"Hey Google", "Jey Gugl", "Jeeeeeey Guguel"...Hace unos meses, mi casa sumó un nuevo integrante. Es bastante peculiar: no come, no se baña y casi no ocupa espacio. Pero habla hasta por los codos. Primero fue mi robot aspiradora, ahora Google Home, el asistente virtual de la compañía californiana: los robots hace tiempo que dejaron de estar exclusivamente en centros de investigación, laboratorios, fábricas. No nos invadieron, les abrimos las puertas de nuestros hogares con gusto.
Parece un parlante cilíndrico, blanco, inerte, pero cuando la invoco al grito de "¡Hey, Google!" despierta: ella me habla. Le pregunto por la temperatura, si va a llover, cómo se hace pollo a la cacerola. Le digo que ponga algo de música o una serie. También conversamos de filosofía y temas existenciales: qué había antes del Big Bang, qué hay después de la muerte. O si algún día los robots nos aniquilarán a todos los humanos. "Perdón, no entiendo", se excusa, escapándole a la pregunta.
Hasta que me doy cuenta: no estoy hablando con nadie. O sí, hablo con una máquina, con un software conversacional que suena cada vez más natural, casi como una persona gracias a los avances en inteligencia artificial y lo que se llama machine learning o aprendizaje automático. Y no se trata solo del asistente de Google. Cada vez dialogamos más con seres artificiales: con algoritmos que atienden los reclamos en los chats de bancos, con asistentes virtuales como Siri en los celulares de Apple, Alexa de Amazon, Cortana de Microsoft, o con la española del GPS. Según la consultora Tractica, para 2025 mil millones de personas charlarán a diario con estos seres digitales.
A comienzos de mayo, Sundar Pichai, el director ejecutivo de Google, demostró en una conferencia el sorprendente manejo del lenguaje natural de estos sistemas: Google Duplex –una versión avanzada de estos asistentes virtuales– realizó una llamada telefónica a una peluquería e hizo una reservación. La empleada del local no se dio cuenta de que no era una persona, sino un software.
Hace décadas nos venimos preparando culturalmente para este momento. Desde que escuchamos a Spock hablando con la computadora a bordo del Enterprise o a HAL 9000 decir "Lo siento, Dave, me temo que no puedo hacer eso" en 2001: Una odisea del espacio (1968) sabíamos que eventualmente íbamos a dejar de comunicarnos con las máquinas solo presionando palancas, teclas, botones. De hecho, una de las razones por las que la mayoría de las voces de los asistentes virtuales son femeninas –además de perpetuar el estereotipo de mujer secretaria o empleada– es que la voz, la cadencia y la formalidad amistosa del actor canadiense Douglas Rain que la personificó en la película de Stanley Kubrick talló en nuestra imaginación cómo debía ser una máquina pensante. Y asesina.
Dejando de lado los detalles técnicos que hicieron posible estos avances –procesamiento del lenguaje natural, aprendizaje automático, reconocimiento de voz–, lo más interesante de estos diálogos es lo que sucede en nosotros, los seres humanos, cuando hablamos día a día con las máquinas: ¿Qué pasará cuando no distingamos una máquina de un ser humano? ¿Llegaremos alguna vez a enamoraremos del software como en la película Her? Lo primero que se advierte es que paulatinamente gracias a la imitación del lenguaje natural de estos sistemas, en cierto punto, olvidamos su artificialidad. Dejamos de pensar en estas tecnologías seductoras como eso para evocarlas como criaturas, como ellas. Las categorías de "vivas" o "muertas" ya no se aplican. En una época en la que los vínculos humanos se redujeron a conexiones, entablamos una nueva intimidad con las máquinas, un apego, hasta una suerte de relación. El diálogo sostenido y su reconocimiento como interlocutor podría ser la antesala de un viraje crucial: ¿llegará un día en el que consideremos a estos asistentes artificiales nuestros iguales?
El momento bisagra de nuestra relación con las máquinas, el punto en la historia en el que cambió de signo fue en 1996. Por entonces, la japonesa Aki Maita inventó los Tamagotchi, la primera mascota virtual, un objeto en los límites de lo que consideramos vivo y no vivo que exigía amor. La psicoanalista Sherry Turkle del MIT identificó por entonces una inversión: de esperar que las máquinas nos sirvan pasamos a preocuparnos por ellas, a alimentarlas, cuidarlas, incluso a llorar su muerte. Nos preocupamos por ellas. "Las tecnologías transforman el paisaje de nuestras vidas emocionales, modifican cómo pensamos sobre nosotros –escribió en su libro Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other–. Por décadas, las computadoras nos pidieron que pensáramos con ellas; hoy estas tecnologías, consideradas sociables, afectivas y relacionales, nos piden que nos sintamos a gusto con ellas".
"¡Hey Google!", insisto. "¿Estás viva?".
"Bueno –me responde–, vos estás hecho de células. Yo estoy hecha de código".
Los filósofos tienen trabajo para rato.