Cien años de glamour y de historia en el fashion film de Gucci que celebra su centenario.
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Los puristas de la moda ya contaron la versión oficial de las celebraciones por el centenario de Gucci: el fashion film que su director creativo durante los últimos seis años, Alessandro Michele, presentó en coincidencia con el lanzamiento de su última colección en el que resume la historia de la casa de marroquinería artesanal fundada por Guccio Gucci en un pequeño local de la Via della Vigna Nuova, en Florencia, en 1921, con un repaso por sus referencias fundamentales.
En quince minutos, “Aria”, el corto dirigido por Floria Sigismondi busca registrar el ADN de una de los nombres más icónicos del lujo italiano sin renunciar a un presente en el que supo adaptarse tal vez con más velocidad que muchos de sus rivales más tradicionales a una tendencia donde ni la ropa ni los accesorios tienen género. Lo fluido como nuevo sello de marca y de época atraviesa el estilismo hasta el final que la realizadora sintetiza con modelos y prendas que vuelan sobre un campo de flores, en una fantasía etérea, transhumana.
Desde el mítico hotel Savoy en el que el creador de la firma comenzó como botones, todo tiene lugar sobre una pasarela hollywoodense rodeada de flashes y reflectores que evoca ese pasado dorado y decadente donde una Marilyn a días de morir escribió en su anotador de cuero con la doble G que esperaba la entrega de un vestido Gucci recién encargado.
Desde las botas, estribos y cascos ecuestres que iniciaron el imperio familiar, al poder sensual con el que el texano Tom Ford lo revitalizó en los noventa, y con el que sacudió también a todo el mundo del diseño. Desde los arneses y cadenas inspirados en Madonna, musa y fetiche de Alessandro, a la colaboración con Denma Gvasalia, de Balenciaga, para fusionar incluso los logos de los dos gigantes del grupo Kering en un solo traje. Una imagen poderosa y capaz de dar la vuelta al mundo a la velocidad de las redes para mostrar la evolución de una marca centenaria: de la pequeña marroquinería familiar al conglomerado multinacional de lujo.
Pero, ¿se puede ser purista acaso al pensar en Gucci? Aunque el fashion film de Sigismoni omite prudentemente las alusiones a los años más tormentosos de la compañía, y la estética de Michele es tan austera que muchos hablan de su pradización, la propia dirección creativa entiende que la gran apuesta de los festejos de este aniversario no está precisamente en ese corto. La película basada en el libro de Sara Gay Forden The House of Gucci, que Ridley Scott acaba de terminar de rodar con Lady Gaga y Adam Driver, agrega la pieza que falta en la línea temporal y logra que la marca se apropie por primera vez de la historia de la que quiso despegarse durante décadas y la glamourice: la del crimen por el que Patrizia Reggiani Martinelli, por entonces conocida como la Signora Gucci, mandó a matar a su ex marido, Maurizio Gucci, el último heredero de la dinastía italiana en dirigir la compañía.
En marzo de 1995 el “delitto Gucci” sacudió a la prensa mundial. El empresario fue asesinado por un sicario de tres disparos por la espalda en las escalinatas de su oficina de Milán. Tenía 46 años y hacía cuatro que se había divorciado de Reggiani tras una ardua batalla legal, y dos desde la venta de su participación en la firma fundada por su abuelo Guccio a una financiera árabe, que también había implicado una amarga disputa familiar con su tío y sus primos.
Aunque tenía una nueva pareja con la que convivía, la Signora Gucci vistió riguroso luto y lloró junto a sus hijas, Allegra y Alessandra, durante el funeral televisado en el que hubo pocos miembros del clan. Nadie sospechaba que, tres años más tarde, Reggiani sería sentenciada a 29 años de prisión por el homicidio de su exmarido. Los medios comenzarían a llamarla entonces “la Viuda Negra”.
Se habían conocido en una fiesta en Milán a fines de los 60, cuando ella era una joven burguesa conocida como la Liz Taylor italiana. El se enamoró perdidamente, pero ella no se dejó seducir tan fácil por aquel heredero codiciado. Estaba acostumbrada a la riqueza, y Maurizio tuvo que usar toda su paciencia y sus millones para conquistarla. Reggiani es famosa por haber dicho alguna vez: “Prefiero llorar en un Rolls-Royce que ser feliz en una bicicleta”. Con ella, quien pronto sería su marido, aprendió el lujo ostentoso del que hicieron una marca propia. Se casaron en el 72, a los 24 años, contra la opinión del patriarca Rodolfo Gucci, que la consideraba una trepadora.
Pero el suegro de la hoy viuda negra se ablandó ante la llegada de su primera nieta, Alessandra. Y al acercarse a su hijo, le compró varias propiedades a la pareja, incluyendo un penthouse de 840 m2 en la Olympic Tower de New York, sobre la Quinta Avenida. No tardaron en convertirse en una de las primeras power couples del marketing de moda. Muchas décadas antes de “Bennifer” y “Brangelina”, los Gucci se paseaban por Manhattan con un auto en cuya patente se leía: “Mauizia”.
Incluso para la extravagancia de los setenta, el suntuoso nivel de vida del Signor y la Signora Gucci sorprendía a la prensa. De su penthouse neoyorquino a su refugio alpino en el exclusivo centro de ski St. Moritz; de su paradisíaca villa en Acapulco, a su chacra rural en Connecticut, o a cualquiera de sus islas privadas alrededor del mundo, a bordo de su velero de madera de 64 metros de eslora, el Creole, que Maurizio le compró al millonario griego Stavros Niarchos para festejar la llegada de su segunda hija, Allegra. Los Gucci eran famosos por sus fiestas temáticas, muchas veces a bordo del Creole, en las que el dress code, la ambientación –donde no faltaban las orquídeas por las que Patrizia gastaba más de US$10.000 por mes– y hasta el menú eran monocromáticos, y solían tener entre sus invitados a su amiga Jackie Onassis.
Pero, según contó la propia Reggiani al programa italiano Storie Maledette, tras pasar 19 años detenida y de nuevo en el foco mediático con las noticias sobre la producción de la película sobre su vida, la muerte de Rodolfo Gucci, en 1983, fue un punto de quiebre en la pareja. Maurizio, que había comenzado a trabajar en la compañía a los 15 años, heredó el 50%, mientras la mitad restante quedó en manos de su tío Aldo y de sus primos, Paolo, Roberto, Giorgio y Patrizia. “Comenzó a actuar como si ya no tuviera que cuidar de nada ni de nadie. Se volvió loco. Hasta ese momento yo lo asesoraba sobre todos los asuntos de la marca –dice la hoy viuda negra– Pero ahora quería ser el mejor, y dejó de escucharme”.
En 1985, el heredero del clan Gucci le dijo a su mujer que se iba a un viaje corto de negocios a Florencia y nunca regresó. Después de trece años de matrimonio, había empezado una relación con una mujer más joven y –se quejó ella en el mismo programa– ni siquiera tuvo el valor de decírselo a su esposa, que se enteró por el médico de la familia que él no volvería. Pero aunque se separaron, la familia, y la empresa, estaban primero para ella: seguiría siendo la Signora Gucci.
Aunque con el acuerdo de divorcio mantuvo la custodia de Alessandra y Allegra y el equivalente a 1.000.000 de euros anuales, Patrizia no se conformó. Lo que realmente le molestaba era cómo su ex manejaba la firma y que la hubiera hecho a un lado de un imperio que consideraba suyo. En un reportaje de la época recuerda con amargura que Maurizio le dijo: “¿Sabés por qué falló nuestro matrimonio? Porque creíste que eras la presidenta, y el único presidente soy yo”.
La marca había perdido prestigio por sobrevender la licencia de su monograma y producir en masa sus carteras de lona. Maurizio planeaba recuperar la gloria apostando otra vez a la marroquinería artesanal sobre la que su abuelo Guccio había puesto la piedra fundamental. Volver al origen de los célebres mocasines de la doble G que él mismo tenía puestos la mañana en que fue alcanzado por los tres tiros fatales del sicario en la Via Palestro.
Durante años, había complotado contra su tío Aldo y sus primos, para quedarse con su mitad de las acciones, hasta que lo logró con la ayuda de la financiera árabe Investcorp. Fue él, antes de morir, quien tomó la acertada decisión de contratar al diseñador Tom Ford en la dirección creativa. Pero aunque el texano revitalizaría a Gucci con un glamour impensado, Maurizio jamás llegó a verlo. Reggiani tenía razón en que, como presidente, su ex era un pésimo administrador y no ganaba lo suficiente para ejecutar sus ideas. Con su fortuna personal tambaleando, en 1993 se vio obligado a venderle la totalidad de la marca a Investcorp por unos US$200 millones de dólares. El legado familiar en la moda había terminado.
“Estaba enojada con él por muchas razones en esa época –le dijo Reggiani a The Guardian en un reportaje en el que admitió las razones del crimen–. Pero sobre todo, porque perdió el negocio familiar. Eso era estúpido. Estaba llena de ira y no había nada que pudiera hacer. No debió hacerme eso.”
Giusi Ferrè, un veterano crítico cultural y de moda milanés que siguió el caso, sostiene que las teorías sobre las razones por las que Reggiani mató a Maurizio Gucci siempre fueron estereotípicas: “Estaba celosa de la nueva novia de Maurizio, quería su dinero, temía perder la herencia, estaba amargada porque la había dejado de lado, estaba loca…” Si hay un poco de verdad en cada una, dice, el móvil real era mucho más profundo: “Todo aquello en lo que se apoyaba Patrizia era en ser una Gucci: era su identidad, incluso como ex mujer. Se enfureció cuando él vendió la marca”. En 2014, Reggiani declaró al diario La Repubblica que ahora que iba a estar libre y disponible de nuevo, esperaba que la firma la llamara. “Me necesitan. Yo todavía me siento una Gucci; de hecho, soy la más Gucci de todos”, dijo.
Por supuesto que eso nunca ocurrió, pero sí es un cambio radical que la actual dirección creativa haya aceptado hacerse cargo de la parte más escandalosa de su pasado en plena celebración de sus cien años. Quizá porque, como dice la bajada del libro de Sara Gay Forden, se trata de una historia sensacional de crimen, locura, glamour y codicia, a la que al fin ha decidido explotar. El propio Michele colaboró con las réplicas del vestuario para la película de Scott, con la conciencia de que la historia dice más sobre la sensualidad obscena de la doble G que ninguna publicidad.
Pero no hay una única manera de entender a Gucci. Y, también, que el diablo siempre prefirió vestirse en Prada. Antes de la suntuosa elegancia de Tom Ford, y del neorromanticismo no binario de Michele, la marca creada por Guccio Gucci en 1921 estuvo casi desde sus comienzos asociada al lujo ostentoso, de monograma visible y recargado. Tanto que, en 1956, para el casamiento de Grace Kelly y Rainiero de Mónaco –glamorosos para las tapas de las revistas del corazón, pero ninguneados por las Casas Reales como los primos new rich de la monarquía europea–, el souvenir para todas las invitadas fueron guantes de la Casa Gucci.
Tal vez el gran acierto de Alessandro Michele hoy sea precisamente no renegar de ninguna de las facetas de la marca que dirige, ni siquiera de las más contradictorias. Su don es poder instalarse entre la vanguardia y la nostalgia. Hace dos años, en una entrevista con Vogue, antes de que se supiera que Lady Gaga se convertiría en la Signora Gucci, y por lo tanto en la cara más visible de la marca, dijo: “Amo lo contemporáneo. Pero siempre estoy mirando al pasado, es imposible ignorarlo. Piensen en Lady Gaga: cambió un millón de veces, usó todos los estilos, pero al final, quería ser Lana Turner, porque esas estrellas del cine de antes son las verdaderas divas, las diosas de la belleza y el poder. Pienso en Gucci como un adjetivo para describir un mundo, y eso es mucho mejor que vender ropa o accesorios. Porque la moda es como la música pop en los ochentas: algo que está vivo, que evoluciona, que tiene historia. No solo un montón de piezas en una boutique para gente rica”.
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