El New York Times elogió a las islas Malvinas como uno de los destinos a conocer en este año. Y no se equivocan: son una invitación a experimentar todas las emociones, desde la congoja que producen los escenarios de la guerra hasta el bienestar de charlar con sus habitantes, café de por medio, al resguardo del calor y con vista al mar.
Es imposible recorrer las Malvinas despojado. Las islas son un estímulo permanente a nuestros cinco sentidos y, al mismo tiempo, un juego infinito de contrastes. Debido a la historia reciente, los argentinos las asociamos naturalmente con la guerra. La primera visión que se tendrá sobre el territorio se acomodará a ese preconcepto: el aterrizaje del único avión semanal que -por ahora- toca esa tierra (de LATAM) se produce en una base militar, Mount Pleasant. Es producto de una escala en el vuelo de ida que parte de Punta Arenas, en Chile un sábado al mes y que hace escala en el regreso la semana siguiente. En breve se estará poniendo en marcha una segunda alternativa, producto de una escala que la misma línea hará bajo ese plan semanal, pero de un vuelo proveniente de San Pablo.
"Les recordamos que está prohibido tomar fotos en el aeropuerto", advierte la azafata aún en el aire. Y luego reparte un folleto interminable con recomendaciones que van desde no robar elementos de los sitios de batalla hasta no enrostrar banderas auriazules a los habitantes locales.
Sin embargo, todo ese pensamiento hostil se desvanece ante el contacto con el primer kelper: la palabra que más se les escucha decir es "paz". La pronuncian a cada momento, en cada charla. Y no se trata sólo de una cuestión enunciativa: basta recorrer Ross Road, la calle principal de Stanley (Puerto Argentino para nosotros) para poder respirar esa paz. El viento, inclemente, golpea y produce un cierto placer, un estado de bienestar difícil de explicar.
Rodeadas por el Atlántico sur, las islas se encuentran a 490 km al este de la Patagonia. El archipiélago lo componen más de 700 islas que abarcan 12.173 kilómetros cuadrados. Otro modo de acceder a las islas es a través de numerosos cruceros. Algunos parten desde Punta Arenas en Chile para un pequeño recorrido, pero muchos otros van hacia la Antártida y hacen escala en las islas. En estos casos, sólo por la jornada diurna. Esta última es la forma más común de visitarlas, algo que hacen 60.000 turistas al año.
En esa arteria se encuentran los dos hoteles (el Waterfront y el Malvina House), un supermercado (el West Store), las pocas tiendas de souvenirs, los edificios públicos y la Catedral. Son apenas unos quinientos metros que le permiten al viajero formarse un panorama visual de una ciudad que alberga 2100 de los 2500 habitantes que viven permanentemente en Malvinas (sin contar los alrededor de 1500 militares que cumplen funciones en Mount Pleasant). Tanto en Waterfront como en West Store hay cafés con sillones para tomar algo caliente y comer algo dulce de cara al mar. La mejor experiencia que un viajero puede tener aquí es conversar con los locales: amables y bien dispuestos, todos tienen alguna buena historia que contar, relacionada con la pesca, la esquila, la vida cotidiana en las granjas…
Vida de turista
Alex Olmedo, chileno, es chef. Comenzó su estancia visitando las islas y poco a poco se quedó. Es propietario de sitio vip del centro: The Waterfront Boutique Hotel que, además posee un servicio de comidas todo el día en el Kitchen Cafe."Armé una carta inspirándome en los productos locales, aquellos que vienen de los camps y que nos permiten haber generado una personalidad propia. Hemos trabajado en soledad para crear un mercado interno y lo hemos logrado. Aprendimos a administrar los recursos y hoy nos autoabastecemos".
En la mesa de Olmedo se sirven remolacha, queso de cabra, bacalao, bagre, tomate criollo, pollo, cordero, pavo y cerveza local... todo venido del campo de las islas. En tanto, en el Malvina House Hotel, el más antiguo del archipiélago, gambas, calamares, tocino, chorizo, brócoli, coliflor, espinaca y zanahorias, todos ingredientes de producción isleña.
En materia de alojamiento, la propuesta se completa con una serie de alternativas del estilo bed & breakfast, como la de Lookout Lodge, un hotel de bajo costo con 60 habitaciones y baño compartido, a diez minutos a pie desde el centro. Lafone House está dirigida por la hospitalaria Arlette, que una vez fue anfitriona del duque de York. Malvina House Hotel es la opción más lujosa en el paseo marítimo, con un excelente restaurante adjunto. Bennett House B&B permite a los viajeros acampar en el jardín trasero, mientras que el Shorty's Motel tiene un restaurante casero muy aceptable.
Luego, las visitas inevitables. El cementerio de Darwin, donde descansan los soldados argentinos caídos en batalla, encoge el corazón. Lo mismo ocurre en los sitios donde están las trincheras, en los montes, en Fitz Roy: los objetos dejados allí mismo, donde quedaron, dan una sensación de inmediatez con la tragedia que hace imposible contener las lágrimas. Hay desde helicópteros hasta pertenencias mínimas de los soldados. El dolor se palpa. En Gipsy Cove, en cambio, emerge la incredulidad: una playa de arenas blanquísimas y mar azul, que podría ser un destino caribeño, es totalmente inaccesible porque tiene plantadas, a lo largo de todo su perímetro, algunas de las 20.000 minas antipersonales que quedan en las islas y que un conjunto de inmigrantes africanos, de Zimbabue, está ayudando a desactivar.
De nuevo, los contrastes: la tristeza de estos recorridos se combina con la alegría que produce escuchar el griterío de los miles de pingüinos que llegan a reproducirse a las costas de Volunteer Point. Para llegar, es necesario recorrer en auto una hora y media de campo traviesa, por caminos que no tienen marcados ni una huella de neumático.
Si hablamos de excursiones, otra de las más llamativas es la de Lisa Lowe (63 años, octava generación en las islas) que junto a su marido Adrian (68, irlandés, en las islas desde los 70) manejan la granja Murrel. Cuando el buen tiempo llega, los Lowe se embarcan en su proyecto Kidney Cove Tours que, además de hacer turismo rural en su propia estancia, realiza excursiones en tanto reparten la leche y la manteca para los más de 80 albergues existentes en las islas.
No es un destino turístico cualquiera: es un viaje que se vive de cuerpo y alma. Por eso, apenas uno sube al avión para regresar al continente, tiene una única preocupación en la cabeza: cuál es el mejor momento para volver.
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