Hablemos de nuestros hijos: la cuarentena y los límites
La cuarentena nos tomó desprevenidos. Veníamos los padres muy tranquilos delegando en otros unos cuantos límites: la maestra le ponía las zapatillas a nuestro hijito de 4 años, el niño tomaba muchas decisiones: cuándo se levantaba de la mesa, cuándo entraba o salía de la bañadera, o cuándo se iba a la cama. Los chicos decidían lo que comían y dónde, cuánta televisión veían, cuándo usaban el teléfono de mamá, si se peinaban o no lo hacían… Como iban varias horas al colegio o al jardín maternal, era corto el tiempo en el que negociábamos o discutíamos estos temas y entonces no nos preocupábamos. Sin darnos cuenta de que no teníamos suficiente autoridad con nuestros hijos. Y no hablo de autoritarismo (arbitrario y rígido) sino de una buena autoridad firme y tierna.
Por otro lado, muchas veces los padres, en su afán de que sus hijos fueran felices, no los frustraban, no los hacían esperar, ni esforzarse y les evitaban todos los dolores posibles. Algunos lo hacían porque era lo que vivieron en su propia infancia y otros porque era lo que les hubiera gustado vivir.
Así no se puede
La cuarentena con sus 24/24 horas de contacto entre padres e hijos vino a hacernos notar que no se puede vivir de esa manera, que si no encontramos un buen equilibrio entre firmeza y ternura (Gracias A. Lyford Pyke por el maravilloso libro con ese nombre), si no encontramos un camino de paternidad consistente y con cierta coherencia, los padres terminamos enojados, frustrados, exhaustos, desilusionados, incluso tratando mal a nuestros hijos cuando no nos responden como nos imaginamos o como desearíamos que nos respondan ante nuestra enorme entrega y renuncia.
Ya estamos aprendiendo sobre la marcha y a los ponchazos que es inevitable que nuestros hijos se enojen con nosotros, que no podemos evitarles todos los dolores y sufrimientos si no apenas algunos y, en otros casos, sólo podemos acompañarlos y abrazarlos; que de a ratos tienen que esperar porque no somos pulpos ni podemos hacer diez cosas a la vez, que se van a frustrar porque no todo es como ni cuando ellos quieren, que nos tienen que ayudar armando equipo entre todos de modo de llegar a la noche , y también al final de la cuarentena, en un estado emocional equilibrado, o por lo menos ¡no tan desequilibrado!
¿Cuál es la clave?
Las cosas se dicen una sola vez y nosotros adultos nos ocupamos de que ocurran, especialmente con los más chiquitos que no tienen fortaleza interna para hacer lo que les pedimos. Y si no nos podemos ocupar en ese momento, no las expresamos hasta que podamos… en todo caso podríamos ir preparando el territorio diciendo: en un rato se van a bañar. Cuando los chicos empiezan a crecer seguimos diciendo las cosas una sola vez pero les avisamos cuál va a ser la consecuencia en caso de que no lo hagan.
Cuando decimos las cosas muchas veces -con la ilusión de que en la próxima nos respondan- lo que logramos es que se acostumbren a hacer caso cuando nosotros nos alteramos en la quinta o en la décima repetición. Y entonces no hacen nada hasta que no nos ven enojados, esto no funciona nunca, peor, mucho menos hoy en que pasamos muchas horas en casa con ellos y con niveles muy altos de estrés por otros temas que no podemos manejar.
Convencer no es un verbo a conjugar con los chicos, nos desgastamos en el proceso de intentar convencerlos, es más eficaz pensar en impedir, evitar o lograr nosotros que las cosas ocurran. O , apenas crecen un poco -siempre y cuando no sean temas que ponen en riesgos su salud, su seguridad o no son éticamente correctas- que se atengan a las consecuencias que anunciamos.
Para desgastarnos menos y sonreír más sólo se trata de decirles: "De ahora en adelante las cosas las digo una sola vez", ¡y cumplirlo!
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