Sin la fama culinaria de Lima, pero bendecida por una alacena envidiable y por la riqueza del pacífico, Guayaquil es una ciudad en la que cada vez se come mejor. Desde las huecas del barrio hasta los fine dinning, un recorrido por sus platos memorables.
Puede ser que Manu Chao haya captado el tono de esta ciudad cuando, hace justo 30 años, escribió Guayaquil City, una canción zumbona, suave, húmeda, pegadiza y pegajosa con una pocas líneas que se repiten hipnóticamente. Guayaquil va a reventar, tanto calor no se puede aguantar. Hay algo de la ciudad todavía encerrado en la melodía de la esa canción. Pero no se puede decir lo mismo de la letra, el tiempo revirtió eso de que en sus calles "no pasa nada".
En Guayaquil están pasando cosas. Esquiva al turismo por mucho tiempo, la capital comercial de Ecuador, encontró en su increíble gastronomía una razón para abandonar el bajo perfil y levantar la mano para decir "hola, acá estamos", "también vale la pena visitarnos" .
La escena culinaria está en efervescencia. Lo confirma el chef Angelo Elizalde que después de trabajar en España, Nueva York y África, volvió a la ciudad y hoy comanda el elegante restaurante Le Gourmet. "Desde hace cinco años, la cocina ecuatoriana está en ascenso. Decidí volver porque me di cuenta de que estamos en un momento decisivo y no quería perdérmelo".
Para entender su valor, es imprescindible ubicarse geográficamente. Asentada sobre el margen del río Guayas, la mayor cuenca hidrográfica del Pacífico en América del Sur, es una ciudad orillera, de mezclas e influencias. De su puerto parten las grandes riquezas del país: cacao, petróleo, oro, plátano, orquídeas, pescados de todo tipo y tamaño y frutas perfectas y de nombres sonoros como la chirimoya, el guanábano o el limón sutil.
"El objetivo es poder llevar bien arriba el nombre de Ecuador, que la gente venga exclusivamente a comer, a un restaurante fine dining o a una hueca o a un mercado. Que a todos nos vaya bien", agrega Elizalde.
EL ENCEBOLLADO PERFECTO
A todos los destinos le llega su ceviche. Y así como Lima cimentó su fama gastronómica internacional a partir de su encurtido de pescado fresco (que también es muy habitual en la costa de Ecuador), Guayaquil parece haber encontrado su síntesis culinaria, su emblema. Se trata del encebollado, un plato que nació en las clases bajas —algunos dicen que fue en los barcos pesqueros— y que hoy es una presencia ubicua en la ciudad: se puede probar en la hueca de un barrio periférico o en el buffet de un hotel cinco estrellas, para el desayuno o para la cena.
El encebollado despierta verdadera pasión y es inevitable cruzarse con fanáticos y devotos. "Es un plato que nunca se come en las casas. Hay que salir a buscarlo —dice Bryan Córdoba, de 24 años y egresado de la carrera de cine. El mejor para mí es el del mercado de mariscos Caraguay, al sur de la ciudad, y a las seis de la mañana. Es el verídico y donde está el sabor de verdad, el de las señoras que cocinan el encebollado después de que sus esposos llegaron de pescar".
Al plato se le atribuyen propiedades de todo tipo. La más repetida es su supuesto poder anti chuchaqui (o resaca) por eso se lo disfruta tan temprano y por eso también se lo llama "levanta muertos". Las diferencias están en el aliño, pero a grandes rasgos, se prepara con albacora cocida —un pescado de carne oscura y firme—, yuca, tomate, mucha cebolla y hierbas como el culantro (algunos también le ponen jengibre). Se acompaña con chifles y maíz tostado.
HUECAS Y CARRETILLAS
Además del mercado, existen huecas repartidas por toda la ciudad que lo ofrecen en su carta. Cerca del malecón Simón Bolívar, una opción es la pintoresca picantería La Culata, ubicada en una recova. El éxito la llevó a abrir otro local enfrente, ambos suelen ser muy frecuentados por turistas y un público joven. El Pez Azul y Omega 3 también tienen fama por sus encebollados. Algo más alejada de la zona turística, picantería Cordero, a cargo de la misma familia hace más de cuarenta años, es otra preferida de los locales. En Cuarto de libra, lo venden en una versión abundante, como indica su nombre.
La cocina callejera es una constante del paisaje, también del olfativo. Según Sergio Sotelo, un periodista español, que vivió en Guayaquil, la ciudad huele a "banano frito". Cerca de los parques, como el Centenario o el Seminario, circulan vendedores de todo tipo. Desde el que ofrece carne en pinchos una carretilla hasta la que se especializa cocadas (un dulce norteño) o el que hierve en el momento huevitos de codorniz, que condimenta solo con sal y pimienta y entrega en fundas (bolsas), a razón de un dólar las cinco unidades.
PICANTE...APARTE
Como en muchas ciudades latinoamericanas, el interés por la comida va perdiendo fulgor con el correr del día. Los desayunos son pletóricos, los almuerzos clásicos incluyen sopa y principal y la cena es frugal o a veces se saltea. Es linda y a los locales les encanta contar la historia de dónde viene lo del "seco": de pollo o de chivo, se lo suele servir al mediodía. Pero el nombre no se refiere a alguna característica de este plato aguisado, sino a una deformación que hicieron los trabajadores ingleses de las petroleras cuando querían saltearse la sopa y pedían directamente "el second", el segundo plato.
Si hay un condimento esencial en la cocina, que aporta color y aroma (no sabor, porque no tiene) es el achiote. El "azafrán americano" —Ecuador es uno de los mayores productores y consumidores del mundo— es la base de muchos de los sofritos.
"A los ecuatorianos nos gusta el ají, pero siempre aparte. Cada uno le pone su dosis de picor, no está en la base de las preparaciones, como en la cocina peruana", dice Miguel Ponce, uno de los cocineros más respetados de su generación, creador del colectivo Nido y chef ejecutivo del Hotel Oro Verde. Y agrega: "La cocina costeña se basa en el producto y en la temporalidad de cada producto. El maíz, el coco, el verde, los pescados y mariscos del manglar son algunos de los ingredientes imprescindibles".
Hay mucho más para probar en Guayaquil y tiempo limitado: los ceviches en general y en particular el de Jipijapa, con maní y palta. Los aplanchados —una especie de tostado con pan de leche, queso y jamón— que se acompañan con chocolate caliente. Los churros! (ligeros y sabrosos). Y todas las maravillas que nacen de aprovechar hasta el último gramo el omnipresente plátano verde: el tigrillo, por ejemplo, un revuelto con huevo y chicharrón, que se sirve para el desayuno, o el bollo, que se parece a una humita en chala. Bajo la colonial galería del Casa Julián, uno de los restaurantes más lindos de la ciudad, probamos muchas preparaciones tradicionales: su brunch es un imprescindible.
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