todo el picnic fue un gigantesco ensayo de apertura hacia Occidente, y sobre todo un test de la reacción rusa.
Ensayo o no, para los nuevos refugiados atrás quedaban Alemania del Este, el Muro y los (autos) Trabant, abandonados a un lado de la ruta; adelante, estaba la libertad. A las disgustadas autoridades de Berlin Este no les quedó más remedio que acordar con los húngaros el retiro de los autos que habían quedado, por decenas, olvidados como restos del picnic.
Cuando terminó el evento, más de 600 personas habían aprovechado la apertura. Mientras el gobierno húngaro se abocaba a calmar la desconfianza de Alemania Oriental, en la confusión de los días posteriores se produjeron incidentes en la frontera, por donde ya pocos se animaban a seguir pasando. Sin que se supiera muy bien quién había dado la orden, el disparo de un soldado húngaro alcanzó y mató a Kurt-Werner Schulz, un joven arquitecto de Berlín Este que intentaba cruzar acompañado de su mujer y su hijo de seis años. La familia —recuerda Gundula, su esposa— había recibido apoyo de pobladores húngaros cercanos a la frontera, que los ayudaron a intentar el cruce hacia unos viñedos cercanos, ubicados ya en territorio austríaco. El intento fue un fracaso y le valió a Schulz, asesinado a pocos metros de la frontera, un triste título: fue la última víctima mortal de la Guerra Fría.
Mientras tanto, muchos otros alemanes orientales seguían en Budapest, aún temerosos de la Stasi y de los guardias húngaros, sin decidirse a efectuar también el cruce. Németh, para quien la muerte de Schulz había sido un quiebre —no estaba dispuesto a cargar con más muertes sobre la conciencia— tomaría la decisión por ellos. El 11 de septiembre, con el consenso de Helmut Kohl, a quien Németh había visitado en secreto, Hungría abrió sus fronteras para todos los poseedores de un pasaporte alemán. La RDA intentó en vano contener las fugas; el régimen hacía agua por todos lados y, menos de dos meses después, el Muro de Berlín empezaba a ser definitivamente historia.
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