Guillermo Saccomanno, un escritor de dos mundos
Trabajó como guionista de historietas y creativo publicitario. Para abocarse a la escritura eligió Villa Gesell, donde escribió la novela que ganó el Premio Nacional. Sin embargo, vuelve a Buenos Aires cada quince días
El departamento de dos ambientes en la zona de Retiro, donde transcurre la entrevista, tiene algo de buhardilla de estudiante: muchos libros, una máquina de escribir sobre una mesa alargada, paredes desnudas, un solo sillón. De jeans gastados y camisa grafa, inquieto, el dueño de casa desgrana opiniones fuertes y apasionadas acerca de todo aquello que le interesa. Guillermo Saccomanno parece haber descubierto el secreto de una juventud, si no eterna, al menos prolongada, y como al pasar desliza la fórmula: "En algún momento uno tiene que jugarse por los absolutos. Es mejor apostar a aquellas ideas de adolescencia o juventud que a las convenciones de la edad de la razón", dice, a propósito de su vida en Villa Gesell, donde se afincó hace casi una década y hoy pasa la mayor parte del año.
Allí, en Gesell, aplica lo que él mismo llama poética de la restricción: una existencia gasolera y esencial, sin televisión ni video, que en compensación le regala tiempo para hacer lo que más le gusta: leer y escribir. Y quizás allí, también, a través de sus amigos pioneros de la Villa Gesell hippie y alternativa de fines de los años 60, de algún modo se mantiene fiel al espíritu de esa época de ebullición creativa, donde convivían la música, la contracultura y la utopía de cambiar el mundo.
En diciembre último, a los 53 años, Saccomanno recibió el Premio Nacional de Literatura por su última novela, El buen dolor, de manos de un jurado integrado por Liliana Heker, Antonio Dal Masetto y Jorge Panesi. Se trata de una historia de sesgo autobiográfico, en la que el autor da una nueva vuelta de tuerca sobre un tema (la relación padre-hijo) que había transitado en libros anteriores, especialmente en Situación de peligro (cuentos, 1986, Premio Club de los XIII).
A la hora de hablar de la obra premiada, el escritor rescata una idea del norteamericano John Cheever, que da cuenta del cruce entre realidad y ficción: no se puede arreglar en la literatura aquello que antes no está arreglado en la vida. "Trabajé en el libro durante diez años. Llegó a tener varias versiones. Cuando murió mi padre volví sobre la historia, y sólo allí tomó otra perspectiva", cuenta. Pero al mismo tiempo previene: "Con la experiencia sola no hacés nada. Las relaciones familiares son siempre conflictivas, y la mía con mi padre no creo que haya sido más impactante o difícil que la de muchos. La escritura es lenguaje, forma. Hay una operación literaria de por medio. Tenés que traicionar la verdad para que te la crean".
Quizá la misma atracción por los márgenes que lo llevó a recalar en Gesell lo empujó, en los tiempos de su paso por Filosofía y Letras, hacia géneros considerados menores, como la historieta y el policial negro. Su amigo el guionista Carlos Trillo lo introdujo en el ambiente, y a principios de los años 70, con poco más de 20 y escondido detrás de distintos seudónimos, "para que no se notara que unos pocos escribíamos mucho", empezó a publicar sus guiones en las revistas de la editorial Columba, como El Tony, Fantasía y D’Artagnan.
"Trabajé con Breccia, con Solano López, con Mandrafina –recuerda–. En esos años hay dos tipos que me marcan como narradores: Rodolfo Walsh, que cruzaba periodismo con literatura, y Héctor Oesterheld, que planteaba que un escritor, o un guionista, era ni más ni menos que un contador de historias. Para él había una cuestión de rigor, porque el lector para quien escribía tal vez no tenía otra conexión con la lectura que esa historieta. El de guionista era un trabajo serio, un oficio, y había que hacerlo lo mejor posible."
En aquellos años la serie negra estaba de moda, y Saccomanno pergeñó un negocio editorial en sociedad con Trillo. "Conseguimos imprentero y distribuidor, y nos lanzamos a escribir novelas policiales con seudónimo. Había que entregar urgente las dos primeras, y con Trillo nos encerramos a escribirlas en un fin de semana, una cada uno. Cuando alguno se trabucaba con la trama, el otro le decía cómo seguir. Si la acción transcurría en París, algún libro de Simenon nos ayudaba a ubicar una calle o una geografía concreta. Inventábamos el nombre de un autor, Lester Miller, por ejemplo, y en la contratapa poníamos supuestos elogios de Ian Fleming o de Le Monde sobre él, cosas que después se repetían por la radio. Invertimos unos 250 dólares y no perdimos plata, pero la censura de López Rega terminó con la aventura."
Por entonces, el autor de Bajo Bandera (cuentos, 1991) incursionaba también en publicidad (llegaría a ser director creativo de Solanas, Lautrec, Graffiti y otras agencias), mientras su impaciencia conspiraba contra una carrera prolija que desembocara en lo obvio, un título universitario. En su caso, los estudios de Letras quedaron inconclusos. "Cuando se aproximaban los latines, que eran un tedio insoportable, me pasaba a Sociología. Entre Franz Fanon y el latín, me quedaba con Fanon", dice.
Pero todo confluía en la literatura. Vistos en retrospectiva, las distintas disciplinas con las que se ha ganado la vida aportaron lo suyo al escritor que, empecinado, venía forjando su oficio desde aquellas iniciáticas lecturas de Roberto Arlt, en la casa paterna de Mataderos. De hecho, mientras despachaba guiones y comerciales iba consumando su obra narrativa. "En Letras tuve a profesores como Jorge Rivera y Noé Jitrik, que te enseñaban a leer. Tenía esa base, pero también estaba esto de los géneros marginales, que te dan una gimnasia única. Ahí tenés que vencer el horror al vacío, tenés que entregar. La historia tiene que estar mañana porque hay un dibujante esperándola. Y lo mismo la publicidad. El aviso sale ya, y se te tiene que ocurrir algo."
En Gesell, el creador de los cuentos urbanos de Animales domésticos (1994) perdió el apuro. Ahora que es escritor de tiempo completo puede entregarse sin culpa a la lectura de libros de más de 500 páginas mientras trabaja, de manera simultánea, en un volumen de cuentos y en una novela de largo aliento. Todo eso sin dejar de encontrarse con sus amigos, claro, entre los que se cuentan dos grandes narradores orales como el Gaucho Miguel Paz, de Ayacucho, encargado del edificio donde vive, y el arquitecto Carlos Cottet, dueño del hotel Arco Iris, "un maestro en contar infinidad de veces la misma historia sin repetirse nunca".
Escritor de dos mundos, Saccomanno disfruta el contrapunto entre Gesell y Buenos Aires, donde regresa cada quince días para dar taller literario, entregar alguna colaboración periodística y ver a sus hijas (Carla, Ornella y Carmela, frutos de tres parejas diferentes) y a algunos amigos escritores, como Juan Forn, José Pablo Feinmann, Eduardo Belgrano Rawson y Pedro Orgambide. De algún modo, sus dos domicilios le proponen realidades que se complementan. "Desde pibe quise vivir en la zona de Retiro. Acá tenés el tren, el puerto, la Terminal de Omnibus. Hay una galería de personajes muy vasta: los yuppies de Catalinas, el tilinguerío de Puerto Madero, las chicas del bar de la esquina que parecen secretarias ejecutivas, los pungas que los sábados salen a la pesca de turistas rubios, la gente de las oficinas, de los pubs. Te sentás en el bar y el mundo está en acción –se entusiasma–. En Gesell, en cambio, tengo la posibilidad del silencio, la presencia del mar, que para mí es cada día más importante. Acá tenés la información, pero aquello que se vincula con el saber, que es otra cosa, lo tenés allá."
Esta suerte de gozoso retiro en las dunas de la costa atlántica, sin embargo, no vino sólo por la búsqueda de un entorno más natural. Hubo algo más concreto y urgente: una cuestión de economía. Un buen día, el autor de La indiferencia del mundo (cuentos, 1997) descubrió que quería poner todas las fichas en la literatura y dejar atrás la publicidad y los cómics. "Allí aparece la poética de la restricción –dice–. Menos es más. Esto que a lo mejor se ve en mi prosa, lo adopté también para mi vida. No tengo televisor, no tengo auto. Pasé a la computadora hace un año y medio, porque fue un regalo de mis hijas y mi madre. Con tres camisas y dos jeans yo me arreglo todo el año. En esto coincido con Faulkner: para escribir necesito un poco de tabaco y un poco de whisky, y no más que eso."
A poco de desembarcar en Gesell para quedarse, Saccomanno recordó una idea que había oído en boca de Dal Masetto: “Todo lugar al que uno llega es un territorio a conquistar”. Impaciente por ponerla en práctica, le propuso al diario Página/12 una serie de notas sobre la historia del pueblo. Detrás, como siempre, aguijoneaba la necesidad: tenía a su última mujer embarazada, y le faltaba dinero para pagar el alquiler del departamento. "Cuando las notas se empezaron a publicar me querían matar. No era la historia oficial", recuerda.
Para el escritor, hoy completamente integrado al paisaje local, Gesell conserva costumbres de pueblo a la antigua y mantiene lazos de solidaridad que en Buenos Aires se han perdido. "La gente se saluda en la calle, conocés al plomero, al electricista, al verdulero", cuenta. Al mismo tiempo, vivir en la periferia, alejado de los grandes centros urbanos, le permite cultivar una mirada distanciada y crítica.
Hoy, Saccomanno trabaja en un libro de cuentos donde revisita la temática de la familia y la infancia y, al mismo tiempo, en una novela que recorre la historia argentina desde 1955 hasta nuestros días. "El personaje principal es una chica que nació en cautiverio, en un campo de concentración de la última dictadura militar. Lleva un diario íntimo, y viaja a la Patagonia con la esperanza de encontrar allí a su madre para entregarle esos diarios de ausencia. Es una novela de varias voces y muchas historias", anticipa.
La vida, que sopla donde quiere, está a punto de iniciarlo en un nuevo oficio, para el que se predispone con felicidad. Su hija mayor, Carla, de 26 años, espera para estos días de verano el nacimiento de una niña que se llamará Lola.
La proximidad del mar parece haber profundizado en él esa dimensión contemplativa que, según el imaginario colectivo, se espera de un abuelo. De todos modos, más allá de su nueva condición, seguramente Saccomanno seguirá viviendo en pisos con aire de buhardilla, así como vistiendo jeans gastados y camisas grafa mientras opina con pasión acerca de las cosas del mundo y los libros.
La espera de una ola
Por Guillermo Saccomanno
Al terminar la temporada, cuando la playa se vacía de veraneantes, aparecen los surfistas. Los balnearios ya levantaron las carpas. La costa es un horizonte de viento, arena y mar. Entonces se los puede ver. Los surfistas parecen haber estado siempre ahí, a unas brazadas de la orilla, en la rompiente, esperando.
Ahora el mar les pertenece como nunca. Y van a permanecer en el agua, agazapados, aun contra el presagio de una sudestada. Hay algo que llama la atención al verlos achicados en la distancia, asomando apenas en la magnitud del océano. Observarlos desde acá, desde la playa, en lo que dura esa espera, la espera de esa ola, tiene mucho de misterio y revelación.
A veces los surfistas están desde la mañana temprano. A veces, si el día empezó tormentoso, recién llegan al mediodía, cuando un resplandor débil se filtra entre las nubes densas. Sin embargo entran en el mar, se quedan un tiempo largo. Quien los observa se pregunta por qué no aprovecharon esa ola. Pero la ola que el observador calcula apropiada no es, con seguridad, la que está esperando ese surfista que sujeta la tabla. Esa ola esperada es como un sueño personal, privado, inaccesible. Sólo el surfista sabe lo que está esperando. Sólo él.
Hay momentos en que el mar está demasiado calmo. La superficie se aquieta, es una extensión de sosiego. Y esa calma, se advierte, es una premonición. Después de un rato, indolentes, empiezan a formarse algunas olas. Entonces los surfistas se preparan. Aun desde lejos puede advertirse ese suspenso del cuerpo sobra la tabla, los músculos en tensión, listos para el salto y el viaje a lo largo de la ola.
Con suerte, y no sólo con destreza, el envión puede durar unos segundos largos. Acá, en esta costa atlántica, las olas suelen ser engañosas en su duración, quizás interminables para el observador, pero nunca lo bastante para el surfista. Si se quiere una ola adecuada hacen falta entonces, además de reflejos, ese golpe de suerte que convertirá en proeza ese tiempo tan corto del equilibrio vertiginoso en la cresta de espuma. Pero para que ese golpe de suerte ocurra es necesario estar en el agua, siempre, esperando.
Uno puede preguntarse cómo se explica ese misterio y esa revelación que está y no está en la ola. Quizás el misterio se explica en la espera. Y la revelación, en la fugacidad de ese deslizamiento en el que la existencia, de golpe, es viento.
¿De qué estoy hablando?
De escribir.