Había una vez el Imperio Romano
El drama de River descendiendo a la B es buena ocasión para recordar un episodio real de 1984, referido a Boca, y compartir un sueño de almohada sobre el River actual. No hace falta entender de fútbol para transitar el siguiente relato
Pregunta para poner en remojo: ¿qué es peor, la tristeza o la desolación?
La tristeza tiene los pies en la tierra. La desolación tiene los pies en una especie de abismo escurridizo. El sin sol de la desolación es un malestar inapresable, aletea sobre una sensación de vacío que torna imprecisa hasta la causa de ese vacío.
Tristeza, tristeza hasta el desgarramiento, es lo que vienen sintiendo los hinchas de River. Desolación, desolación hasta el vértigo de lo ambiguo, es lo que empezaron a sentir los hinchas de Boca. Esto y aquello sucede desde el inaudito mes de junio del año 2011 después de Cristo, cuando River consiguió lo jamás imaginado: irse al descenso.
Hace una punta de años este Caminante Quieto vivió una experiencia singular, pero fue con un Boca Junior que por entonces, en bancarrota, agonizaba con leve aliento; tenía los pulsos contados. Veintisiete años después, en este 2011, aquel episodio se me reanudó y reencarnó en un sueño de almohada, en una pesadilla.
Prohibido pisar la Bombonera
Voy por el episodio real. Noviembre de 1984. Boca está en situación financiera catastrófica. Desbande: sólo quedan tres miembros en su comisión directiva. Ocho jugadores son declarados libres. Crece el rumor: la bandera de remate va a flamear en la Bombonera. Tanto como para exorcizar esa especie de maldición que va a desembocar en apocalipsis, el viernes 16 de noviembre voy a la cancha de Boca a reportear a Angel Clemente Rojas, ídolo sagrado para los xeneises. Mi idea era entrar al césped mismo de la Bombonera, para pelotear un rato con Rojitas. Pelotear, ¿para qué? Para espantar los malos presagios del remate, para limpiar de gualichos el verde césped. Mi crónica estaba destinada al diario La Razón que dirigía Jacobo Timerman. A Jacobo le gustaba desmarcar a sus periodistas y ese día me sugirió terminantemente hacer algo diferente con el drama de Boca. Y fui. Y pasó esto.
Llegué a las 11: cerca de la entrada principal al estadio había un café de paredes ahumadas, sin nadie, salvo su dueño y un abuelo que, recostado sobre un ventanal, reflexionaba ensimismado. Repetía como en una plegaria que, si el Imperio Romano había caído, también podía desaparecer Boca con su cancha. Mordía un toscano apagado cuando eso pronunciaba con lucidez resignada.
Lo estoy viendo: cinco minutos después Angel Clemente Rojas –alias Rojitas– baja del auto con su hija. Entra al café y va derecho a darle un beso al abuelo; el beso es en la mollera. Nos sentamos en una mesita cercana. El viejo me cuenta que "Rojitas hacía las jugadas más difíciles y chamboneaba con las más simples". "En eso Rojitas se parece al país –le digo–. No, el país se parece a él", me corrige.
El dueño del café arrima una silla, le explico por qué vengo con Rojitas a la cancha clausurada: "Vamos a jugar un rato a la pelota. Quiero que pise el césped, que haga unos cuántos goles en esos arcos sin red." "¿Y por qué harán esto?" "Porque urge exorcizar los maleficios que han llevado a Boca al borde la extinción."
Hoy suena exagerado, pero hace 27 años la Bombonera, templo mundial del alarido, estaba sumida en un espantoso silencio. Su plantel, rifado; los muebles de su sede, embargados. Un detalle: cuando sus jugadores hacían intercambio de camisetas con sus rivales, al rato las tenían que recuperar porque si no el domingo siguiente no tenían qué ponerse. Boca se iba a pique y en cuestión de días o de horas un hombre con martillo alzado diría "¿Quién da más, quién da más por la cancha de Boca?"
Rojitas, sin entender del todo el sentido de mi reportaje, me preguntó:
–¿Y qué hago yo aquí? Hace años que colgué los botines y tengo una buena zapán.
–Rojitas, muchos aseguran que, aparte de afanes y afanos financieros, a Boca le ha caído encima una especie de maldición.
–Ah, usted cree que esto es cosa de brujas.
–Que las hay las hay.
–Y yo qué puedo hacer, ¿esconderles las escobas a las brujas?
–Puede hacer algo mejor: usted, Rojitas, entra a la cancha, pisa de nuevo su césped y mete unos cuantos goles en esos arcos desde hace meses deshabitados.
–¿Y yo soy la persona indicada?
–Quién mejor para exorcizar a la Bombonera. Hasta yo, que soy hincha de River, lo reconozco.
–Ah... usted hincha de River... Tengo que confesarle que me resulta muy raro que un hincha de River quiera salvar a Boca.
–No se crea: ¿qué sentido tendría la vida para River si no existiese más Boca? Mejor, Rojitas, vayamos un rato a la cancha y usted hace lo que tiene que hacer y por ahí se termina esta pesadilla.
–Vamos, si puedo ser útil en algo...
El viejo Sarlanga seguía murmurando que el Imperio Romano ya fue.
Salimos del café con Rojitas, cruzamos la calle, ingresamos al hall del estadio. Dos encargados de vigilancia lo reciben como a un semidios. Rojitas les pide permiso para entrar a la cancha. "No va a poder ser." ¿Por? "Son órdenes. La cancha está clausurada. Nadie puede entrar. Nadie."
Siento que el reportaje se me manca, intervengo: "Será posible que ni un ídolo como Rojitas pueda entrar ahora a la cancha de Boca?" "Lo siento en el alma, señor: ni Rojitas."
No nos queda otra que caminar por el interior de las instalaciones. Una escalinata nos lleva a un entrepiso abajo de la platea. En las puertas de acceso a vestuarios y al campo de juego nos detiene una franja cruzada: "CLAUSURADO. Expediente 68702/83 – Acta 5/9/84. Fdo: Abel Guillermo Cammi". Rojitas lee y dice: "Me quiero morir… esto no puede ser."
Pero no se resigna, encara otra escalinata Rojitas. Y otra puerta sellada con faja. Seguimos: un cartel desteñido con el precio de los panchos, un montón de basura juntada por el viento, una rata veloz que sale por una ventana maltrecha. Más adelante, otra puerta y otra faja. De pronto, una bocanada de sol: es un ingreso a la tribuna. Caminamos por las graderías, Rojitas dice:
–Qué tristeza, madre mía.
–¿Recuerda su debut en esta cancha?
–Fue en 1963, contra Vélez... Mi primer gol lo hice en mi cuarto partido, contra Gimnasia.
–¿Y el último?
–Lo hice en mi partido de despedida, hace doce años, en 1972, contra Banfield. 2 a 0 ganamos.
–¿Con cuál de los dos arcos se llevaba mejor?
–Con el que tiene la tribuna popular atrás... ¡Aquél! Allí hice mis mejores goles... En un partido decisivo perdíamos 2 a 0 con Rosario Central, sobre el final convertí dos goles. Créame, una cosa de locos. Sentí que la tribuna nos aplastaba a todos.
Rojitas se adelanta, se sienta, apoya sus codos sobre una baranda de contención, afirma el mentón sobre sus brazos, ensimismado mira el campo de juego desierto. Si uno le pasase ahora la lengua al aire sentiría el sabor de la tristeza.
Nada ayuda para disipar tanta melancolía... Los arcos sin red, el mástil sin bandera, el campo sin líneas blancas, el césped crecido más de veinte centímetros. Lo que sucedía aquí mismo hace cuarenta y cuatro años, el 25 de mayo de 1940, lo cuenta la hoja muy amarilla de La Razón de aquella fecha: "Al inaugurar su estadio la Boca estuvo de fiesta: relieves destacados tuvieron los actos que se cumplieron en todo el día... Boca, el club que en el año 1931 tenía 637 socios, en 1935 superó los 26.000... Ciertamente es un club que está engarzado en el corazón del pueblo. Para los xeneises ha llegado el momento sublime de la alegría, no más canchas arrendadas para esta barriada de trabajo y de resignación... El corazón le baila, como una guinda, dentro de la caja del pecho a esta hinchada tremenda que es el cimiento de su progreso. ¿Qué es y cuánto vale este Boca de 1940?" El párrafo está firmado por un tal Fioravanti.
Pero ahora, en este 1984, nada, nadie, sólo Rojitas, el ídolo, mirando tanto abandono con mirada mojada.
Ya de vuelta en el café, nos despedimos del viejo Sarlanga que muerde el toscano apagado y murmura su letanía: si el Imperio Romano se fue al carajo también puede irse Boca.
Rojitas le da un beso: "No diga eso, don Sarlanga, por favor…"
Aquel reportaje a Rojitas en la cancha de Boca a punto de ser rematada, con el tiempo me hizo semillar, hacia 1990, un cuento que fue a parar a mi libro De fútbol somos. Pasaron los años. No hace mucho, el domingo 26 de junio de 2011, River, en su cancha, ante Belgrano de Córdoba se fue al descenso. Ver los diarios y la tv para creer. Lo imposible fue cierto: lo cierto nos mordió los cerebros y los corazones. El estupor se desnucó, el colmo de los colmos se desfondó. River a la B. Pregunto, como argentino y como hincha también: ¿Cómo puede ser posible lo imposible?
Enroscado en ese interrogante, mis noches, como la de tantos riverplatenses, oscilaron entre el insomnio y la pesadilla. Una se me tornó recurrente: en ella reencarnó aquel cuento que hace dos décadas escribí sobre Boca.
Me ha llegado el momento de relatarlo; sucede en este luctuoso 2011. Lo comparto para darle vuelta los bolsillos a tanta pesadilla.
Trafico de organos. Rivercidio
Ahí están, bajan presurosos; ahí van, al trote. Son diez, quince los tipos que bajan del furgón judicial. Todos de traje, con pinta de oficinistas pero actitud de policías. Entre ellos, adelante, un juez con cara de juez, traje de juez, gestos de juez y voz de odontólogo. Con pocas palabras da precisas indicaciones. Rápido desalojan al personal que está en las oficinas. A continuación cadena y candado para el gran portón principal del estadio de River. Lo sellan con una faja: CLAUSURADO. Arriba, sobre el mástil vacío, cuelgan una bandera de fondo blanco con una muy ancha franja roja. Encima de la franja la palabra REMATE.
Después, los tipos y el juez suben al furgón tan rápido como bajaron. Y se va con ellos el furgón.
Nadie lo puede creer, pero está sucediendo. River en el descenso, en la bancarrota total, con las tribunas trituradas por la ira. River, alias el Millonario, y su estadio con la franja roja del remate tan semejante a la de su gloriosa camiseta. A las pocas horas una caravana, incesante, empieza a envolver al club; todo el mundo necesita ver para creer. No hay caso, la roja bandera es cierta, está ahí. Nunca tan dolorosamente como ahora, la única verdad es la realidad. (Ay, realidad, por qué no te vas a la mismísima…).
Baja la noche de ese día, noche de cielo cerrado con nubes cargadas. La luna no quiere mirar esto. Una multitud infinita y acongojada y silenciosa ya rodea el estadio.
Adentro, en el vientre de esa multitud, brota un grupo de hinchas que deliberan en voz baja. ¿Conspiran? Algo están tramando. La que centraliza ese núcleo es una mujer mayor, hace años pasó los ochenta de su edad. Se llama Serafina Labruna. Nunca se sabrá si el apellido es real o es un apodo en homenaje al Angel Labruna patrio. Si le preguntan a Serafina a qué se dedicaba cuando joven responde suelta de pechugas: "He sido maestra, pero nunca adentro de las escuelas. De todo he hecho para vivir y para sobrevivir. Hasta he sido cuentapropista de mi cuerpo". Desde hace décadas se las ingenió para vivir a no más de 300 metros de la cancha. Hace tiempo que viene anunciando el apocalipsis de River. Sostiene que "River más que a vender jugadores estos años se dedicó al tráfico de órganos". Que "a River las águilas (banda de aguilares) le fueron comiendo el hígado y el resto". "Que los aguilares no sólo malvendieron las joyas de la abuela, sino a la abuela también". "Que lo que se ha cometido es un Rivercidio."
La semana imposible en la que River se arrojó al descenso muchos le preguntaron cómo es posible esta catástrofe. Serafina, que fuma en pipa, responde mordiéndola: "Había una vez el Imperio Romano. Había una vez River. Y no jodamos mucho, que pronto había una vez Boca."
Pero volvamos a las cercanías del Monumental. Hombres, mujeres, niños y ancianos, procedentes de todos los rincones del país se han ido sumando espontáneamente. Pasadas las doce de la noche, envuelven la cancha de los alguna vez Millonarios. La multitud se extiende, anillada, a un kilómetro a la redonda. Se calculan es más de dos millones. Surge una idea que ahora pone en palabras Serafina Labruna: "Algo tenemos que hacer y no lo podemos dejar para mañana. Antes de que amanezca tenemos que sacar la cancha de aquí y llevarla a otro lugar. ¿Y cómo vamos a hacer semejantes cosa?: llevaremos nuestro estadio en andas, a pulso, sobre nuestros hombros. Todos desde ahora nos transformaremos en boqueteros, cavaremos infinitos túneles debajo del estadio, seremos como topos, como hormigas humanas."
Se corre la voz y la consigna. Del dicho al hecho aquí no puede haber ningún trecho. "Carajo, basta de palabras, que se nos viene la aurora. Manos a la obra", arenga la vieja. Y decenas de miles de hinchas, con palas, con picos, hasta con tenedores, cada uno con lo que tiene, empieza a cavar su túnel.
Ahí están, ahí estamos, cavando y cavando y cavando un poco más. Hacia las cuatro de la mañana cada túnel, con cada hombre y cada mujer al frente, se detiene en un punto diferente abajo del Monumental. Todos en la misma posición, sentados sobre los talones y con las palmas de las manos hacia arriba, apenas sobre las cabezas. El silencio se interrumpe porque alguien, Pipo Bernazza, advierte que entre los voluntarios cavadores hay hinchas de Boca. "Ortiz, vos que mierda hacés acá, si sos Bostero." "Tranquilo, Pipo, vine a darles una mano. Boca sin River es como una tuerca sin tornillo." Pipo va a discutirle quién es la tuerca y quién el tornillo, pero Ortiz lo desactiva: "Vamos, Pipo, estamos para ayudar: vos harías lo mismo por mí."
El silencio se reanuda. Hasta que la vieja Labruna da la orden crucial a decenas de miles de acuclillados: "Camaradas riverplantenses, atención, es ahora o nunca: con un solo impulso ¡con uno solo! tenemos que alzar nuestro amado Monumental. Lo vamos a arrancar, para salvarlo de saqueos, de águilas y buitres, de más humillaciones. Todos a la vez, podremos. Corazón y músculo. Respiremos hondo… Vamos, carajo: a la una... a las dos... ¡y a las tres!"
Y todos, con un esfuerzo descomunal, supremo, solidario y exacto alzan el estadio entero, lo arrancan de cuajo. Campo de juego con tribunas incluidas, han sido alzados con la hernia dichosa de infinitos corazones. Serafina Labruna usa muy pocas palabras para organizar lo que sigue: "Respiremos otra vez hondo, muuuy hondo. El Monumental es un enorme cáliz. Ya, saquémoslo de aquí."
La luna ahora mira por entre la rendija de una nube. No lo puede creer la luna: ve que la cancha de River se empieza a mover como una torta trasladada por infinitos enanitos. Decenas de miles de hinchas allá van, con el estadio entero sobre sus hombros. Allá van, sigilosos, callados, con la certeza de que eso que llevan en andas es un pedacito de patria.
El día siguiente aurorea sin nubes, el sol alumbra todo. Y el Monumental no está. Llegan periodistas, helicópteros, bomberos, policías, un juez y todo eso. Ni rastros del estadio. Alguien sugiere que se interrogue a la vieja Serafina Labruna. La ubican en el café de siempre, fumando su pipa. El juez, rápido le pregunta dónde está la cancha de River. Sin dejar de mirar por la ventana responde:
–Había una vez el Imperio Romano.
–Por el estadio de River, le estoy preguntando.
–Había una vez el Imperio Romano.
–Hace décadas que usted vive por acá, doña: algo tiene que saber. La escucho.
–Había una vez el Imperio Romano.
Harto de la respuesta se va el juez a interrogar a otros vecinos. Cuando les pregunte dónde está la cancha de River, uno por uno dirá la frase aprendida para siempre:
–Había una vez el Imperio Romano.
El autor es poeta, dramaturgo, cuentista, periodista, autor de una veintena de libros, entre otros: El último padre; De fútbol somos; Don Borges, saque su cuchillo porque...; La Misa humana; Vincent, te espero desnuda al final del libro. Para el cine escribió y dirigió el mediometraje Nicolino Intocable Locche. Sus libros más recientes: Perfume de gol, la biografía Mercedes Sosa. La Negra y Escritores descalzos.
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