Cuando Francisco de Céspedes llegó a Buenos Aires en 1626 para hacerse cargo del gobierno, la aldea era un caos. La violencia generaba peleas de graves consecuencias, había demasiados robos y la cárcel estaba colmada.
Céspedes nombró oficiales a sus dos jóvenes hijos, Juan y José, y los tres se lanzaron a poner un poco de orden en las calles. Patrullaban por las noches e intimidaban a los que deambulaban, generando una especie de toque de queda implícito que dio excelentes resultados. La actitud de Céspedes le generó una buena cantidad de simpatías entre los vecinos. Pero a la vez, su severidad lo colmó de enemigos. Juan de Vergara, Diego de la Vega, comerciantes dedicado al contrabando, no se llevaban bien con el gobernante.
Francisco de Céspedes era estricto, aunque también ingresaba mercadería por canales paralelos. El volumen de su comercio marginal era de menor cuantía que los de Vergara y Vega, pero el hombre tenía suficiente autoridad para complicarles el negocio. Y, como si no bastara el enfrentamiento entre contrabandistas, el poder de la Iglesia metió la cola. A Céspedes lo apoyaban los franciscanos. A los contrabandistas, los mercedarios, los dominicanos y, sobre todo, el obispo Pedro de Carranza, carmelita descalzo y primo de Vergara. Y estas diferencias generaron la guerra entre las dos principales autoridades de Buenos Aires: la civil y la eclesiástica.
La piedra fue lanzada por el obispo: envió una carta al rey denunciando los negocios comerciales del gobernador. El 5 de agosto de 1627 Céspedes se enteró de la denuncia de Carranza. Con sus dos hijos más un criado fueron a la casa de Juan de Vergara y lo llevaron detenido al Fuerte, que estaba ubicado en donde hoy se encuentra la Casa Rosada. La noticia se esparció por la aldea y pronto los dos bandos estaban en guardia. Céspedes trasladó a Vergara a la cárcel, vecina al Cabildo.
Las protestas del obispo y de varios vecinos fueron inútiles. Céspedes no dio el brazo a torcer. Hasta que el 25 de agosto se corrió la voz de que el gobernador ejecutaría a Vergara. El obispo Carranza convocó a varios clérigos, altos funcionarios del Cabildo y amigos de Vergara; los arengó y esa misma noche partieron hacia la cárcel y tomaron el edificio para liberar al preso.
Lo llevaron en andas a la residencia del obispo, pegada a la Catedral. La guerra estaba declarada. Céspedes alistó una compañía de soldados y salió del Fuerte con dos cañones que plantó frente a la casa de Carranza. A gritos, le ordenó al obispo que entregara al prisionero. Carranza salió a la puerta con una cruz y amenazó con excomulgar al gobernador y a los soldados que lo acompañaban. La tropa era más devota que sumisa: los hombres huyeron corriendo en desbande, asustados por las consecuencias de la Ira Divina. Al verse solo, Céspedes no tuvo más remedio que retirarse insultando al obispo. En la madrugada, Carranza sacó a Vergara de su casa y lo llevó hasta el convento de Santo Domingo. El tribunal que tenía jurisdicción en aquellos años –la Audiencia de Charcas, en el Alto Perú– se hizo eco de las acusaciones a Céspedes y el gobernador fue conminado a pedir la renuncia a sus hijos.
Las consecuencias del incidente en la Plaza continuaron:
- –Céspedes perdió el cargo, pero lo recuperó en pocas semanas.
- –El obispo Carranza debió viajar a Charcas a dar explicaciones. Pagó una multa y regresó a su obispado. Del resto de su gestión es recordada la ocasión en la que, frente a la preocupante disminución de habitantes debida a los altos índices de mortalidad y emigración en busca de un provenir, instó a los viudos a casarse otra vez, aunque fuera con parientes.
- –Juan de Vergara fue conducido preso a Charcas. Pronto recuperó su libertad y regresó a Buenos Aires para continuar con el comercio ilegal.
Por lo tanto, todos recibieron castigos, pero recuperaron sus cargos y negocios en poco tiempo. Como vemos, la Justicia fue flexible con la principal autoridad civil, la principal autoridad eclesiástica y con el principal comerciante de Buenos Aires.
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