El autor de “Cien cuyes”, premio Alfaguara 2023, habla en su obra de la eutanasia y la necesidad de naturalizar la muerte
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Eufrasia es una sicaria misericordiosa que vive en Lima, y en un momento de su vida se enfrenta a un doble dilema: si matar o no a los viejitos que cuida en una residencia, y si cobrar o no por hacerlo. Así describe Gustavo Rodríguez a la protagonista de su última novela Cien cuyes, Premio Alfaguara 2023.
Es una novela atravesada por el tema de la eutanasia y la necesidad que tenemos como sociedad de naturalizar la muerte y hablar de ella hasta con una dosis de humor.
En medio de la gran disyuntiva, Eufrasia recuerda que alguna vez un tío le había dicho que con 10 cuyes, o cobayas como se les conoce a estos roedores de los Andes en algunos países, uno podía empezar un negocio. Así que la protagonista termina fijando un precio para matar a sus “clientes”: será el equivalente a 10 cuyes.
A partir de ahí, la novela de Rodríguez decanta en otros temas como la vejez y la preocupación por la dignidad de ese momento de la vida.
BBC Mundo conversó con Gustavo Rodríguez en el marco del HAY Festival Arequipa, que se acaba de realizar en esa ciudad peruana.
—En tu novela llama la atención la naturalidad de los diálogos para hablar de cosas que pueden ser muy pesadas como la muerte. Por ejemplo cuando Jack al final de su vida dice: “Cuando uno está cansado, lo que quiere es que se acabe”. ¿Buscabas a propósito ese tono?
—Cualquier escritor que te explique por qué escribió una novela te va a mentir. Sin embargo, a posteriori, yo sí he llegado a identificar algunos elementos de preocupación que flotaban en mi cabeza y uno de ellos es el de la necesidad de naturalizar la muerte como un fenómeno que nos acompaña desde que nacemos.
En los años anteriores a que yo me sentara a escribir Cien cuyes, he tenido largas conversaciones con tanatólogos, los que estudian la muerte. Soy un convencido de que mientras menos naturalizamos la muerte desde pequeños, los duelos pueden ser más crueles, y que mientras menos hablamos de aquello que tememos, pues a la larga, cuando ocurre, el martillazo va a ser mucho más demoledor.
—Algunos de tus personajes, incluso yo creo que van más allá de naturalizar el proceso. Hay partes que son hasta tragicómicas.
—Sí, a mi preocupación por naturalizar la muerte se le sumó ya en una instancia posterior, la preocupación por la dignidad al morir, digamos que a la muerte se le añadió la dignidad.
El argumento tiene mucho humor negro, como la aparición de una sicaria misericordiosa en una ciudad como Lima, en una capital latinoamericana. Desde esa premisa, ya uno intuye que va a haber humor negro en la novela.
Creo que sin humor y sin ternura estos temas tan difíciles de tocar cara a cara -como el envejecimiento, la muerte y la dignidad del morir- no serían digeribles. Por fortuna en mi auxilio acudió esa propensión mía personal de suavizar mi entorno utilizando el humor como herramienta.
—Si pudieras definir cómo deberíamos de hablar de la muerte para que sea más sano, ¿cómo piensas que debería ser esa conversación?
—Deberíamos hablar de la muerte con la misma naturalidad con que hablamos sobre de qué vamos a comer hoy. Es decir, yo debería ser capaz de decir cómo quiero mi velorio, así como digo, qué quisiera cenar en la noche. Y el humor, como decíamos, siempre ayuda.
De hecho, yo he tratado de naturalizar el tema con mis hijas a través del humor. Cada vez que yo me subía a un avión cuando eran pequeñas les mandaba un mensaje diciéndoles: chicas, la clave de la caja fuerte es… y cortaba. Es una manera de transmitir la idea de que la muerte está en cualquier parte, en cualquier circunstancia y que debemos esperarla con humor resignado, diría yo.
—Recuerdo una línea que dice “envejecer es tener cada vez menos conversaciones”. Después de escribir este libro y de conversar con tantas personas sobre la vejez, ¿en qué pensás que les estamos fallando a nuestros mayores como sociedad?
—No estamos acostumbrados a hablar del envejecimiento de nuestros padres. Simplemente no lo conversamos. Tampoco hablamos del envejecimiento que cada uno va a tener que afrontar.
Entonces son conversaciones muy emotivas las que tengo con mis lectores a raíz de este de esta novela. Y eso me está diciendo que lo que le debemos a nuestros mayores es más debate sobre sobre esa instancia de la vida. Les debemos eso para empezar. Lo deseable es tener políticas públicas, que se ocupen de la tercera y cuarta edad, pero nunca va a haber política pública si antes no hay una conversación colectiva.
Creo que la invisibilización de la vejez desde un punto de vista mediático o su caricaturización, va a ver refrenada cuando empecemos a darnos cuenta de que nos estamos convirtiendo en sociedades longevas y que que dentro de no mucho tiempo los viejos van a ser mayoría. Conforme aparezcan más obras que conmuevan con respecto a este tema, pues más nos animaremos a debatir.
—En tu libro también hay una reflexión sobre la importancia de la memoria y el papel que tiene en ese momento de la vida...
—Sí, una cosa que descubrí después de escribir “Cien cuyes”, y teniendo conversaciones con muchos lectores, es que uno de los pilares que hacen que uno pueda levantarse con cierto optimismo al día siguiente es tener referencias compartidas con la gente.
En la medida en que uno siente que sus referencias se van perdiendo, o sea que ya no existe la cafetería de tal lugar, que ya no ponen la música tal, ya se murió tal actor, y ya no tienes con quién conversar de estas cosas, pues te vas quedando solo, y sientes que el mundo se va desintegrando a tu alrededor como una tableta de alka seltzer. Y eso es lo que ocurre finalmente.
La memoria es uno de los grandes cohesionadores de las sociedades. Cuando ya no tenemos con quién compartirla perdemos nuestro lugar en el mundo. Y eso es lo que les ocurre a tantos ancianos.
—Un tema tangencial en la novela es la eutanasia. ¿Cómo fue tocar ese tema en un contexto como América Latina?
—Lo interesante que tiene la literatura es que a través de ciertos personajes un lector puede simular, o sentir incluso, cómo puede sentirse una persona en determinado trance. El desarrollo de la empatía es importante para generar leyes que sean más justas con las minorías que sufren.
Yo trato de que mis voces narrativas no juzguen a los personajes, que sean los personajes los que revelen su problemática al lector a través de sus acciones, pensamientos y diálogos. Claro, a veces es imposible que la opinión del autor no se filtre también a través de su voz narrativa.
Yo al escribir la novela también me di cuenta de que finalmente soy un defensor de la libertad de cada quien para vivir su vida con toda la plenitud posible, con toda la dignidad posible. Mientras no haga daño a nadie, obviamente. Esto es a título personal. La novela obviamente no lo dice de manera tan clara como lo digo ahora.
Y que sobre todo, esto es muy importante tenerlo en cuenta en sociedades desiguales como las nuestras, porque la calidad de vida en nuestros países depende de una ruleta. Si la lotería te hizo nacer en un hogar rico es muy probable que tus nietos sigan siendo ricos; si eligió para ti el boleto del hogar pobre, es muy probable que tus hijos sigan siendo pobres.
Si no podemos controlar el entorno, o sea las circunstancias en las que vamos a nacer, controlar por lo menos las circunstancias en las que vamos a morir sería un buen consuelo.
Por eso yo elegí escribir mi novela desde el ámbito doméstico e íntimo de los personajes, porque si hubiera metido algún político, alguna figura populista que necesita tener alianzas religiosas, pues otro sería el tono de la novela. En mi novela no hay cinismo, porque no hay políticos.
Lo que he intentado hacer es meter a los lectores a las habitaciones y a los entornos de gente con determinadas carencias y que no tiene vocería pública, para que nos ocupemos de esas necesidades. Creo que esa decisión es la que ha logrado que, finalmente, no haya mayor polémica ni escándalo sobre la problemática que trata la novela.
—Culturalmente en América Latina la familia es muy importante. Sin embargo, muchos personajes de tu novela están solos. ¿Esto es un reflejo de la soledad que incluso en nuestras culturas se puede sentir en la vejez?
—En la novela yo elegí dos tipos de ancianos, en cuanto a su entorno. Hay algunos que viven en soledad y hay otro grupo que vive acompañado en una residencia y la pasa mejor porque comparte más sus vivencias y sus referencias.
Pero, en América Latina somos muy de vivir en familia y de que nos parezca un pecado enviar al padre o a la madre a una residencia. Creo que finalmente eso va a tener que ir cambiando y vamos a tener que ser más elásticos con nuestros juicios sobre esa costumbre.
Nuestras ciudades cada vez tienen menos remedio, cada vez son más grandes, más caóticas, tienen más tráfico y cada vez nos matamos más en los trabajos. Entonces, cada vez va a ser más difícil que nos hagamos cargo de nuestros seres queridos.
Un amigo que leyó la novela me dijo, “me hiciste sentir menos culpable por la decisión que tomamos con mis hermanos acerca de enviar a nuestra madre a una residencia en Lima”. Y, por fortuna para él y su familia, su propia madre le confirmó que prefería sentirse acompañada de coetáneos en la residencia y tener actividades con ellos que sentirse sola en un lugar ocupado por una familia que tiene que salir a trabajar.
Me parece que en América Latina se van a dar ciertos cambios culturales que en otras sociedades occidentales ya ni se ni se discuten.
—Hablemos ahora de Eufrasia, la “sicaria misericordiosa”, que es una mujer que pertenece a una clase social obrera y cuida a ancianos de una clase digamos acomodada...
—Es claro que el rostro del cuidado en el mundo, o al menos en Occidente, es femenino. Y en sociedades como las nuestras, y en algunas de Europa, también tiende a ser ocupado por rostros femeninos de condición migrante.
En el caso de América Latina y de mi país (Perú), se trata de migración interna, de lugares periféricos, gente que llega a las ciudades más integradas. Eufrasia encarna ese fenómeno definitivamente. Y -a pesar de que una novela no tiene por qué ser denunciadora, o no debe serlo a propósito- es imposible que al tratar de retratar una realidad no se cuelen puntos de vista sobre la desigualdad en este caso.
Yo creo que el hecho de que una mujer sea protagonista de una novela implica que también ese personaje cargue las distintas contradicciones y cargas extras que cargan también las mujeres en la vida real.
En nuestras sociedades, al menos en la peruana, la escalera de la desigualdad tiene un pináculo ocupado por un hombre de ciudad blanco, con estudios universitarios, cosmopolita, pero en el otro extremo también el rostro de la pobreza es femenino y no occidental.
—Resultan interesantes los diálogos internos de Eufrasia, cuando se pregunta por ejemplo, ¿por qué decidió tener un hijo de un desconocido? Y se responde: Para que me cuiden en la vejez.
—Sí, tener un hijo como una jubilación. Es dolorosísimo. Yo mismo me sorprendía ante ciertas verbalizaciones de los personajes, que son duras. Por ejemplo, cuando Eufrasia le dice al doctor Harrison, “la gente con plata puede darse el lujo de tener dinero de jubilación, nosotros los pobres para eso tenemos a nuestros hijos”.
Muchas veces la literatura, al verbalizar con emoción los datos, las estadísticas, pues puede generar más reverberaciones en la sociedad.
—¿Por qué en la sociedad sigue cayendo el cuidado de los mayores sobre las mujeres?
—Porque desde tiempos arcaicos la división social ha tendido a otorgarle al hombre el espacio de fuera de la casa, o fuera el hogar y a la mujer el espacio dentro del hogar. Uno ve la biografías universales y los hombres son los guerreros, los aventureros, los descubridores, los que están afuera. Las mujeres son las que están dentro de la casa.
Entonces este yo creo que responde a esta a esta propensión masculina dominante a decirle a las mujeres, mientras yo estoy afuera, tú quédate cuidando en casa. No cambiemos los papeles.
*Por Ana María Roura
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