Gonzalo Heredia tiene 15 años y está paralizado frente a la puerta de la biblioteca pública de Olivos. No se anima a entrar. Un rato antes, cuando se subió al 333 a unos metros de su casa, en Munro, estaba entusiasmado. Mejor dicho, ansioso. Se había imaginado tantas cosas. Ahora, en cambio, siente vergüenza porque no sabe cómo hacer para sacar un libro, qué documentos le irán a pedir, ni siquiera qué quiere leer. Todos se van a dar cuenta de que es su primera vez. De que no pertenece a ese mundo. Finalmente se mueve, pero para subirse de nuevo al colectivo, de regreso a otro mundo al que sí está obligado a entrar, aunque preferiría no hacerlo: el taller mecánico de su padre.
–A mí me hubiera gustado que en ese momento alguien me hubiera hablado de libros, que hubiera compartido su experiencia de lectura conmigo, para sentirme menos solo. Quizá por eso ahora yo estoy acá, hablando de esto.
Cuando dice "acá" se refiere a La Giralda, uno de los pocos bares que aún le hace culto a la mitificada bohemia porteña. Y cuando remarca la palabra "esto", quiere decir la literatura en general, pero también su perfil como agitador de la lectura –a través de su Twitter, del Instagram La gente anda leyendo, de su participación en la radio–, y especialmente de su primera novela. Se titula Construcción de la mentira, la editó el sello independiente Alto Pogo, y está protagonizada por un galán de telenovelas llamado Gonzalo Heredia (igual, pero tachado) que en un monólogo mental disecciona su vida –su alienación familiar, su relación neurótica con la fama, sus inseguridades actorales, su cuerpo que se asoma al abismo de la madurez– en un juego zigzagueante entre lo real y lo ficticio, lo autobiográfico y lo imaginario.
Casualmente, cuando esta charla termine, el Gonzalo Heredia que escribe va a caminar una cuadra por la avenida Corrientes hasta el camarín de la obra Perfectos desconocidos, la comedia del momento, para convertirse en el Gonzalo Heredia que actúa. En el trayecto, seguramente alguien le grite geniooooo con el pulgar para arriba, le diga el otro día te vi en la tele, le pida una selfie para su hija, o lo mire de reojo tratando de confirmar si él es él. O no.
La construcción del lector
–Yo soy la prueba de que el personaje público se recicla. Antes era el pibe que salió del taller mecánico y se convirtió en galán de tele. Ahora soy el galán de tele que se convirtió en lector y escritor (risas).
Entre el personaje de Wikipedia ("Pese a que trabaja en televisión desde el 2000, saltó a la fama en la serie Socias y ganó popularidad al protagonizar la telenovela Valientes") y el de las páginas del corazón ("Brenda Gandini: con Gonzalo Heredia vamos a casarnos sin leyes ni reglas", revista ¡Hola!) está el Gonzalo de cámaras apagadas y tardes en silencio, siempre con un libro, dos, tres, en la mochila, y con una libreta a mano, alguien que en los semáforos prefiere retomar la página que dejó marcada antes que mirar el celular, y que le puso Bukowski a su perro. El mismo que a los 14 años leyó el comienzo de El túnel y ya no pudo parar. "Todavía me acuerdo de la sensación física, como de adicción, de necesitar un poco más: de dejar el libro en la cama y seguir mirándolo, y pensar en el personaje y en qué pasaría en el siguiente capítulo y preguntarme por qué dejé de leer si el libro está ahí, y entonces agarrarlo de nuevo y seguir".
Quizá porque lo que llamamos destino no es más que la casualidad vista con sentido retrospectivo, nadie había comprado la célebre novela de Sabato en su casa: venía con el diario Clarín de regalo. En lo de los Heredia no había biblioteca así que ahí quedó, tirada. Hasta que Gonzalo la vio y se puso a leer. ¿Por qué? Por pose, por imitar alguna imagen que tendría en su cabeza, por un deseo inconsciente, quién sabe. Ni él sabe. Tampoco su familia se explicaba su afición, ni por qué a partir de ese momento se empezó a comprar libros sin tapa, usados, desvencijados, en la sección de saldos de la única librería que había en Munro, y que aún existe: Delfos.
–No tengo recuerdo de nadie cercano, ni amigo, primo o tío con biblioteca. El único libro que había en casa era uno que mi viejo tenía en la mesa de luz, Tus zonas erróneas. Me acuerdo de que me dijo: «Cuando seas grande, tenés que leerlo». Seguramente, le gustaba porque leía las palabras que él necesitaba escuchar, "vos podés", "tu tiempo es tuyo", autoayuda ciento por ciento. Yo creo que todo está escrito, que todo está en los libros, pero de otro modo. Creo en la literatura, no en la autoayuda. Me pasó cuando leí El discurso vacío, de Mario Levrero. Pensé: este tipo me está escribiendo a mí, describe cosas que me pasan a mí y que yo no sé cómo poner en palabras.
–¿Y tu viejo qué te decía cuando te veía leer sin parar?
–Creía que yo leía porque no quería laburar en su taller. Hay una parte que es cierto: yo no quería limpiar una puta herramienta, no quería barrer, no quería limpiar la fosa, y buscaba constantemente abstraerme de eso, salir de ahí. Padecía estar en el taller.
Para ese entonces, Gonzalo había dejado el colegio –el La Salle de Florida– porque, en su cabeza, la aventura estaba en otro lado. Tenía la fantasía, como le hace decir a su álter ego literario, de encontrar las monedas de oro al final del arco íris. "Quería salir a buscar, no sabía qué; para los que nacimos en provincia, cruzar la General Paz es un tema: las personas son diferentes, los colores son diferentes, la música, todo. Somos como extraños. Cuando me tomaba el 41 y venía a hacer castings, sentía que me metía en otra realidad, como cuando leía y el personaje se topaba con árabes, yo cruzaba la avenida y entraba en otro universo.
–¿Y en ese universo te sentías mejor?
–Mmmm... Recién cuando leí La náusea, a los 23 años, me dije: no estoy tan equivocado con lo que me pasa. Yo, hasta ese momento, desconfiaba de mí, sentía que algo fallaba: no puede ser que no esté a gusto, que esté incompleto en todos los lugares. Escribía en el taller mecánico cosas terribles, siempre el personaje era alguien como yo que estaba frustrado. Ahora estoy reciclando uno de esos textos que escribí hace 18 años, exactamente la mitad de mi vida, porque me interesa buscar la voz narrativa del escritor de esta novela, descubrir cómo se construyó.
La construcción de un escritor
Gonzalo Heredia tiene 20 años y está paralizado frente a sus compañeros de taller literario. No se anima a hablar. Ellos tampoco. Hasta hace un momento estaba entusiasmado: iba a compartir por primera vez uno de sus cuentos. Pero ahora se siente avergonzado, porque acaba de leer una escena en la que el personaje describe en qué partes del cuerpo guarda la plata y dijo la palabra "escroto". Al parecer, los alumnos de ese taller de Bajo Belgrano no estaban preparados para oírla. Cuando termina, solo se escuchan las lapiceras que garabatean algo con tal de que la atención se fije en el papel. Y el silencio. El silencio que dejó el escroto..
–No me lo voy a olvidar más, terminé y no podía levantar la cabeza. Más allá de que el relato no era gran cosa, me acuerdo de ese silencio, como si hubiera sacado una raya de merca y la hubiera tomado delante de todos, y ahí sentí otra vez que yo no pertenecía a ese mundo. En ese momento dejé de mostrar, seguí escribiendo en libretas –las tengo todas desde 2002–, pero siempre como renegado... Hasta que en 2014 empecé a hacer taller con Virginia. Ella me enseñó a leer.
–¿En qué sentido?
–Me ordenó. Norteamericanos, europeos, argentinos. Lo primero que me leyó fue La mayor, de Saer. Yo no entendía una mierda. Pero me dijo: «Oí la música que tiene». Y después me leyó "En lo alto para siempre", un cuento de Foster Wallace. Me acuerdo de cómo él describía las várices de una señora. Y es lo que yo intento hacer en mi novela, la observación casi monstruosa del detalle. Virginia me leyó cosas que me volaron la cabeza, que me hablaban a mí.
Virginia es la escritora Virginia Cosin quien, una noche de pleno invierno porteño, se sentará en un pequeño escenario en el fondo de una librería de Palermo junto con Gonzalo. El lugar estalla, el público es ecléctico, están Luciano Castro y Marco Antonio Caponi, también hay otros famosos/escritores como Peto Menahem y más fotógrafos de lo que las austeras presentaciones de literatura independiente suelen convocar.
Virginia inaugura la velada y lee: "Gonzalo Heredia, actor famoso y uno de los galanes de televisión más codiciados del ambiente, es, también, un lector apasionado cuyo deseo, en determinado momento, no se ve colmado por el simple hecho de leer, también quiere escribir. Un deseo alimenta otro deseo. De modo que un día te escribe un mensaje preguntándote si por casualidad coordinás talleres de escritura. Le decís que sí y al día siguiente empiezan a revisar sus textos. Al comienzo te sentís incómoda. Creés que lo conocés, de algún modo, porque lo viste en televisión, lo viste actuando y también en programas en los que le hacían entrevistas, pero de a poco esa distancia que separa al personaje público del pibe que está enfrente tuyo lidiando con las palabras en un texto se va estrechando. No son dos, sino uno. El mismo. El otro, él mismo. ¿O acaso uno no está siempre habitado por otros? Escribir, la necesidad de escribir, ¿no es querer darles una voz y un cuerpo a esos otros?".
Dos semanas después, Gonzalo está por retomar esas preguntas para explicar de dónde surgió la idea de su novela, pero un pibe lo interrumpe. Se le acerca con pares de media, biromes y carilinas, y cuando está por pedir que le compremos algo, se frena. De pronto le cambia la cara, como si una ráfaga le hubiera limpiado la niebla de los ojos. "Vos sos el de la tele, ¿no? Te vi en El puntero, capo", dice y sigue su recorrido por las mesas, sin pedir nada a cambio. Gonzalo sonríe y murmura un gracias.
–El personaje de Construcción de la mentira salió después de leer unos cuentos de Foster Wallace en los que él trata de meterse en la mente del lector –reanuda–. Se ve que en la cabeza yo tenía algo pirandelliano de borrar la cuarta pared, esto de la metaliteratura, de la línea imprecisa entre realidad y ficción, y apareció la pregunta: un actor arriba de un escenario intentando ser verdadero posta, ¿podría hacerlo? ¿La gente le creería? Sería como sacarse una máscara y otra, y otra hasta llegar a la nada, al hueso. Ese fue el disparador. Al libro lo escribí en cuatro años y al principio me daba vértigo porque lo veía muy cercano, después me empecé a cagar de risa, porque me di cuenta de que todos los dilemas que tiene el personaje con la fama yo los tengo resueltos.
–¿Hay venganzas?
–Hay ironías, muchos se van a reconocer, seguro.
–¿Te divierte que los lectores busquen lo autobiográfico?
–Sí, porque como autor busco eso y estiro la línea al punto de usar mi nombre y mi apellido, pero tachados. Hay algo de mostrar para esconder, como dice uno de los personajes; me saco la máscara, pero en realidad no me la saco nunca.
–¿Qué cambió desde aquel primer taller literario hasta hoy para que te animaras a publicar?
–Leí mucho más. Leer te da poder, mucho poder. Una persona que lee es una persona segura de sí misma porque tiene un pensamiento sólido. Por eso, para mí está todo en los libros: si leés sabés cosas que la mayoría de las personas no. Y no es un tema de inteligencia, sino por una cuestión de que todo queda. Hay un cuento de Tununa Mercado que se llama "Fenomenología", del libro En estado de memoria, que a mí me explicó qué me pasa cuando leo: yo soy de los que después de leer no se acuerdan nada, nunca puedo citar ni una línea. Pero ella dice que la lectura es una resina que queda, como una arenilla, y que eso está, sin que uno se dé cuenta.
–¿Creés que la literatura te moldeó algún tipo de conciencia política? En tu programa de radio (Notas al pie, Radio Cultura), por ejemplo, leíste un texto conmovedor de tu compañera Ana Correa a favor de la legalización del aborto.
–Y también vinieron los despedidos de la sección Cultura de Télam? (se queda callado, piensa). Pero no sé si me dio conciencia política; no en lo partidario, eso no me interesa. Podría decir que sí me dio otra mirada social, pero por el simple hecho de escuchar: cuando vos leés te están entrando palabras y pensamientos en la cabeza.
–Pero según vi en Twitter, acabás de leer El matadero y es imposible no hacer una lectura histórico política de un libro así, ¿no?
–Sí, y leí sobre Echeverría y ahí te das cuenta de que la grieta siempre existió, no es un invento de Lanata, viene desde unitarios y federales. Desde ese lugar, la literatura me llevó a entender más la realidad política, quizá no a la participación, sino desde el pensamiento. Cuando en un texto la política está muy a flor de piel, me expulsa. En cambio, en El matadero no pasa, sino que hay muchas subcapas que permiten muchas lecturas.
–¿Cómo te llevás con la mirada prejuiciosa de la academia?
–Me chupa un huevo. Imaginate que en lo actoral siempre abundó la mirada prejuiciosa del actor de cine o de teatro off frente a los que somos de tele. Y ahora me pasó que mucha gente que pensaba que iba a leer una porquería, me terminó diciendo que no podía soltar el libro... Perdoná un segundo...
Interrumpe y mira su celular. Se ríe. Como el pibe de las medias hace unos minutos, algo cambia en su cara. Muestra la pantalla y lee el mensaje que acaban de mandar al grupo de wassap, que comparte con sus compañeros de radio: "En septiembre viene María Moreno al programa. Estaba chocha porque Gonza habló de Black out en una de sus entrevistas".
–Esto me vuelve loco: María Moreno, ¿te das cuenta? Su libro Black out es alucinante, toda esa época que recrea. Ahora voy a llamar y voy a preguntar si es verdad. Mirá, me pone la piel de gallina.
La construcción de la mentira
Gonzalo tiene 33 años y está fascinado frente a una clase de Mauricio Kartun. El autor y director de obras ineludibles como El niño argentino, Ala de criados y Terrenal acaba de decir que los dramaturgos son constructores de una mentira que busca verosimilitud. Gonzalo toma nota y subraya lo que para él es una epifanía. Ahí no solo está el título de la que sería su futura novela, sino la confirmación de que su pasión ya no pasa por interpretar la mentira, sino por crearla. Que sus ambiciones ya no son actorales.
–No significa que no tenga más ganas de actuar o que vaya a tomarme un año sabático –aclara ahora, tres años después–. Simplemente, la pasión no pasa por ahí y, por eso, no me interesa protagonizar Shakespeare en el San Martín ni viajar a Cannes con una película producida por Almodóvar. Solo quiero poder leer y escribir, y trabajar para tener plata y tiempo para eso. La forma de expresarse de uno muta. Me pasa que yo puedo hablar con más soltura de literatura que de cualquier otra cosa. Hay conversaciones muy aburridas entre los actores, muy tediosas, y la literatura te salva de ese tedio.
–¿Por qué tenés la necesidad de difundir la lectura?
–Yo difundo mi experiencia personal y si a alguien le sirve, buenísimo. Es cómico que ahora me llamen influencer, pero si hay una pequeñísima partícula que me hace sentir orgulloso es eso: represento que cualquiera puede leer.
–Los escritores quieren ser famosos. Un famoso que se hace escritor, ¿qué quiere ser?
–No séeeee… Pero es verdad, me di cuenta de que los escritores quieren ser famosos. Eso es algo que, por suerte, ya tengo resuelto (risas).
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