Tres comparsas, 12 carrozas de 17 metros de largo por ocho de ancho, y otros 17 metros de altura que desfilan por una gigantesca pasarela, más de 70 mil plumas en impresionantes trajes, mil personas en escena y otras tantas tras bambalinas y 30 mil espectadores en un Corsódromo que cumplirá 23 años.
Este es el Carnaval del País en Gualeguaychú (Entre Ríos), la fiesta a cielo abierto más grande de Argentina, que cuenta con cinco comparsas (aunque cada año solo compiten tres). La mega celebración dura 10 noches: las últimas de este año serán el fin de semana largo de Carnaval del 22 al 24 próximos y el 29 de febrero. Hace 40 años que esta ciudad organiza este festejo cultural pagano –que en un tiempo fue incorporado al calendario religioso– con un show monumental de color y alegría. Pero su historia se remonta 180 años atrás y está resguardada en el Museo del Carnaval en Gualeguaychú, gracias al trabajo de investigación de la museóloga Natalia Derudi y del profesor Martín Ayala, entre otros.
Los primeros documentos históricos que marcan los inicios del antruejo entrerriano –que comenzó llamándose Carnaval Internacional del Río Uruguay, luego Carnaval de Gualeguaychú y hoy Carnaval del País– datan de la época de la Confederación Argentina, cuando por decreto provincial de 1840 se permitió "festejar con Carnaval" el aniversario de un convenio de paz con Francia.
Desde entonces pasaron casi dos siglos intensos colmados de vaivenes y avatares políticos y económicos que, sin embargo, no pudieron acabar con la alegría. El espíritu carnestolendo siempre se mantuvo vivo gracias a la resistencia de los vecinos, los inmigrantes y los clubes. Hoy, gran parte de la ciudad vive del Carnaval (de su vestuario, de la confección de carrozas e instrumentos) los 365 días del año, igual que Río de Janeiro. En la fiesta hay lugar para todos los que la aman. Valga un ejemplo: el intendente municipal, Esteban Piaggio, este año será el director de batucada de la comparsa Papelitos, la más antigua de Gualeguaychú.
Celebración popular
Igual que en sus orígenes en el antiguo Egipto o en la Mesopotamia y, con sus bemoles, en las fiestas dionisíacas griegas o las saturnales y bacanales romanas, el Carnaval es magia. Bajo máscaras y disfraces se invierten las jerarquías y se desata el misterio. El amo se convierte en esclavo y el esclavo, en amo; los varones, en mujeres y ellas en ellos, los ricos pueden vestir harapos y los pobres, lentejuelas. En el Río de la Plata y en Gualeguaychú, la costumbre de festejar el Carnaval se remonta a los tiempos de la Colonia. Los porteños decoraban ventanas y puertas, colgaban guirnaldas y celebraban con bailes de máscaras y juegos con agua (desde los balcones tiraban desde maíz y afrecho hasta vejigas vacunas infladas con agua). En Gualeguaychú, la primera autorización de festejar con "carnaval" se otorgó a mediados del siglo XIX: en 1840.
Pero ocho años después, un decreto de Justo José de Urquiza, por entonces gobernador de Entre Ríos, prohibió las mascaradas "para siempre", según consta en una copia del documento que preserva el Museo. En 1876, por ordenanza municipal, se creó una comisión para organizar los corsos y desplegar comparsas por dos de las calles principales de la ciudad, que partían de la plaza Independencia (hoy San Martín). Pero estaba prohibido "jugar con agua, cáscaras, ni nada equivalente", en el circuito del corso y cuadras adyacentes, durante los tres días de Carnaval. Los entrerrianos de Gualeguaychú festejaban todo el día: con agua a la siesta; con desfile de carruajes, comparsas, murgas y "máscaros sueltos" ("mascaritos" o personas que se disfrazaban), a la tardecita y con bailes, por la noche.
Cuatro años más tarde, en 1880, se reglamentó el juego de Carnaval. Se permitía que los corsos se realizaran entre las 11 a las 16 –el inicio y el final se anunciaba con repiques de campanas– y estaba permitido salir disfrazado a la calle, siempre y cuando se contara con autorización municipal. Desfilaban carros, carruajes, "máscaros sueltos" y murgas (como "Sociedad los negros del Sahara") y comparsas (como la de Nerón, de Abelardo Devoto) y orquestas (como Amor y primavera). Con la llegada de la luz eléctrica, en 1907, el municipio comenzó a ornamentar el recorrido con enormes guirnaldas de lado a lado de la calle y encendía lámparas de colores, que representaban mariposas, flores y símbolos carnavalescos. Se levantaban palcos adornados en las veredas y se arrojaban flores y papel picado a los carruajes. Con los años, los circuitos se fueron ampliando y hasta se sumaron comparsas de mujeres como "La unión argentina" (1929). Entre 1920 y 1930 afloraron las murgas en la periferia, con rasgos orilleros y barriales, que imitaban a las murgas españolas, pero incorporaban elementos de la cultura africana.
Herederas del candombe y sus tambores –nacidas en el patio de vecindarios populares, donde se construían instrumentos, confeccionaban trajes y creaban canciones al compás de la original corneta traversa de caña y papel–, estas agrupaciones pronto se convirtieron en las principales protagonistas de los carnavales de aquel tiempo.
Los investigadores Derudi y Ayala explican que lo aglutinante era lo vecinal y la mención del lugar de origen, el oficio o la necesidad de ironizar sobre la época. El nombre de las agrupaciones y las letras de las murgas, consideradas las "primas pobres" del carnaval, dan fiel testimonio. A fines de los años ’40, los corsos comenzaron a decaer y el carnaval se refugió en los bailes de los clubes.
Desaparecieron las carrozas, los palcos, los ornamentos, los juegos florales y hasta las máscaras. Los corsos, según consta en el Museo, se transformaron en un juego violento y grosero, que alejó a las familias de los festejos. Solo algunas agrupaciones mantuvieron viva la tradición en las décadas siguientes. Así, "Los gavilanes", "Los colombianos" y "La barra divertida", junto a la aparición de nuevos personajes como el payaso "Matecito" (nombre que llevan hoy los corsos populares), "La Casimira" y "La vaca del corso" sostuvieron la llama encendida. Las dictaduras militares y los conflictos políticos y las sucesivas crisis económicas del país, desde mediados del siglo XX en adelante, hicieron tambalear la fiesta.
Los gobiernos de facto dejaron de apoyar la celebración y, como consecuencia, en 1978 las instituciones de la ciudad y sus vecinos se organizaron y dieron nacimiento al "Carnaval de la Avenida", el germen del actual "Carnaval del País".
La era moderna
Hasta los primeros años de la década de 1980, las actuales comparsas compartían escenario con las murgas, los conjuntos carnavalescos, "mascaros sueltos" y carrozas. Luego, por decisión de la comisión organizadora, solo participaban las comparsas y, así, el carnaval quedo dividido en dos manifestaciones: el "Carnaval del País"; es decir, la comparsa-espectáculo, que combina lenguajes artísticos, actorales y circenses con realizaciones plásticas, visuales y musicales; y los corsos populares y barriales, denominados "Matecito", integrados por murgas y conjuntos carnavalescos, herederos de antiguas manifestaciones como el canto, el baile, el estandarte y personajes caracterizados.
Hoy, el Carnaval del País reúne a miles de espectadores por noche en el Corsódromo, inaugurado en 1997, por donde se desplazan las carrozas. Cada año compiten tres comparsas, de las cinco que componen el Carnaval. Este año son: Papelitos, del Club Juventud Unida; O’ Bahia, del Club de Pescadores y Ara Yevi, de Tiro Federal. La ganadora continúa y las otras descansan por un año. Es el caso, en la edición 2020, de Kamarr (Centro Sirio Libanés) y Mari Mari (Club Central Entrerriano), la más premiada de todos los tiempos. Cada comparsa presenta cuatro carrozas: tres temáticas y una de músicos que ejecutan temas en vivo.
Mientras, los corsos expresan su modo de vivir la fiesta en los vecindarios, como parte de su propia vida, cada viernes de febrero. Allí late la esencia de los barrios y el espíritu de los personajes de otros tiempos que regresan a través de las parodias y de lo payasesco. Las representaciones burlescas van siempre acompañadas de la corneta de caña y papel, ese instrumento de confección artesanal que data de 1938 y es patrimonio cultural inmaterial de la Nación y, también, es símbolo y marca de identidad de los corsos populares, que atesoran la esencia de los orígenes y la memoria del carnaval de antaño.
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