Grandes anfitriones salteños en una ruta perdida
Todo discurría con mucha parsimonia y tranquilidad ya que, lo confieso, había decidido arrancar la jornada un poco más tarde de lo normal.
Un opíparo desayuno me terminó de despertar completamente y la lectura de los diarios matinales me había puesto en un estado mental casi dominical.
Es cierto que era mitad de la semana y que todavía quedaban unas buenas 48 horas antes del comienzo del weekend, pero cuando se viaja no siempre se catalogan los días como es debido. Y este caso no era la excepción.
El auto nos esperaba afuera y nuestro más que simpático chofer me saludaba con una enorme sonrisa cada vez que mi cara aparecía por la ventana que daba a la calle como para avisarle que ya estábamos listos para salir.
La ruta era nuestro destino y la idea era ver qué nos encontrábamos en el camino. Nuestro propósito esta vez era dejarse llevar por la sorpresa de lo inesperado y descubrir en ese trayecto algo no planeado.
El centro de la ciudad de Salta capital se hallaba lleno de gente debido a la importante fiesta religiosa que se estaba realizando.
La plaza 9 de Julio, rodeada por las calles Mitre, España, Zuviría y Caseros, rebosaba de gente en esta todavía fresca mañana de septiembre que minuto a minuto levantaba temperatura a medida de que el sol iba llegando a su cenit.
Era una excusa ideal para disfrutar de algunas rutas que seguramente estarían despojadas de tráfico debido a la gran fiesta que se vivía.
Una vez terminada la colación matinal devolví, con gran sentido cívico, los diarios perfectamente ordenados, saludé a las gentiles personas del otro lado del mostrador de recepción y salí a la calle.
Ascendimos a nuestro vehículo, el cual y con mucha generosidad de parte de nuestro anfitrión, se hallaba bien munido de una buena cantidad de refrigerios.
Sintonizamos una buena estación y con el sonido de la música que agraciaba la mañana –perdón el mediodía ya– salimos de la ciudad.
El pronóstico se había cumplido a la perfección. La ruta se encontraba prácticamente vacía, solo transitada por el usual baqueano que había tenido la misma idea que nosotros, o no.
La ropa de abrigo con la que nos habíamos vestido casi era innecesaria ya que la luz del solazo que atravesaba los cristales del auto nos calentaba y la primavera que todavía no había llegado se hacía presente en el habitáculo.
Iban pasando los kilómetros y, cuanto más andábamos, atravesábamos pintorescas localidades con las risas de las anécdotas y las historias que compartíamos y con el inmenso conocimiento que ejercía del lugar quien tenía las manos al volante.
–¿Tienen hambre?, preguntó.
Todavía me acordaba del desayuno pero una oferta así hecha con tanta gentileza y pícaro rostro no se podía desperdiciar.
Así tomamos a la derecha en el siguiente cruce y, después de recorrer unos kilómetros, detuvo su marcha frente a un tinglado que escondía bajo su techo un simpático lugar mezcla de restaurante y almacén.
Allí fuimos recibidos por una increíblemente cálida familia. Sus integrantes se terminaron transformando en grandes anfitriones durante todo lo que quedó de la tarde.
Porque una vez que vimos el hornito de barro. Una vez que fuimos invitados a compartir los secretos de esa cocina. Una vez que escuchamos de viejas leyendas folklóricas. Una vez que nos sentamos alrededor de la mesa, y una vez que llegaron esas empanadas a la mesa... Lo demás fue puro cuento.