El 29 de mayo de 1995, en el comedor de su casa de Córdoba capital, Gustavo Fernández jugaba a saltar desde una pequeña silla. Tenía un año y medio y no paraba de moverse. Se subía a la silla, saltaba de la silla. Se subía a la silla, saltaba de la silla. Su papá, Gustavo Ismael Fernández, actual técnico del equipo de básquet de Boca, escuchó el ruido que su hijo hizo al caer. Lo vio quieto en el piso. Le gritó que se levantara. El chico no se movía. La madre, Nancy Fiandrino, se acercó. Se asustaron: lo llevaron a una clínica. Los médicos les dijeron que había que esperar para saber qué tenía. Después de varios días de internación, seguían sin entender qué era lo que le pasaba a su hijo: quizás fuera un virus. No movía las piernas. Había que hacer más estudios. Usaron los ahorros que tenían para viajar a Estados Unidos, y allí, luego de varios controles, le diagnosticaron un infarto medular, producto de una malformación de una vena. Les dijeron los médicos: quedaría parapléjico desde la cintura para abajo. Les dijeron los médicos: le podría haber pasado a los 5, a los 15 o a los 20 años: en cualquier momento, en cualquier lugar. Les dijeron, una y otra vez, que le hubiese sucedido aun sentado en un sillón. Pero la culpa los asfixiaba. ¿Por qué lo habían dejado subirse y saltar de esa sillita? Empezaron terapia de pareja: mientras tanto, Gustavo vivía como si nada lo obstaculizara. Neurólogos, kinesiólogos, médicos se fueron sucediendo y alternando: se transformaron en parte de la rutina. Hubo un tratamiento experimental con biofeedback, una visita a un sanador en el Tigre y a un falso sacerdote. Mientras tanto, sin poder caminar, él crecía como cualquier otro chico.
Desde los 6 a los 11 años, durante los meses de vacaciones en Río Tercero, se iba al club en su silla de básquet, y tiraba al aro. O peloteaba frente al frontón. Horas y horas. Allí, fue imaginando lo que podría suceder. Fue corrigiendo su pegada. A los 12 años, se sumó a la Asociación Argentina de Tenis Adaptado (AATA): la única regla que se modifica es que se permiten dos piques en vez de uno solo. Al frontón, Fernández le sumó gimnasio. Tanto entrenamiento no fue en vano: el año pasado, con 23 años, ocupó el puesto número uno del ranking mundial de tenis adaptado. Fue el primer argentino en la historia en llegar a ese lugar.
Aprender del frontón
En Río Tercero no había mucha gente que jugara al tenis y, encima, Gustavo se pasaba muchas horas por día en el club. La única manera de canalizar sus ganas era en el frontón. Allí empezó a visualizarse ganando torneos y partidos. Soñaba. Se imaginaba cosas que, años después, lograría. No iba a ser fácil. A los 15 años, viajaba a Buenos Aires todos los fines de semana. Mientras sus amigos salían o se juntaban, él se instalaba en el Cenard. Dormía ahí mismo o en la casa de uno de los entrenadores. Con el tiempo, los resultados fueron llegando. En 2011, ganó la medalla de oro en los Juegos Parapanamericanos de Guadalajara. Cuatro años después, el abierto de Wimbledon en dobles. En 2016, venció en la final de Roland Garros al escocés Gordon Reid. El año pasado, ganó el abierto de Australia y fue finalista de Wimbledon.
En las siete u ocho horas peloteando solo tenía tiempo para imaginarse demasiadas cosas.
"Dejé de lado los cuidados físicos que tenía que tomar por el tema de mi discapacidad. El cuerpo me va a pasar factura, pero a mí me hace feliz dedicarme a esto. No me importaba si un médico me decía: «Pero si te dedicás al tenis te va a empeorar la escoliosis». Y bueno. ¡Que sea parte del sacrificio!"
–¿Siempre tuviste esa capacidad, esa perseverancia? ¿No te aburrías?
–Cuando realmente quiero algo, no analizo si es fácil o difícil de conseguir, directamente trato de hacerlo. Estoy tranquilo porque al tenis le di todo. Desde mi salud mental hasta mi salud física: incluyendo mi salud espiritual. Me entregué al ciento por ciento por el deporte, para concretar ese sueño que yo tanto tenía. Para ser exitoso, más allá de los resultados.
–¿Cómo entendés el éxito?
Creo que el éxito es tener un objetivo, luchar por ese objetivo y dejarlo todo para tratar de conseguirlo. A veces, alcanza con el resultado. Otras no alcanza. Yo perdí una final de Roland Garros, teniendo un match point, por una pelota que se fue así (hace un gesto con la mano, señalando unos cinco centímetros). El partido fue increíble, pero después, en el tercer set, el flaco se prendió fuego y me cagó a pelotazos. Hice lo que pude hacer. ¿Qué me voy a recriminar?
Sacrificio
Por año, Fernández participa en 22 torneos. En Buenos Aires vive unos cuatro meses. El resto del tiempo lo pasa en Barcelona, o viajando para competir. Ahora, vino para presentar el libro Hambre de lobo. Mi biografía, escrito por el periodista Sebastián Torok, que recorre su vida: las anécdotas de chico, los seis meses en los que en 2017 fue el número uno del mundo.
Sentado en una mesa de un club de tenis de Palermo, Fernández dice que esos seis meses pasaron rápido: no los disfrutó como hubiera querido. Piensa: este año trabajó (incluso) mejor, pero, sin embargo, descendió al tercer puesto del ranking mundial.
–¿Qué dejaste de lado para llegar hasta acá?
–Un montón de cosas. El tenis es muy demandante. Dejé de lado los cuidados físicos que tenía que tomar por el tema de mi discapacidad. Dejé de prestarle atención al tema de la escoliosis (una curvatura anormal de la columna vertebral que le provoca trastornos e incomodidades), de mis codos, de mis hombros. O incluso de la piel de las manos: se fisura y tengo que usar distintas cremas. Obviamente que, en algún momento, el cuerpo me va a pasar factura, pero a mí me hace feliz dedicarme a esto. No me importaba si un médico me decía: "Pero si te dedicás al tenis te va a empeorar la escoliosis". Y bueno. ¡Que sea parte del sacrificio!
Dice, el sacrificio no se limita a lo físico. A su novia Florencia Tagliaferro ha llegado a verla solo cinco meses en un año. Y les tiene pánico a los aviones: sufre al subir y también sufre cuando piensa que en un año puede llegar a sumar 50 vuelos. El primero de 2019 será el primer día de 2019, hacia Australia.
El sacrificio es uno de los temas recurrentes de charla con su equipo de entrenamiento. Hace más de 10 años que, para revisar los aspectos técnicos, trabaja con Fernando San Martín. Santiago Sánchez es su "coach mental".
–¿Cómo entrenás la presión?
–Mi entrenador me hace convivir con la presión todos los días: en cada minuto del entrenamiento. No me da respiro. Si me equivoco, me caga a pedos y eso me enseña a convivir con la presión. Por otra parte, tengo un entrenador mental que no deja que fuera de la cancha me relaje, para no tomar malas costumbres que después me perjudiquen en los partidos. Por ejemplo, el año pasado trabajé mucho la "no relajación". A veces, cuando estás en un partido ganando por mucho o lográs una diferencia importante, el juego decae. Y la idea es mantener la intensidad. Entonces, una forma de entrenarlo era eso: en mi vida cotidiana yo no era tan organizado, tan ordenado. Empecé a organizar mis entrenamientos, mis horarios, mis descansos. Ahora no puedo dejar los platos tirados. ¡Mi entrenador mental no me lo permite! (risas). Acomodar la ropa, ordenar todo. Es parte del sacrificio, pero te vas acostumbrando.
–La palabra "sacrificio" aparece una y otra vez. ¿Qué disfrutás del tenis?
–Últimamente, todo. Me encanta la previa, el post, el durante, el entrenamiento. Igual, lo que más me atrae es la competencia. La competencia me vuelve loco. La adrenalina competitiva es una adicción. Si bien me trae secuelas, porque la paso como el orto antes de entrar a la cancha y a veces después.
–¿Qué sentís?
–Tengo náuseas. Me hace estar odioso. La tensión precompetitiva es inevitable, pero es parte de lo que me gusta. El día que no esté más será el día en que el tenis ya no me importe. Ese día dejaré todo esto.
Capacidad
Fernández dice que, más allá de la disciplina, si no hubiese sido un apasionado en lo que hacía le hubiera costado superarse. Piensa, con disciplina, se puede alcanzar el máximo de las posibilidades, pero la pasión permite ir más allá. Es el único parapléjico completo del top ten. "Yo el límite lo he empujado por cabeza dura, por apasionado, por terco, testarudo: no me conformo y sigo. Y cuando me quiero acordar, me fijo y ya pasé el límite hace rato", comenta.
–Decías que mucha gente piensa que los discapacitados tienen una infancia sufrida.
–De chico no le daba importancia. Siempre hice un montón de cosas que, por ahí, de afuera se veían raras: andaba en patineta, corría en patineta, jugaba al fútbol desde el piso. Pero yo era feliz haciendo eso. No me importaba lo que pudieran pensar. De grande, veo los preconceptos que tienen las personas. Se cree que la discapacidad es una enfermedad. Y no lo es: vos podés tener una enfermedad que derive en una discapacidad, pero ser discapacitado no es ser una persona enferma. Aunque parezca una obviedad, muchos se confunden.
Fernández peloteaba cuando se dio cuenta de que desde afuera Ðokovic lo miraba sostenido. "¿Qué estará pensando este flaco?", se decía. Al final, cuando la pelota salió de la cancha, Fernández notó que Ðokovic lo esperaba para hablar. Charlaron un rato: el serbio le dijo que era inspirador.
–¿Hay mucha discriminación?
–Yo sufriría la discriminación si viene de alguien que me importa. Si una persona en la calle me insulta o en Twitter alguien me dice "paralítico" o "discapacitado" o lo que fuera, no me genera nada. Es más, hasta podría llegar a resultarme gracioso. Yo estoy muy seguro y muy tranquilo de esta persona que soy, y de qué es lo que soy. Y si alguien quiere intentar discriminarme, el prejuicio, el problema para resolver es de él. Eso no me afecta.
–¿Hay una especie de tabú con respecto a la discapacidad?
–Sí. Creo que la gente debería lograr un poco más de objetividad con respecto a la persona con discapacidad. A veces, está sobrevalorada o devaluada. Por ejemplo, a mí hay gente que me dice: "Sos un crack, sos un fenómeno" y es gente que no solo no me conoce como persona (lo que daría igual si se está refiriendo a un aspecto deportivo), sino que tampoco me vio entrar a una cancha. Me dice: "Sos un fenómeno", por el simple hecho de que estoy en silla de ruedas y juego al tenis. Del otro lado, están los que dicen: "No sos como Del Potro o Nadal, porque lo hacés en silla de ruedas". Si me vas a halagar o criticar, referite a mi tenis. No lo hagas porque estoy o no en silla de ruedas.
La costumbre del elogio
En junio de 2017, Fernández viajó a París para defender el título de Roland Garros que había ganado la temporada anterior. Entrenaba en Jean Bouin, un club exclusivo donde se juega el segundo Grand Slam de la temporada. Antes de ponerse a pelotear descubrió que, en la cancha de al lado, estaba entrenando el serbio Novak Ðokovic. Peloteaba Fernández con su entrenador, enfocado en la pelota, cuando se dio cuenta de que desde afuera el serbio lo miraba sostenido. "¿Qué estará pensando este flaco?", se decía. Fue un punto largo. Al final, cuando la pelota salió de la cancha, Fernández notó que Ðokovic lo esperaba para hablar. Charlaron un rato: el serbio le dijo que era inspirador, le preguntó si le costaba jugar en polvo de ladrillo, si las ruedas de la silla se le trababan, le dijo que debía de tener una fuerza tremenda. Al volver, Ðokovic le comentó a su fisioterapeuta: "Questo ragazzo è incredibile". Para el prólogo del libro, Rafael Nadal escribió: "He tenido la oportunidad de ver videos de Gustavo Fernández y, lo reconozco, me ha dejado asombrado. Es fabulosa la pasión que demuestra".
–¿Cuál sería tu potencia en la cancha? ¿Y cuál la desventaja?
–No soy el más habilidoso, pero le pego muy fuerte a la pelota y llego a lograr mucha intensidad mental en los partidos. Me he criado como un defensor, un contragolpeador y, a lo largo del camino, he desarrollado mis habilidades. Terminé siendo un jugador muy completo: sabiendo defender, trabar los partidos y lastimar mucho. Del otro lado, para competir en un nivel tan alto, necesito tener orgullo. Mucho. Pero a veces el orgullo tan grande, el ego me llevan a no poder exprimir mis capacidades. Cuando mejor juego es cuando saco el orgullo de lado y me concentro en lo que me indica mi entrenador. Tengo un poco de irregularidad mental que la compenso con una garra muy fuerte, pero estas irregularidades me terminan perjudicando. En partidos en los que tendría que haber mantenido la intensidad, terminé teniendo un alto porcentaje de error. Y eso me salió caro.
–¿Y cómo equilibrás la necesidad y el control del orgullo?
El ego y el orgullo son necesarios porque, para competir contra otros, te tenés que saber bueno, tenés que sentirte capaz y tener confianza en vos mismo: el tema es saber guardarlo o retrotraerlo para aprender a escuchar. Porque cuando te ponés necio o terco, el ego te juega en contra. Muchas veces estás ahí, en medio del partido, con las pulsaciones altas, y no lográs ver las cosas que te dice alguien desde afuera. Tenés sensaciones equivocadas: creés que el partido es de una forma y está siendo de otra. Me ha pasado de decir: "Juego por abajo y lo cago a saques". Y el otro devuelve, devuelve, devuelve. Y yo: "Así, le gano igual". Y no. No le gano igual. Con humildad podría ver cuál habría sido la manera.
En pretemporada, su día empieza con una hora de gimnasio. Luego, tres horas de tenis. Almuerza. Hace una hora más de preparación física y termina con dos horas de kinesiología. Las incorporó en los últimos dos años por el desgaste que le imprime al cuerpo.
Sea lunes, miércoles o viernes, la rutina es la misma. Cinco horas y media de trabajo físico y una hora y media o dos más de kinesiología. Día tras día, exactamente igual. Dice, lo tolera porque tiene muy claro su deseo. Con dudas, piensa, es muy fácil confundirse. Si uno no sabe por qué lo hace, el sacrificio no vale la pena. No puede disfrutar de nada. Pero si uno entiende lo que quiere y sabe cuáles son las condiciones de juego, se acostumbra a que la competencia, el ganar, el perder, que te vaya mal o te vaya bien, sean partes de un todo. Y, dice, ese todo es lo más importante.
–¿Cómo manejás las críticas?
–Las críticas pueden ser duras o con mala leche, pero si se basan en algo concreto y sabés pensarlas: sirven. Las críticas barderas, como los halagos porque sí, no te ayudan para nada. Muchas veces me intentan halagar con un montón de cosas que para mí no tienen sentido. Y por ahí una persona dice algo simple, pero que yo siento sincero: eso realmente se agradece.
–¿Hay que acostumbrarse a los elogios?
–En un punto sí, porque si no, te pueden confundir. Algunos piensan que cualquier cosa que haga alguien en silla de ruedas está bien. Y no, no cualquier cosa que hagas está bien. Si vos estás todo el tiempo escuchando: "Qué crack", "qué fenómeno", es fácil que pienses: "No lo hice tan mal", aunque lo hayas hecho pésimo. Porque muchas veces jugás contra otros, pero muchas otras jugás contra vos.
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