Graciela Borges: “Sólo juego a que soy una diva”
De carrera brillante, su vida está llena de glamour y aventura. Pero se ríe del mote de estrella: dice que es tímida y muy diferente de lo que la gente cree. Mientras trabaja en la próxima película de Pablo Trapero, habla de cine, del mundo y de su otra pasión: la literatura. “La gente que lee salva su vida”, asegura
Esa voz atiende el teléfono. “No me gusta mucho dar entrevistas”, dice, pero acepta enseguida el encuentro y pide unos días para organizarse. La voz –rasposa, sensual, inconfundible– aparece a la semana siguiente por WhatsApp: “Si estás de acuerdo, nos podríamos juntar el próximo martes”, propone y, después de un intercambio de mensajes de audio que quedará guardado para siempre, manda un emoji con un corazón que late.
Hubo una vez otra voz, la de una pequeña Graciela Zabala que sufría por las burlas de sus compañeros. La voz casi no salía hasta que empezó a utilizar palabras de otros. Por eso la niña devino actriz y a los 14 años fue convocada por Hugo del Carril para Una cita con la vida (1958). Su carrera continuaría con los más destacados directores de diferentes épocas: Leopoldo Torre Nilsson, Lucas Demare, Leonardo Favio y Raúl de la Torre; Lucrecia Martel, Luis Ortega y, próximamente, Pablo Trapero. Actuó en medio centenar de películas, con hitos tan disímiles como los de Piel de verano (1961), El dependiente (1969), Crónica de una señora (1971), Kindergarten (1989) y La ciénaga (2001). Y puso su voz en Mercano, el marciano (2002). Pero si en la pantalla su historia es única, fuera de ella ni siquiera parece posible: Jorge Luis Borges le regaló su apellido; Julio Cortázar la llenó de elogios en cartas desde París; Juan Manuel Fangio fue el padrino de su hijo; Pablo Picasso la retrató en una servilleta; convivió con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo; grabó y viajó con Charly García; salió de fiesta por Londres con Paul McCartney, y un grupo de rock se formó con su nombre: la Graciela Borges Band. Su nieta debe imaginar El gran pez cuando escucha sus aventuras.
Hoy no le gusta tanto a Graciela salir al mundo. “Este año compré un pasaje para viajar a México con una amiga, el marido, su hija –que es como una hija mía, a quien adoro–, y la hija de este señor, de otro matrimonio. Pero cuando me trajeron el pasaje, me dijeron: tenés que llegar al aeropuerto a las 4 de la mañana, ahí esperás tres horas –cosa que antes no pasaba y es increíble–, llegás a Colombia, esperás otras tres horas el vuelo a Ciudad de México, ahí te buscan y vas en ómnibus a no sé dónde, por Playa del Carmen. Entonces dije no, no voy.
¿No vas a ir?
No, no fui. Ya perdí el pasaje, no me importó. Y ahora estaba invitada a la Academia de Ciencias y Artes de Hollywood, donde me hacían un homenaje, por La ciénaga. Le pregunté a Lucrecia: ¿vos vas a ir? No, me dijo. Y después pensé: cada vez que voy a Los Ángeles, el vuelo es tan largo… No soporto más los aeropuertos. Dije que tal vez más adelante, en otra ocasión. Justo me invitaron en el momento de los huracanes y dije no voy. Así que acá estoy.
¿Te dieron miedo los huracanes o fue por el viaje tan largo?
Es muy largo para tres días. Tengo amigas que duermen un ratito y con eso les alcanza. A mí no. Siempre he tenido problemas para dormir. Era insomne de chica y todavía me cuesta mucho. Uso la noche para otras cosas. Vivo sola. Me gusta mucho leer. En general, la única salida que hago es a comer con amigos y amigas. Pero me despierto tarde: a las 11, 11.30... A veces miro la tele de noche. Escribo. Está buena la soledad para mí.
¿Qué escribís?
Escribir, en mi caso, es como un ejercicio. Escribo suelto, me gusta inspeccionar y hablar de seres en una especie de cuentos. El otro día vi en Pilar una casa muy silenciosa, que está en el fondo de un camino, donde se cuenta que hay una chica que no puede salir porque tiene miedo, por una enfermedad que se llama, creo, agorafobia. Y vi sombras. Yo camino mucho. Y vi, o soñé, cómo ella salía acompañada. Y creo que era verdad, la habían llevado a una clínica. Estoy escribiendo qué pasaría con el corazón, con la vida de esta chica que no tuvo a nadie, sólo al padre que, de vez en cuando, la visitaba. Pensé qué pasaría si cualquiera de nosotros se acercara y le dijera: estamos acá, ¿querés entablar una relación? A lo mejor, despierta.
Como en El crimen de Oribe, basada en un cuento de Bioy.
Sí, qué lindos los cuentos de Bioy. Leo tantos cuentos. Tengo dos favoritos: uno de Salinger: “Un día perfecto para el pez banana”. Y otro de mi escritor preferido, Scott Fitzgerald, que se llama “Niño bien”. También, uno de García Márquez, a quien tuve la suerte de conocer. Fui bastante amiga de él y de su esposa, en Cuba. El cuento se llama “El ahogado más hermoso del mundo”. Leer es... No puedo creer que haya gente que no lea. Por ejemplo, Jesús empezó a leer, ¿no, mi amor?
Baja María Jesús, su nieta, por las escaleras del dúplex blanco y luminoso donde Graciela vive hace 40 años.
–Vení, mi amor, dale un beso a mi amigo. Ella es Jesús –presenta la actriz, pero Jesús, de 6 años, sale corriendo–. Dice que ayer aprendió a leer.
–¿Quién le enseñó?
–¡¿Quién te enseñó ayer a leer, mi amor?!
–¡Mi mamá! –responde la nieta, fuera de campo.
–Es tan linda su mamá. Vení, dale un beso a tu vieja abuelita –pide Graciela. Jesús vuelve y se deja caer de espaldas sobre ella, como una prueba de confianza: sabe que la dama de mil historias va atajarla. El rostro de una de las mujeres más lindas del mundo, según tituló alguna vez la revista Vogue, ocupa las paredes del living, en trazos de artistas como Juan Carlos Castagnino, Lino Spilimbergo, Greco, Renata Schussheim y Carlos Alonso, entre otros grandes que la han pintado. En la única pared libre de cuadros originales reluce una biblioteca inmensa. “Son todos libros leídos”, aclara la Borges.
¿Cómo fue tu encuentro con García Márquez?
Fue en La Habana, en la casa de uno de los viejos intelectualmente más increíbles que he conocido, de apellido Guevara [Alfredo Guevara Valdés], que era presidente de los festivales de cine. En un almuerzo con él, entra de repente García Márquez, con su mujer, y se pone a conversar conmigo de La ciénaga, de lo que le había gustado. Estuvimos hasta las 4 o 5 de la tarde. Entonces, llega Polanski, a quien yo conocía por haber trabajado juntos en Montecarlo, cuando yo estaba filmando Fangio con Hugh Hudson, y él, un mediometraje sobre Alan Jones, el piloto de Fórmula 1. Estaba aburrida, así que me fui de pizarrera con él y nos quedamos juntos, en una experiencia muy especial. Entonces, llega Polanski y me invitan a una recepción en la Embajada de Francia. Tengo suerte con las invitaciones [sonríe]. Y al rato, en la embajada, cae Fidel, a quien le encantaba Pobre mariposa. Fue completa esa experiencia, porque hay gente que uno necesita conocer. No importa si estás de acuerdo o no con lo que hace, es gente con una personalidad muy poderosa. Y ese festival fue lindo, nos quedamos juntos con García Márquez y me contó cosas geniales. Era un hombre... Al principio, no me animaba mucho a hablar. Pero él tenía algo que también tuvo Borges, que para hacerte sentir bien, hablaba y te decía “¿se acuerda de tal cosa?” y vos ni sabías de qué hablaba, pero él seguía con la historia de Alejandro Magno y vos agradecías que no esperara la respuesta, para no sentir que eras una burra.
¿Qué cosas geniales te contó Gabo?
Por ejemplo, por qué había comenzado a escribir cuentos. Un día, en España, a él le contaron una historia. En la estepa castellana más fría del universo iban a ajusticiar a un hombre. Los soldados estaban con capote, por el frío, y el hombre en camisa, con las manos atadas. Caminaban y los soldados se quejaban: ¡Qué putada, qué frío! Y avanzaban: ¡Qué putada, hombre! Y después de caminar mucho, el hombre al que iban a matar dijo por lo bajo: Qué frío, qué frío. ¿Cómo dices? Qué frío, repitió el hombre. ¡Cállate, cállate! ¡Piensa en nosotros que tenemos que volver! Le pareció tan genial la historia que dijo: hay que escribir cuentos. Y me regaló una especie de cuento para que yo hiciera, “Solo vine a hablar por teléfono”, sobre una mujer varada en la ruta que termina en un loquero. Pero no pude. Lo iba a hacer con Doria para televisión, nos parecía muy interesante. Pero como muchas cosas de la vida, se fue yendo.
Conociste de cerca a escritores increíbles. ¿Te dan ganas de hablar de literatura con ellos?
Jamás, me volvería loca. Si me preguntan, respondo. Siento que tengo un poco de autoridad porque leo mucho desde los 4 años. Me crié con padres separados y a esa edad, yo estaba muy muy sola. Me quedaba con mi papá y una amiga de él me enseñó a unir las palabras y a leer. Mi padre tenía una gran biblioteca. Él, que era aviador, tenía por ejemplo libros de teatro francés contemporáneo. Y yo leía todo e imaginaba qué querían decir. Creo que la gente que lee salva su vida. Es un potencial tan grande… Imaginar otras vidas, otras aventuras, otros tiempos. ¿Qué haría uno sin los libros y sin el cine?
Vos has tenido una vida de aventuras. ¿Lo sentís así?
Tuve la suerte de conocer gente que nunca hubiese imaginado. Es un mundo muy mágico, hay que estar agradecidos.
Viajaste desde muy chica, con tu mamá. ¿Qué te aportó ese recorrido?
Viajé muchísimo con ella. Me conmueve pensar qué hacía una mujer en esa época, sola con su hijita y una chica que ayudaba –maravillosa, María, que la tuvimos durante muchos años–. Solitas nosotras. Por ejemplo, pensaba, qué hacía la vieja en San Antonio de los Cobres, a 4200 metros de altura, con un bebé prácticamente, por Salta, Jujuy, Catamarca. Europa, también. Cuando nací, mi madre tenía mucho dinero. Mucho era bastante. No sé si era millonaria, pero lo era. Se movía por el mundo sin trabajar. Y era una persona extraordinaria, de un refinamiento de cabeza y de alma. Y mi padre era una persona espléndida, buen mozo, bohemio. Una linda yunta que duró poco.
Graciela dice que la historia triste con su papá, que no la dejaba actuar, ya prescribió. Que tuvo una infancia conflictiva, que la oscuridad fue entonces su amiga, pero que hace años todo está en orden. “Trabajé mucho para no ser víctima”, asegura. En el cine encontró una familia alternativa. Varias familias, en realidad. “Fue una familia con Lautaro [Murúa], con el flaco Luppi (le gustará a la gente o no, no es mi tema), con Alfredo [Alcón], Raúl [De la Torre], mis directores. ¡Favio! Que hermoso Favio, lo extraño tanto. ¿No que extrañamos mucho a Favio, Sarita?”, le pregunta Graciela a su perra, que aparece en escena y olfatea los tobillos.
–Hacele oler la mano. Ahí está. Ella es de la calle. Hay que tener perritos de la calle. Vení, Sarita, subí al sillón–, propone la actriz, pero Sarita no sube.
“En casi todos los rodajes se genera algo absolutamente maravilloso –retoma–, que te muestra que el éxito, o cómo se llame, nunca es de una sola persona, sino una comunión que se da mucho en cine, y casi nunca la televisión.”
No te gusta mucho trabajar en televisión, ¿es así?
No es que no me guste. Pero en una tira, por ejemplo, tenés que llegar a las 7 u 8 de la mañana y para mí levantarme temprano –hago declaraciones valientes– es horrible. Ni ensayos hay. Por un lado es fantástico, porque es como el arte de la improvisación. Pero por otro, es siniestro, te quedás hasta las 3 de la mañana corrigiendo diálogos y te vas a dormir pensando en todo lo que no pudiste hacer. Fue muy lindo lo que hice en otros tiempos con Alejandro Doria y María Herminia Avellaneda, pero eran programas terminados a mano. La tele tiene lo maravilloso de lo rápido y lo masivo, pero eso, al menos para mí, se convierte en peligro.
Más allá de lo actoral, ¿no te interesó el rol de conductora? ¿Por qué no te convertiste en una figura de la tele como Mirtha Legrand o Susana Giménez?
En su momento me ofrecieron algo parecido a lo de Susana. Pero si lo hubiera hecho, no habría durado ni una temporada. Ella tiene una gracia, un ángel para la cámara de televisión y una falta de vergüenza en el mejor sentido del término, y una libertad y una amorosidad de tratar a la gente… Yo, en un programa así, hubiera estado todo el tiempo pensando si lo que dije era inteligente o no. Ella tiene una frescura única. Cada uno posee algo diferente. Si yo tuviera que recibir en una mesa como Mirtha Legrand y saber todo lo que hizo cada invitado… No importa si estás de acuerdo con ellas o no, importa saber que son potencias. Son bárbaras. Yo no serviría para eso. Yo sirvo para el cine.
Y para la radio, parece: hace años que tenés tu programa.
La radio es un deleite. No hay una sola vez en que no salga como sanada de un programa. Estás como en petit comité, en la intimidad. La tele te da la sensación de que alguien está mirando el reloj, que no te está escuchando, sino mirando el rating. A lo mejor es idea mía, pero es muy angustioso.
¿Será algo de timidez lo que te pasa con la tele?
Soy muy tímida, y muy diferente de lo que la gente cree. Parece que soy un poco distante, y no lo soy. Parece que no me comprometo con el afecto; me comprometo mucho. No tengo nada que ver con una diva. Nada. Sólo juego a que soy una diva, me hace gracia. Es un cuento que me gusta contar. Cuando era chica, en el Festival de Cannes, una escritora de esas chimenteras dijo de mí: “Esta chica es la estrella del festival, únicamente Brigitte Bardot podría haberla opacado. Es la antiestrella perfecta”. Es verdad. Voy por la calle y no me importa nada, no tengo la menor conciencia de lo que es ser una estrella. No me arreglo, no me maquillo. Mirtha Legrand me dice cuando me ve: “Vos tenés que pensar que sos una estrella, tenés que arreglarte un poquito”. Eso decía mi mamá también, cuando yo iba a visitarla, en los últimos años, cuando estuvo internada en un sanatorio, Me decía “pobrecita, tan desarregladita”. Después sí, cuando quiero puedo ir a un sitio y estar bien. Pero lo que más me gusta es estar relajada, sin los tacos, alhajas ni los vestidos paquetísimos de Bogani.
SER EL PERSONAJE
A comienzos de este mes, Graciela empezó a ensayar para La quietud, próxima película de Trapero. Le gustaría, dice, que su personaje –una mujer que vive en el campo y se reúne con sus dos hijas– tuviera el pelo blanco. Ella suele recordar a Mecha, su personaje en La ciénaga, cuando competía con Mercedes Morán por verse “una más fea que la otra. Nos ponían una tierra química que nos avejentaba. Y nosotras nos poníamos más y más... A veces la veo a Meryl Streep, gran arquetipo de todo eso, que de pronto es una mujer de 90 y después, de 45.” Para el papel de Mecha, se ponía un paño en la panza para parecer más gorda y sentirse pesada. Se inspiró entonces en una mujer que había conocido en Mar del Plata, cuando, de joven, vivía en una casa cerca del mar. “Me basé en la dueña de esa casona, una señora grande, maravillosa y alcohólica. Mientras caminaba por la casa, ella escondía siempre un vaso de vino detrás de su cartera. Creía que no nos dábamos cuenta. Siempre intento basarme en una persona real. Necesito saber el afuera del personaje, y una vez que vas pegando todo, ya está. Un día te agregan letra o te cambian una escena, y no pasa nada. Vos ya sos ese personaje, vas con esa seguridad. Si no tenés eso, el trabajo no es bueno. Las películas que menos me han gustado de las que he trabajado sentí que las actuaba. Yo no puedo actuar de actuar. Tengo que sentirlo.”
–¿Con azúcar o edulcorante? –pregunta Eva, que llega con capuccino frío en una bandeja plateada. Graciela intenta mientras tanto recordar el nombre de una actriz española. “La puta madre, perdón mi amor”, se enoja y se arrepiente en el mismo instante. Ahora sí: Marisa Paredes. Con ella iba a filmar hace un tiempo, dirigidas por Pablo Trapero. Pero no pudo ser.
“Hace mucho que somos amigos con Pablo y desde aquella vez quedamos con la promesa de filmar juntos algún día. Hace poco me llamaron de una productora, para preguntar cómo estaba de ocupada. Yo estoy bastante ocupada. Pero no me dijeron que era para su película. Ya había dicho que no a dos guiones, y yo puedo ser amable, ser amorosa, contestar bien, pero tengo la energía de una guerrera: leo todos los guiones, si me interesa hablo con la persona, hago devoluciones. En este caso fue distinto. Cuando supe que era su película, me junté directamente con Trapero, nos dimos un abrazo, le reproché por qué no me llamó directamente y me contó la historia, sobre la mujer que convive con sus hijas ante la instancia del marido, y padre de las chicas, que se está muriendo. Le pregunté directamente: “¿Qué querés que haga?” Y sin leer el libro, por primera vez en mi vida le dije sí a alguien.
Pura confianza.
Es que me hacía falta. Nunca había tenido a Trapero. Y quería tenerlo, porque filma de una manera muy especial. Muy bien, muy fuerte. Me encantan las composiciones que logran con él los actores.
Para más adelante se imagina trabajando con Juan José Campanella (“es un director que cuenta muy bien y logra mucha emoción”) o haciendo un policial. Le encantan los policiales. Incluso, tiene una idea para filmar, sobre una mujer ciega que vive en una casa alejada, con una ventana por donde la espían, pero ella no lo sabe. “La novela policial me mata. Tengo la obra completa de El Séptimo Sello, que dirigían Borges y Bioy. Están tan viejos los libros que se les salen las hojas a medida que las voy pasando. Pero igual los sigo leyendo.”
Así como Jorge Luis Borges le preguntaba siempre que la veía si ella seguía honrando su apellido (en realidad, decía “mi nombre”), con Bioy Casares y Silvina Ocampo compartieron largas jornadas de campo y vacaciones en Mar del Plata. “Ella era una mujer absolutamente singular, además de enorme escritora. Creo que aún no tiene el reconocimiento que merece, que la gente no la conoce tanto. Hay que leerla a Silvina, es indispensable.”
Entra una brisa fría y Graciela cierra el ventanal que da al balcón, con vista al Río de la Plata. Acompaña hasta el palier privado del ascensor y propone continuar la charla en cualquier momento. Historias buenas tiene para contar. “Podemos hacer como ese dicho chino que me gusta tanto: tomaremos una taza de té y hablaremos de cosas absurdas.”
1942
Graciela Noemí Zabala nace el 10 de junio
1958
Debuta en cine en Una cita con la vida, de Hugo del Carril
1970
Tiene con su esposo, Juan Manuel Bordeu, a su hijo Juan Cruz Bordeu
1971
Por Crónica de una señora, de Raúl de la Torre, gana el premio a Mejor actriz en San Sebastián
1989
Protagoniza Kindergarten, de Jorge Polaco
1992
Se luce en televisión, con Alta comedia
2002
Gana el Cóndor de Plata a Mejor actriz por La ciénaga
2017
Recorre la provincia de Buenos Aires con Entre nosotros, una puesta teatral audiovisual sobre momentos de su vida
El futuro
Comenzará a filmar La quietud, de Pablo Trapero, junto con Martina Gusman, la francoargentina Bérénice Bejo (sus dos hijas en la ficción), Joaquín Furriel y el venezolano Édgar Ramírez.
Agradecimiento especial a Gino Bogani por el vestido de tapa. Diseño de Peinado: Miguel Romano. Peinó: Claudio para Nuevo Estilo. Maquilló: Mabby Autino con productos Mabby Pro Make Up. Asistente de Make up: Marina. Asistente de Fotografia: Ezequiel Yrurtia. Asistente de Producción: Maki Dell. Agradecimientos: Hotel Alvear por la Locacion, M y M Remises (www.mymrse.com.ar), Clara Javier Musetti, Mishka, Silvana, Swarovsky, Uma, Zito y anteojos teresa calandra