GRACIAS AL MAESTRO
Ambrosio Vecino fue el jefe de esta Revista en su primera época. La autora, hoy célebre escritora, recuerda ese tiempo de aprender
Venía impreso en hojas grandes, como el presente diario, y en tinta marrón. En jerga periodistense era una sábana sepia, como para soñar opaco, y, sin embargo, domingo tras domingo despertaba el interés de sus lectores y muchas veces asombro. Se llamaba Suplemento Gráfico, padre y precursor de la revista que usted ahora tiene entre las manos (y digo bien, las manos y no sus manos, porque el Manual de Estilo que se nos repartía asiduamente en esa época hacía hincapié en el detalle: ¿de quién van a ser las partes anatómicas mencionadas si no del sujeto de la oración? A menos de tratarse de un descuartizador, pero no suele ser el caso). Hoy sólo quiero hablar del viejo y querido Suplemento y del hombre que lo llevó a su apogeo, Ambrosio José Vecino.
Augusto Mario Defino, gran cuentista, lo había precedido, y cuando dejó su cargo esta humilde colaboradora de entonces lamentó la pérdida. Quien lo iba a reemplazar venía con el enorme prestigio de haber hecho de la polvorienta Vea y Lea la mejor revista del momento, pero ésas eran emocionantes hazañas periodísticas, nada que ver con la literatura. Para eso, claro, estaba la otra sábana sepia, el distinguido Suplemento Literario, pero ella colaboraba en el Gráfico, era extremadamente joven, apenas daba sus primeros pasos de escribiente.
Ambrosio Vecino resultó ser un tapado. Profesor de letras, condiscípulo y amigo íntimo de Cortázar, discípulo predilecto de Vicente Fatone, hombre literario hasta la médula, fue el mejor de los maestros. Y ella pasó, en 1962, a formar parte del plantel fijo del supgraf y a forjar su personalidad. A hacerse lo que soy hoy día. Estábamos entonces en el viejo edificio de la calle San Martín y teníamos nuestras oficinas en dos pequeños cuartos, nada de las cuadras multitudinarias de ahora. Eramos tres en el elenco estable: el jefe, José María Cantino, que entonces era poeta y hoy embajador, y la que suscribe. Y montonal de colaboradores, la mayoría mujeres. Cuando las viejas, pesadas y ya entonces obsoletas máquinas de escribir no estaban echando humo recibíamos alguna visita de las oficinas aledañas. Quizás el brillante y memorable Adolfo Mitre para hablar inagotablemente con Vecino de literatura francesa o inglesa, o Henry Raymont, entonces corresponsal del The New York Times, para también inagotablemente discutir las noticias del mundo. El nuestro era el reducto más alegre de todo el diario, no porque Vecino lo fuera -era más bien parco-, sino porque tenía un enorme aprecio por la imaginación ajena y un sentido del humor a toda prueba. Y tenía otra cosa que nunca dejaré de agradecerle: tal conocimiento y respeto por el lenguaje que no nos dejaba pasar ni una coma mal puesta. Y tenía la paciencia de inculcarnos una precisión imprescindible porque debíamos consignarlo todo en un mínimo de palabras. Las fotos eran prioritarias, y había que condensar la información completa en un espacio breve. Y nada de mal café lingüístico: decirlo con todo el jugo.
De las geniales ideas periodísticas de Vecino, que nos mandaba a cubrir las notas más inesperadas, rescato una serie que duró años: Imágenes del interior argentino. Por turno, Cantilo y yo salíamos a rastrillar las provincias, junto con un fotógrafo, y debíamos llegar a los lugares más remotos. Conmigo se quedó para siempre el esplendor enjoyado de las minas de sal gema al norte de Chos Malal, las salidas en los barcos pesqueros de Trelew, el taquirari al mejor estilo rock and roll que bailé -o resoplé- el Día de Santa Bárbara a 5000 metros de altura en Mina Aguilar, Jujuy.
Vecino, mientras tanto, navegaba el Suplemento, y lo transformó en revista, y a la cabeza de esta misma Revista permaneció muchos años. Hoy quiero rendirle homenaje a mi maestro. Con toda la concisión que aprendí de él. Y todo el agradecimiento.